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Cristianía: Un cristianismo laico, humilde y sin complejos, abierto a tod@s

Cristo, el buen pastor

Vivimos tiempos que algunos llaman postcristianos, en los que aparentemente el cristianismo sigue siendo influyente en nuestra sociedad, si bien, en la práctica, la experiencia espiritual cristiana parece hoy en clara recesión.

Se percibe un renacer del interés por la espiritualidad, a la vez que una cierta desconfianza o desconocimiento de las tradiciones religiosas, en especial, de la tradición cristiana.

Ya en otros post he señalado el error de reducir la religión a una simple forma externa de vivir la espiritualidad adscribiéndose a las normas de un colectivo, haciendo de la religión una forma superficial de espiritualidad. Esto es lo que Panikkar llamaba el «religionismo» (reducir la religión a la pertenencia a un colectivo social). La religiosidad, al contrario, es una forma profunda de vivencia espiritual, que constituye una posibilidad presente en todo ser humano: es la vivencia relacional de la espiritualidad (religión como decía Zubiri tiene que ver con la experiencia de religación con lo real, sin fusionarse ni fragmentarse, la forma más profunda de vivencia espiritual, llamada nodualidad en Oriente o experiencia de la Trinidad en el cristianismo).

La experiencia religiosa en su forma relacional nace de manera explícita con la tradición abrahámica que supuso una novedad respecto a las religiones anteriores, pues como decía Mircea Eliade:

«los hebreos fueron los primeros en descubrir la significación de la historia como epifanía de Dios, y esta concepción, como era de esperar, fue seguida y ampliada por el cristianismo«.

En las religiones arcaicas y antiguas, las realidades del mundo no tenían valor en sí mismas, se veían solo como correspondencias de arquetipos espirituales que serían las realidades verdaderamente valiosas. La pluralidad era vista como una realidad inferior. Con la llegada de la tradición judeocristiana las realidades mundanas (pluralidad) adquieren valor en sí mismas, además de estar abiertas a la relación con el Misterio, surge así la visión espiritual relacional (nodual relacional). El ser humano toma conciencia del valor de las realidades históricas- la pluralidad- (incluido él mismo), abriéndose al pensamiento relacional (nodualidad relacional) y ampliando su conciencia ética para cuidar también de esas realidades en la historia.

El ser humano arcaico intentaba huir de la historia a través de prácticas espirituales, ritos y mitos que le devolvían a un «tiempo original» (ahistórico) al que buscaba regresar fusionándose (perdiendo su realidad histórica) con ese mundo arquetípico; la nueva experiencia religiosa buscará vivir también en la historia la experiencia espiritual, para hacer de esa historia un lugar más humano (y más divino). Es una experiencia espiritual más plena que integra el deseo de unidad que fundamentaba la experiencia espiritual anterior, sin desvalorizar las realidades históricas (la pluralidad), transcendiendo la tendencia monista anterior. No es una experiencia espiritual ahistórica sino una experiencia de «tempiternidad«, eternidad en el tiempo, que hace de la historia un lugar de «salvación» y no un obstáculo o algo negativo en sí misma.

Así, con Abrahán nace una nueva experiencia religiosa que integra y transciende las experiencias religiosas anteriores: la experiencia de la fe. Como explica Mircea Eliade:

«Abrahán inaugura una nueva dimensión religiosa: Dios se revela como personal, como una existencia “totalmente distinta”… para quien todo es posible. Esa nueva dimensión religiosa hace posible la “fe” en el sentido judeocristiano».

La experiencias religiosas anteriores no se basan en una relación personal con el Misterio sino en una concepción más de tipo impersonal o transpersonal, la práctica espiritual tiene un valor en sí misma, es un acto en cierto sentido «científico – («gnóstico») – espiritual» de acuerdo a una cosmovisión diferente a la de la ciencia moderna. Con esa práctica se busca que las «energías» que salieron de la dimensión divina hacia el tiempo, regresen a esa dimensión. No se pone en el centro la relación personal (la dimensión relacional) sino la correcta práctica espiritual. Como decía el teólogo Jean Danielou, estás prácticas espirituales antiguas «son esencialmente un esfuerzo por defender, contra la acción destructora del tiempo, las energías primitivas«.

La fe incluye esa dimensión de unificación con el Misterio, si bien, sin perder de vista la dignidad personal del ser humano, que no es una simple manifestación «caida» de un arquetipo al que ha de volver, sino una realidad valiosa en sí misma – en su unicidad-, que por ello ha de colaborar libremente respondiendo en la historia, con todo su ser, a la autocomunicación de Dios (fe).

El cristianismo llevará a la plenitud esta nueva experiencia religiosa. El judaismo tiene una visión que limita la Historia de la Salvación a la Torá, la práctica de la Ley es la respuesta en la Historia a la autocomunicación de Dios, la respuesta en la historia que no sigue de algún modo los preceptos de la Torá queda fuera de la Historia de la Salvación. Igualmente podría decirse del Islam, si bien, el islam ha ampliado el ámbito de la Ley (Sharía) más allá de un pueblo concreto.

Con el Misterio Pascual, centro de la fe cristiana, es decir, la encarnación, la cruz y la resurrección de Cristo en la historia, se produce la «kenosis» o «abajamiento» de Dios que rompe los esquemas religiosos anteriores. El Misterio se hace persona, no doctrina ni moral ni Ley y el encuentro con la persona de Cristo en la historia libera de la idea de retribución (salvación en la historia mediante el cumplimento de una «ley» o una «ética o ciencia») y abre la Gracia a todos, en especial, a aquellos que sepan ver a Dios en lo débil, lo aparentemente no importante para la vieja mentalidad religiosa (se rompe con la idea de la retribución que atribuye el «éxito» o «fracaso» en la vida al cumplimiento o no de los «mandatos» de Dios, todos somos salvados por la Gracia y no nos «autosalvamos»). Si el judaismo reservaba la salvación en la historia al final de los tiempos, cuando con la llegada del Mesías todo el tiempo se haría sagrado, el cristianismo reconoce en la llegada del Mesías Jesús, la llegada de la Gracia a todos ya en la historia (prolepsis- adelantamiento de los tiempos finales en la figura de Cristo) si nos abrimos al mensaje de Gracia de Jesucristo.

El cristianismo rompe los esquemas religiosos antiguos, integrando lo esencial de los mismos- búsqueda de unión con el Misterio- transcendiendo sus rigideces- minusvaloración de la historia-. Con la Encarnación Dios se revela débil, vulnerable (según los viejos esquemas) y en la Cruz se pone del lado de los pobres, los marginados, los que sufren… por Amor al ser humano, viviendo la experiencia humana hasta los aspectos más oscuros. Con la Resurrección la Gracia inunda la historia más allá del propio cristianismo. El Espíritu transciende la propia iglesia visible si bien ésta sea necesaria, precisamente, para ser signo e instrumento de la realidad de este Espíritu «que sopla donde quiere».

Toda esta visión es radicalmente novedosa y escandalizará a los paganos del momento (seguidores de los restos de la Tradición Primordial), recordemos, por ejemplo, las críticas del griego Celso a los cristianos, señalando que su doctrina es diferente a la Tradición Primordial, que él cree la tradición más plena y de la que el cristianismo sería una falsificación:

  1. Dice Celso que creen los cristianos que Dios y la historia no son incompatibles. Algo que el viejo paganismo por su aversión a la historia veía como imposible. Desde el paganismo Celso se opuso al Misterio de la Encarnación, pues era una novedad para la vieja tradición (era demasiado «secularizador» para su mentalidad que rechazaba la historia- lo secular). Así dirá Celso:

«Dios es bueno, bello, feliz y está en lo más bello y perfecto. Si tuviese que descender a los hombres, debería cambiar de lo bueno a lo malo, de lo bello a lo feo, de la felicidad a la infelicidad, de lo perfecto a lo imperfecto. ¿Quién desearía tal cambio?»(IV, 14)

2) Del rechazo de la historia deriva también la incomprensión pagana de la Resurrección, pues lo histórico es para el viejo paganismo algo negativo.

«La carne, empero,llena de cosas que no fuera ni decente nombrar, Dios no querrá ni podrá hacerla inmortal (V, 14)».

3) Por último, la vieja mentalidad pagana es muy clasista, no reconoce la dignidad de todo ser humano y le resulta incomprensible el Misterio de la Cruz, en el que Dios se pone de parte de los pobres- visibilizando el carácter «gratuito» y no «retributivo» de la salvación- para salvar a todos por Amor. El cristianismo descubrirá la dignidad de todo ser humano, frente a las teorías de las castas antiguas, que pretendían que había diferentes grados de dignidad humana. Las consecuencias sociales del cristianismo no pasaron desapercibidas a las élites privilegiadas del Imperio (De hecho, muchos de los críticos paganos del cristianismo advertiran del peligro político que la mentalidad «democratizadora» cristiana tenía para los privilegiados del Imperio). Así expresará el pagano Celso su clasismo:

«Pues qué personas son dignas de su Dios… pueden convertir únicamente a los necios, a los innobles, a los insensatos, a los esclavos, a las mujeres y a los niños [III, 44] «porque son incapaces de convertir a alguien realmente bueno y justo» (III, 65 a). Ningún hombre prudente creerá en esa doctrina, asqueado por la muchedumbre de los que la abrazan» (III, 73 b)».

Conocer cómo era el viejo paganismo creo que puede ayudar a salir de la idealización que muchos hacen de él, en estos tiempos en los que está de moda denostar el cristianismo (sin negar las sombras que también en el cristianismo se han dado).

La novedad religiosa cristiana supone superar visiones intimistas de la espiritualidad. La experiencia espiritual no es solo una experiencia interior o de cambio de conciencia. Es una experiencia de transformación integral del ser, interna y externa, histórica y suprahistórica, humana y divina, gratuita y necesitada de acción, de praxis, personal y a la vez comunitaria y social o política… Por ello, dentro de la propia novedad de la experiencia espiritual cristiana está la necesidad de la Iglesia y del sacerdocio, como sacramentos de la Gracia en la historia que permiten el encuentro también «sensible» y no solo interior con el Misterio, manifestado en Cristo. El cristianismo como espiritualidad relacional por excelencia necesita de las mediaciones para que la experiencia cristiana se pueda vivir en plenitud, necesita pues de la Iglesia (mediación para el mundo) y del sacerdocio (mediación para la comunidad) además de la experiencia interior e inmediata. De ambas.

Ahora bien, las mediaciones en el cristianismo como la iglesia o los sacramentos no tienen el mismo sentido que en las religiones antiguas. No son sacralizadas perdiendo su realidad limitada ni reducidas a meras instrumentos sin valor en sí mismos y prescindibles.

La mediación solo se entiende si se accede a la perspectiva nodual relacional, el mediador no es distinto de las realidades a las que media (tiene realidad en sí mismo más allá de la función de mediación, con valores y límites) y, a la vez, está abierto a una realidad mayor que fundamenta su necesidad. Es diferente del intermediario, nos recordará Panikkar, que en realidad se mantiene como una realidad separada de las realidades para las que realiza la intermediación y que en sí mismo pierde su valor en favor de su función. Las viejas religiones entendían el símbolo y el sacerdocio más como intermediación (realidades fuera de la historia, sacralizadas) que como mediadores (necesarias pero limitadas).

Esta visión supone que ni la iglesia ni el sacerdocio ministerial pueden ser eclesiocéntricos (centrados en sí mismos), son sacramento del Espiritu de Cristo extendido por toda la tierra, también presente en las otras tradiciones espirituales sanas; ni tampoco son meros instrumentos prescindibles, pues sin ellos, que hacen «sensible» la Gracia (sin acapararla), la experiencia cristiana no se daría en forma plena.

La nueva manera de vivir las mediaciones en el cristianismo queda muy bien reflejada en el proceso de «iniciación» cristiana. La iniciación cristiana es diferente de la iniciación tal como se entendía en la religiones anteriores. En las viejas religiones la iniciación transmitía una «energía espiritual» que permitía «regresar» a la divinidad o el Misterio; sin ella, era imposible acceder a esas dimensiones superiores.

En el cristianismo, que se basa en una experiencia espiritual que integra y transciende las experiencias anteriores, lo importante es la adhesión personal al Misterio (y luego a las verdades que él transmite) desde la libertad. Por ello, el proceso no comienza con un rito, que nos transmite una «energía espiritual» para practicar determinadas técnicas espirituales que nos harán realizar nuestros estados más elevados. Como señaló el teólogo Karl Rahner, para el cristianismo, desde la Resurrección, la Gracia se revela presente en tod@s en su dimensión personal; como él decía, existe en el ser humano un «existencial sobrenatural» en el corazón de la persona, que le permite dar respuestas espirituales cuando desde su corazón dice «sí» plenamente al Misterio de la vida. La iniciación cristiana se basará en esta «capacidad espiritual de la persona».

El «proceso iniciático» cristiano comienza con un anuncio, el kerigma (Cristo ha resucitado), que pretende la adhesión del corazón, un encuentro personal que necesita de la colaboración libre de la persona (por ello, ella debe entender el mensaje no solo con la razón sino con el corazón, a través de un encuentro personal con el Misterio y no, simplemente, a través de la adhesión a una creencia).

Posteriormente, es necesaria la conversión, la práctica del seguimiento de Cristo en la historia, en la vida cotidiana; sería la práctica ética en la vida.

Por último, se celebra, lo que ya se vive en la vida ordinaria, en los sacramentos y en la liturgia. Sin fe ni conversión, los sacramentos carecen de toda efectividad real (al margen de que objetivamente sigan transmitiendo la Gracia). A su vez, los sacramentos no son un fin en sí mismos (como lo son los ritos antiguos) sino un instrumento y un signo de la Gracia que está en toda la realidad. El sacramento celebra y da plenitud a lo que se vive en la vida y, a su vez, ayuda a vivir en la vida lo que se celebra en la liturgia. Como vemos, es bastante diferente a los viejos conceptos religiosos, si bien, integra lo esencial de lo que los antiguos buscaban, pero le da plenitud. La Gracia no es una energía sino un encuentro personal con el Misterio en la historia, de ese encuentro nacerá esa energía.

Como señala Gianni Vattimo, el cristianismo supera la vieja visión metafísica de las antiguas religiones (una visión más monista que relacional)- si bien, la postura de Vattimo radicaliza en demasía esta idea-; el cristianismo es una religión que manifiesta la dimensión relacional de toda la realidad; sin negar la realidad del ser o la metafísica, no se considera al Ser como la realidad más profunda, ésta se sitúa en el núcleo del Ser que es el Amor y no el No- Ser o Supraser (como diría la vieja metafísica) que siguen siendo  una realidad no relacional y, por tanto, no la realidad plena . Esto supone que, cuando se vive en plenitud el cristianismo, éste no es eclesiocéntrico ni fundamentalista (creer que solo la propia tradición tiene la verdad). Desde los orígenes, los Padres de la Iglesia han hablado de las semillas del verbo en toda tradición sana. A la vez, tampoco es simplemente una tradición más.

La misión de un cristianismo, consciente de su carácter de religión de la relación, será poner a Cristo y su mensaje en relación con todas las tradiciones y con todas las realidades, sin que éstas pierdan su identidad, abriéndose a la enseñanza que éstas tienen, y sin que el cristianismo olvide su novedad. Contribuyendo con tod@s a la liberación de los seres humanos, en especial los que más sufren, los pobres y marginados… colaborando con Dios en la realización de Reino en la historia y más allá de ella.

Cristianía quiere ser un instrumento al servicio de un cristianismo y una espiritualidad de la relación, un cristianismo humilde, en cuyo seno puedan acogerse quienes no se sienten necesariamente cercanos a la institución (de ahí su énfasis en la laicidad- lo común a todos-) y, a la vez, un lugar para vivir la adhesión a la institución en claves relacionales, no fundamentalistas y radicalmente evangélicas.

En ambos casos, una red para ayudar a las personas a realizar la experiencia nodualista relacional (monástica) siguiendo las enseñanzas de Cristo y la tradición cristiana, contribuyendo a la construcción y crecimiento del Reino de liberación y amor en la historia.

Diferencias entre esoterismo, religión, mística y cristianismo.

cristo y dialogo interreligioso

Hoy es difícil encontrar discursos sobre espiritualidad que diferencien bien el ámbito de lo espiritual del ámbito de lo psicológico (no están separados pero, en ocasiones, se confunden) así como que distingan entre las diversas perspectivas o grados que pueden encontrarse en la vivencia de la espiritualidad.

 
Como explica Edith Stein, la espiritualidad hace referencia a la dimensión humana que es capaz de apertura a una realidad más allá de lo psicológico (mental, emocional o conductual) y lo material; el ámbito en el que se descubren los valores transcendentes que dan sentido a la vida (Martin Velasco). La espiritualidad es la dimensión personal del ser humano (hay que tener en cuenta que muchos confunden la persona con el individuo, por ejemplo, Jung), pues es el lugar de la libertad y la responsabilidad que le lleva a transcenderse más allá de sus necesidades egocéntricas.

 
Ahora bien, esta espiritualidad puede vivirse con diversos grados de profundidad que es bueno conocer y distinguir sin separar.

 

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EL AMOR CRUCIFICADO: LA NOVEDAD DEL NODUALISMO CRISTIANO

 

crucifijo rafael arnaiz

Si ha habido un occidental que haya conocido, de un modo profundo y experiencial, el vedanta advaita (nodualismo) hindú, ese fue Henri LeSaux, Abhishiktananda (que significa “la alegría de Cristo”). LeSaux, monje benedictino, llegó a la India desde Francia, con el deseo de vivir una vida monástica más austera y con la convicción de la indiscutible superioridad del cristianismo frente al hinduismo y las religiones de Oriente.

 

 

R. Panikkar ha explicado cómo esta visión entró en crisis al encontrarse en 1949 con Ramana Maharshi, que produce en Le Saux una profunda impresión que le hace tomar en cuenta la verdad y santidad que también se daba en el seno del hinduismo.

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La “confusión” de la espiritualidad con la dimensión psicológica en el “neoespiritualismo” contemporáneo


nueva era

Una de las señas de identidad de lo que podríamos llamar las corrientes de “neoespiritualismo” contemporáneo (pseudoespiritual en realidad), que tienen no poco éxito entre quienes tienen la pretensión de recuperar el valor de la espiritualidad en la cultura actual, es la confusión que manifiestan estas corrientes (y a la que llevan a sus seguidores) entre la dimensión psíquica y la espiritual, al confundir la espiritualidad, por ejemplo, con los estados psíquicos alterados de conciencia o con las funciones más elevadas de la mente como la atención o la metacognición.

 
La espiritualidad es, precisamente, la capacidad de salir de la dimensión psíquica, que tiene el ser humano; la capacidad de transcendencia o salida de sí hacia el misterio de lo real con el que entra en comunión. Es una experiencia de comunión con la realidad en plenitud: con uno mismo, con los otros, con el misterio (lo divino) y la naturaleza, realizada de modo intuitivo y cordial (en el “corazón”). Esta experiencia es lo que tradicionalmente se ha llamado fe, que es una experiencia y no una creencia, como se fue transmitiendo en las formas más rígidas de cristianismo (si bien, la creencia forma parte también de la experiencia de la fe, pues ésta se necesita expresar en contenidos, las creencias no son baladíes). La fe como experiencia transciende pues la fe religiosa, si bien, ésta sea una de las formas profundas de vivir la espiritualidad. Seguir leyendo «La “confusión” de la espiritualidad con la dimensión psicológica en el “neoespiritualismo” contemporáneo»

NECESIDAD DE UN MONACATO LAICO, EL MONACATO DE LA ESCUCHA

visitacion

Para Raimon Panikkar el monacato “es una dimensión de todo ser humano… la dimensión que busca la integridad, la unificación y la comunión entre todas las dimensiones de la realidad” .

 
Si históricamente se entendió lo monástico como algo restringido a las personas que estaban vinculadas a instituciones monásticas, hoy no se considera monopolio de los monjes institucionales, sino una invariante antropológica, un arquetipo presente en todo ser humano.

 
Para que las tradiciones espirituales monásticas puedan ser vividas fuera de los monasterios, es necesario que las formas tradicionales se abran y acojan a personas que no son, ni quieren ser, monjes institucionales. El monacato laico no puede nacer simplemente del deseo subjetivo y de la lectura de libros monásticos por quienes se sienten atraídos por el arquetipo monástico; necesita el contacto con personas que viven ese monacato.

 

 

CRISTIANÍA quiere ser un camino para vivir esa dimensión monástica presente en todos, de un modo laico y de inspiración cristiana, nacido del contacto real con el monacato tradicional.

 

 

El nuevo monje enfatiza la dimensión de integración más que la dimensión de renuncia, solo quiere renunciar a lo que no es éticamente aceptable, pero sabe del peligro de dualismo y elitismo de la vieja espiritualidad monástica e intenta evitar ese error.

 
De este modo, el nuevo monje, laico o institucional, vive las aspiraciones primordiales del arquetipo monástico, manteniendo lo esencial de ellas y, a la vez, viviéndolas de un modo más humanizado y equilibrado.

 

 

 

Nuevo modo de vivir las aspiraciones monásticas esenciales:

 
1) El nuevo monje desea comprometerse en la afirmación de la vida y de la dignidad de la persona.

 
2) Busca una acción contemplativa, prioriza más la diferencia entre el ser y el tener que entre el ser y el hacer.

 
3) Enfatiza la relación entre silencio y palabra. El silencio se puede corromper en aislamiento. El verdadero silencio es escucha, por ello, promueve el diálogo y la escucha.

 
4) Quiere vivir en comunión con la tierra y en comunidad con sus semejantes.

 
5) Quiere vivir la dimensión transhistórica en la propia historia.

 
6) Toma conciencia de la tempiternidad (lo eterno no está separado de lo temporal).

 
7) Busca el desarrollo de las potencialidades de la persona: vivir la integración del cuerpo, la afectividad (es posible un monacato en pareja) y el compromiso social.

 
8) Primado de la santidad, pero encarnándose en la secularidad.

 
9) Cuidado de lo pequeño y efímero, de lo vulnerable.

EL PELIGRO ÉTICO DE UNA VISIÓN PSEUDONODUAL DE JESUCRISTO

 

cristo sacerdote

Hace tiempo que se está difundiendo en los ambientes cristianos progresistas una supuesta perspectiva nodual de Jesucristo, que en realidad es una visión espiritual de tipo  monista o una “pseudonodualidad” que puede deformar el misterio cristiano, como ya he señalado en otras ocasiones.

 
Un discurso éste de la pseudonodualidad, que creo es superficial, muy influido por la perspectiva de la nueva era y el neoadvaita- corriente muy cuestionada por el advaita tradicional-, que puede tener consecuencias éticas y espirituales negativas.

 
Desde estas visiones que son difundidas por algunos teólogos y nuevos maestros espirituales reputados en algunos ambientes progresistas cristianos y postcristianos, se insiste en tres puntos:

 
Jesús solo es una encarnación más  de Dios, no es un mediador único y universal como ha venido sosteniendo el cristianismo.

 

La Revelación de Jesús nos muestra lo que ya somos todos, no supone pues un acontecimiento singular de irrupción de la Gracia en la historia, solo es un símbolo de una realidad que todos ya poseemos. De modo que, o bien, la Gracia no es necesaria, pues todos ya somos perfectos- solo que no lo sabemos-, o bien, la Gracia no necesita, para actualizarse en nosotros, del encuentro en la historia con un acontecimiento salvífico, que para los cristianos es Cristo, continuado en la Iglesia. Cristo simplemente nos da un ejemplo moral como decía Pelagio o Pedro Abelardo.

 
– Por último, se dice que la dimensión religiosa del cristianismo solo es un momento evolutivo del mismo, al que le toca desaparecer, pues correspondería a una etapa evolutiva superada. La religión no se considera una dimensión constitutiva del ser humano, sino que se reduce a una forma social e institucional de vivir la espiritualidad y no hace referencia a una experiencia humana esencial, que necesita de esa forma social e institucional, pero no se reduce a ella.

 
Creo que este discurso intenta oponerse a perspectivas cristianas fundamentalistas (que creen que el cristianismo no puede ser reformado, confundiendo formas religiosas superadas con la tradición cristiana) y a concepciones cristológicas exclusivistas o eclesiocéntricas , que llevan a un insostenible imperialismo religioso cristiano, pues excluye la existencia de verdad y santidad fuera del cristianismo. Se intenta pues evitar el reduccionismo de ciertos literalismos y fundamentalismos cristianos.

 

 

Ahora bien, el discurso pseudonodual, por su tendencia monista, es incapaz de expresar sin reduccionismos el misterio nodual de Cristo. El monismo pseudonodual tiende a reducir a Cristo a su dimensión humana (no necesidad de la Gracia) o a su dimensión divina (no necesidad de singularidad histórica de Jesús), sin poder mantener ambos polos, plenamente reales, sin enfrentarlos ni fusionarlos. Cualquiera de estos reduccionismos termina llevando antes o después a formas de narcisismo y de enfermedad espiritual.

 
Veamos algunos ejemplos, de las consecuencias de las afirmaciones de esta corriente:

 
1) Si se niega la posibilidad de una revelación definitiva y plena en la historia, en el fondo, se asume un concepto evolucionista radical de la historia (que cree que no hay nada con valor  permanente en la historia).

 

No habría realidades en el tiempo que transcienden la historia y son permanentes, como lo sería el acontecimiento de Cristo. La realidad de la historia (y de la humanidad) queda así disminuida, no hay en ella nada estable, que pueda darle un sentido y una orientación.

 

El sentido (lo valioso) y lo permanente está separado de la historia. Hay que salir de la historia y de lo humano corriente, para encontrarse con lo transcendente. Una idea radicalmente diferente del concepto de Salvación en la historia del cristianismo, que es un concepto plenamente no dual al que Raimon Panikkar llamaba la tempiternidad, que supone tomar conciencia de que la eternidad y el tiempo son ambos reales y están en relación. La historia y la humanidad son dimensiones reales y permanentes, pues, aunque cambien en su superficie.

 
Bajo esta idea de que no es posible una revelación definitiva en la historia se encuentra la concepción del monismo pseudonodual del carácter ilusorio (nada hay permanente en ella, lo real supone que algo permanece) de la historia, algo que la verdadera nodualidad no comparte (Maharshi, maestro de la nodualidad, ya señaló que el mundo era real para la verdadera nodualidad). Podemos descubrir en esta perspectiva pseudonodual una tendencia gnóstica ajena a la verdadera nodualidad.

 
Si la historia es una ilusión, en último término, y todo es evolutivo (cambio constante, nada con valor permanente), podemos llegar a justificar el mal, como una simple fase evolutiva necesaria para llegar a la siguiente etapa. No habría valores intemporales como los valores éticos. El ser humano no tendría una naturaleza más allá de la evolución, de modo, que podría ser sacrificado para dar el siguiente paso evolutivo: las maquinas o los ciborgs. Las consecuencias éticas de todo esto son muy graves.

 
Si consideramos que en la propia historia se dan valores permanentes, el hablar de la revelación de Cristo como una revelación definitiva para los cristianos no supone ningún imperialismo ni autoritarismo, al contrario, es el modo de evitar el imperialismo del relativismo moral al que lleva el afirmar que en la historia no puede darse nada permanente. Es una afirmación que salva la perennidad de los valores del relativismo del evolucionismo extremo. La realización de esos valores sí puede ir cambiando con el tiempo pero lo esencial de los mismos no cambiaría.

 
Ahora bien, hablar del carácter absoluto del acontecimiento de Cristo, no supone decir que los cristianos conozcan plenamente ese Misterio (o tengan el monopolio sobre él), no se anula pues, con esta afirmación, la necesidad de diálogo con otras tradiciones para conocer el “Cristo desconocido presente en ellas”, ni se dice que el cristianismo histórico concreto sea “mejor” que otras religiones, solo se afirma la necesidad de la iglesia y del cristianismo para dar testimonio del Misterio de Cristo.

 

 

Esta universalidad y unicidad del acontecimiento de Cristo no es exclusivista (no niega la verdad de otros caminos) ni inclusivista radical (creer que el cristianismo ya sabe todo lo que los otros caminos pueden enseñarle) sino relacional, el cristianismo cree que está llamado a poner en relación con el acontecimiento de Cristo todas las otras realidades, lo cual, fundamenta el diálogo y aprendizaje de los otros caminos espirituales, así como sigue manteniendo la necesidad de la misión y evangelización desde esta perspectiva dialogal y de servicio y aprendizaje mutuo.

 
2) Otra consecuencia de esta tendencia gnosticista y evolucionista, que disminuye el valor de la historia, sería la idea de que no es necesaria la entrada de la Gracia en la historia. Es decir, que Cristo no es origen de la Gracia salvífica, sino simplemente un maestro moral o espiritual. Surge así una tendencia pelagiana en esta visión.

 
El pseudonodualismo tiende a negar la profundidad del mal, que suele ser relativizado. Todo está ya bien (todos somos ya Cristo dirán) y lo único que hay que hacer es tomar conciencia de ello. La banalización del mal que supone el no tomar conciencia de su profundidad, relativizándolo o negándolo, lleva de nuevo a una debilidad ética en esta perspectiva, pues favorece el descompromiso en combatir ese mal.

 
Si tomamos conciencia de que el mal nos ha herido en nuestro mismo interior ( la profundidad de la realidad del mal en nosotros, sin banalizarlo), es comprensible la necesidad de la Gracia, pues no podemos contar solo con las propias fuerzas, para poder responsabilizarse del cuidado del bien.

 
Un mundo que cree ser ya perfecto, no necesitado de la Gracia, en el fondo es un mundo que termina responsabilizando a los que sufren de su desgracia, pues el sufrimiento será siempre responsabilidad de las víctimas (que viven en la ignorancia) en un mundo supuestamente perfecto. De ahí, que en el discurso “pseudonodual” se pueda llegar a decir que “lo que viene, conviene”.

 
3) Por último, es precisamente de esa misma visión evolucionista radical que aqueja al pseudonodualismo monista de donde nace la creencia de que la religión es una mera fase evolutiva llamada a desaparecer.

 
La fenomenología de la religión enseña que la dimensión religiosa es una dimensión humana constitutiva, una invariante antropológica, si bien el modo como se viva esta dimensión puede ser diverso.

 
La experiencia religiosa supone la apertura a un Misterio transcendente que se revela a través de una mediación o hierofanía. De ahí, que la religión tenga una dimensión social e institucional, pero no pueda ser reducida a ella, como hace el pseudonodualismo al identificar la religión con los ritos sociales, los dogmas o las instituciones, olvidando la experiencia espiritual que los sustenta.

 
La religión no consiste simplemente en las instituciones que llevan ese nombre sino en una dimensión que se da en toda experiencia  espiritual profunda y auténtica y que necesita de manifestaciones externas (mediaciones) pero no se limita a ellas.

 
Incluso la espiritualidad laica, que prescinde de su vinculación con instituciones religiosas, cuando profundiza tiene una dimensión religiosa, pues experimenta una apertura a una transcendencia a través de una mediación, generalmente la propia vivencia personal o grupal.

 
El cristianismo si quiere mantener su carácter de experiencia espiritual profunda no puede perder su carácter religioso (su apertura a una transcendencia a través de una hierofanía), entendido en este sentido. La institución está al servicio de esta dimensión religiosa pero esa dimensión es más que la institución religiosa.

 
Como se diría en el cristianismo, la iglesia (expresión religiosa de la experiencia espiritual cristiana) es más que la iglesia visible e institucional pero ésta es necesaria, pues sin esa dimensión institucional, la iglesia sería incompleta. Otra cosa es que estas instituciones deban ser reformadas, algo que seguramente es muy necesario hoy en día.

 
Cristo mismo en el Evangelio señala la necesidad del bautismo para la salvación, nos pide la celebración de la eucaristía y la predicación del evangelio, dando testimonio con palabras y obras al servicio de los seres humanos. Es decir, señala la necesidad de la Iglesia (mediación religiosa), cuya forma institucional puede variar dentro de unos márgenes (la fidelidad a Jesús).

 
La pseudonodualidad parece promover un cristianismo meramente interior, ya no religioso (vinculado a unas mediaciones) basado en la pura experiencia personal. Es una propuesta que puede llevar a formas de narcisismo espiritual y descompromiso muy notables.

 
Sería un cristianismo que parece bastante alejado de la propuesta de Cristo en el Evangelio, que enfatiza el encuentro con el Misterio a través del encuentro con Dios y los otros en la historia, es decir, a través de mediaciones; experiencia que incluye una dimensión interior pero no se reduce a la propia subjetividad, ni identifica la propia experiencia espiritual personal con la experiencia de la verdad.

 
La verdadera espiritualidad profunda es una experiencia que siempre se vive con humildad (siendo consciente siempre de la limitación de mi experiencia espiritual por muy elevada que sea) y obediencia, es decir, escucha y servicio a las mediaciones que se presentan en la historia, más allá de mi mismo. Es decir, se vive siempre con una dimensión religiosa.

UNA RESPONSABILIDAD SIN CULPA SANA, PUEDE SER UNA RESPONSABILIDAD NARCISISTA

ADAN Y EVAEn algunos discursos actuales, que he escuchado en el ámbito de las escuelas de desarrollo personal o de la espiritualidad, que considero cercana a la new age, se afirma, a veces, la idea de que la culpa es una conciencia siempre tóxica y debe ser sustituida por la responsabilidad.

 
Imagino que con este discurso se intenta promover entre las personas una actitud de cuidado hacia sí mismas y hacia los demás, ayudándoles a salir de una gestión insana de la culpa. Tras reflexionarlo, mi impresión es que el simplificar el discurso sobre estos temas no ayuda realmente a ese objetivo y que, por el contrario, puede ser otro modo de continuar en una actitud insana frente a la culpa real.

 
El filósofo Paul Ricoeur en su libro “Finitud y culpabilidadmostró la profunda madurez que supone la conciencia de la culpa. Estudiando los símbolos con los que la humanidad se ha representado el enigma de su participación en el mal, señalaba cómo inicialmente el mal era representado como algo puesto fuera de la intimidad del ser humano (una mancha externa, la transgresión a una ley externa) hasta que con la aparición de la conciencia de culpa, el ser humano fue capaz de hacerse responsable de manera humilde de la realidad del mal interior que le acompaña.

 
En la culpa, el ser humano se da cuenta no solo de su finitud, que le permite hacer el mal moral, sino también la profunda herida que le divide internamente causada por el mal sufrido y que termina llevando, muchas veces, al mal moral. La toma de conciencia de la culpa no es solo la toma de conciencia de nuestra finitud, sino de nuestra vulnerabilidad o herida, todo un reto para el narcisismo omnipotente infantil y, a la vez, una oportunidad para pasar a un estado de mayor madurez y humildad, que nos llevará al cuidado y el amor humilde a nosotros y a los demás.

 
Viktor Frankl señalaba la importancia de dar un sentido a la llamada tríada trágica que todo ser humano experimenta (la muerte, el sufrimiento inevitable y la culpa inexcusable) para poder madurar como seres humanos. El que demos sentido a la culpa real es lo que permitirá llegar a una actitud de cuidado y responsabilidad frente a los otros y a nosotros, o, en caso contrario, nos encerrará en una forma de culpa insana narcisista. La culpa insana es un modo de evitar la responsabilidad, nos encierra en una experiencia autopunitiva centrada en sí misma, que impidide la apertura a un sentido y a un compromiso ético.

 
Una gestión insana de la culpa puede hacerse, al menos, de dos modos:

Por un lado, negando la culpa (nuestra vulnerabilidad o herida)  y manteniendo una imagen narcisista de responsabilidad, creyéndonos capaces de “salvar” o hacernos cargo, por nuestras propias fuerzas, de la vulnerabilidad de los otros (“el salvador narcisista”). Una responsabilidad que no acepte la culpa puede llevar a formas, no de cuidado, sino de narcisismo “salvador” (aventurerismo) que usa al otro para la propia “justificación”.

O bien, por otro lado,  proyectando la culpa en otros, incluso en todos, llegando a creer en una especie de culpabilidad colectiva (algo que, en la práctica, es una negación de la culpa personal, como han dicho Arendt, Jaspers, Frankl, Ricoeur… que hablan de la existencia de una responsabilidad política o social, pero de la necesidad de que la culpa se asuma o reclame siempre de forma individual) y que puede terminar llevando a una injusta actitud de miedo, agresividad y autoritarismo contra esos «otros» que consideramos «malos». Muchas educaciones autoritarias promueven este modo insano de gestión de la culpa que no lleva al cuidado, sino a una ética “justicialista” injusta.

 
Ni el uso de la culpa insana como modo de dominación (no de cuidado), ni la promoción de una responsabilidad narcisista sin culpa (sin conciencia de la propia vulnerabilidad o herida) llevan a una ética de la responsabilidad (Hans Jonas) o el cuidado (Gilligan). Pues estas éticas nacen de la conciencia y aceptación de la propia herida y la de los otros, sin negarla ni fusionarnos con ella, descubriendo un sentido en la misma: el cuidado, la responsabilidad hacia uno mismo y los otros.

 

En el caso Eichmann, el funcionario nazi que fue juzgado en Jerusalén por los crímenes contra la humanidad con los que colaboró en su labor como funcionario hitleriano, Hannah Arendt señaló como él sentía haber actuado con responsabilidad. Eichmann aceptaba ser responsable de los actos realizados pero no culpable. Una responsabilidad sin culpa, se puede olvidar de la vulnerabilidad propia y la de los otros, por lo que no mueve al cuidado de los demás, sino a una realización perfecta (narcisista) del propio deber sin compasión hacia uno mismo y hacia los demás.

 
El cristianismo y las tradiciones espirituales nos señalan, además, que para poder “sanar” con el amor estas heridas morales, que constituyen nuestra división interna y que daña nuestra libertad,  necesitamos de una realidad transcendente, amorosa, que nos inserte en la economía del amor con la cual colaboremos. Esta realidad es Dios. Como decía Simone WeilSolo Dios es capaz de amar a Dios. Lo único que nosotros podemos hacer es renunciar a nuestros sentimientos propios para dejar paso a ese amor en nuestra alma”.

 
Para Bernardo de Claraval, Dios se hizo hombre para experimentar nuestra vulnerabilidad (enfermedad, muerte, culpa) y así poder realmente curarnos desde dentro. Solo él que ha sufrido la enfermedad sabe lo que ésta es. De este modo, no se limitó a darnos simplemente un ejemplo moral (como decía Pedro Abelardo) sino que nos regaló, desde dentro, un torrente de vida nueva, vivida por él mismo; vida desde el amor pero también ofrecida con la humildad del que ha sufrido, y dada gratuitamente, por puro amor y cuidado.

 
Nuestra tradición nos transmite una serie de símbolos y enseñanzas, que a veces, se han interpretado literalmente y se han usado como modos de dominación o de manipulación. Ahora bien, el valor de los símbolos no puede ser negado. Como nos enseñó Paul Ricoeur (y Raimon Panikkar con él) los símbolos “dan que pensar”, no son formas infantiles de pensar, sino modos narrativos y metafóricos de expresar verdades profundas que transciende la pura racionalidad instrumental. Decía Thomas Merton que era un error creer que los místicos llegaron a serlo “a pesar de los dogmas”, más bien, llegaron a serlo profundizando en los dogmas de modo crítico y humilde. Llegaron a ser místicos, “gracias a ellos”(los dogmas).

 
Respecto a este asunto, me preocupan ciertos mensajes que a veces se realizan por parte de estudiosos y teólogos del cristianismo, que buscan legítimamente “repensar los símbolos” para que sigan siendo significativos y vivos, pero que en muchos casos, más que repensar lo que hacen es suprimir elementos esenciales del contenido de estos símbolos, sustituyéndolo por los mensajes de las filosofías de moda del momento. Y hoy son muchos los que señalan el narcisismo que caracteriza nuestra cultura y sociedad.

 
En este sentido, me sorprende cómo, a veces, parece que se asume este discurso, que puede ser muy narcisista, de una responsabilidad sin culpa, para negar el valor y la profundidad que transmiten dogmas como el pecado original, bien entendido, desde una culpa sana.

 

Una culpa sana nos llevará al amor y el cuidado humilde.

 

La culpa bien entendida es un verdadero camino para llegar, de un modo humilde, a la responsabilidad; la negación de la culpa ( de la propia vulnerabilidad-herida), sustituyéndola por la responsabilidad, puede ser un modo insano de gestionar la culpa, que no llevará al cuidado real, pues nos quedaremos en un narcisismo aventurero de salvadores o sanadores que se creen «no heridos».

 

La consecuencia probable es que nos quememos de tal modo que renunciemos ya a compromisos de ningún tipo. El moralismo narcisista suele terminar en amoralidad desencantada.

EN LA VERDADERA CONTEMPLACIÓN, EL ESTADO DE ADVERTENCIA O ATENCIÓN ES TRANSCENDIDO

 

san juan de la cruz

 

En la actualidad ciertas corrientes espirituales pretenden identificar la contemplación con el estado mental de silencio o atención. Algunos creen incluso que ese estado de atención transciende la mente, pues identifican la mente con el pensamiento formal.

 
San Juan de la Cruz definió la oración contemplativa como “estarse a solas con atención amorosa a Dios”.

 

 

De esa descripción algunas corrientes de espiritualidad actuales, del ámbito del mindfulness o de lo que denomino pseudonodualidad (corrientes monistas de espiritualidad) extraen la conclusión de que la contemplación es un estado de “atención sin yo”.

 

 

Se hace una lectura que olvida la última parte de la definición de san Juan de la Cruz, que incluye un abrirse a Dios, a una dimensión transcendente, con la que entramos en relación personal.

 
Como recuerda el experto en San Juan de la Cruz, Juan Antonio Marcos esta atención amorosa “es en esencia de carácter personal y… podemos identificarla, en buena medida, con la misma fe”. Supone el abrirse a una realidad que nos transciende, en la que confiamos (fe) y que nos lleva a confiar también en el ser humano y en la creación.

 

 

En la contemplación nos abrimos a una realidad que transciende la mente (incluso en sus formas más allá del pensamiento) y,  a la vez, nos reconocemos limitados y no fusionados (humildad) con esa realidad, unidos en el amor.

 
De ahí, que  en la contemplación se tome conciencia de que la verdadera realidad no se reduce a la experiencia espiritual que estamos viviendo (aunque sea una experiencia más allá del pensamiento y sin yo), la realidad a la que apunta la contemplación transciende nuestra experiencia espiritual y, por ello, el pensamiento no sería un obstáculo que hay que superar en el camino hacia Dios o el Misterio, sino una dimensión totalmente necesaria (para evitar un estado mental de pura fusión) , que se plenifica en la experiencia, no encerrándose en sí mismo.

 
En la verdadera experiencia mística el pensamiento no es algo a superar ni algo que tenga una función meramente instrumental para “vivir” en el mundo, sino un elemento intrínseco de la misma experiencia. Una experiencia solo de silencio es incompleta. Y si se identifica con la contemplación es enfermiza.

 
Reducir la contemplación (como parecen decir algunos) a un estado de fusión, sin yo, que nos lleva a descubrir que Dios es una “idea mental” a ser superada, nada tiene que ver con la verdadera contemplación. Esta forma de entender la contemplación, más bien, es un buen ejemplo de cómo muchas de las llamadas espiritualidades nodualistas, que algunos están hoy difundiendo, son una forma de narcisismo espiritual y de gnosticismo que no se abren a la verdadera transcendencia.

 
El budismo también lo confirma. Como recuerda el experto en Dzogchen, Elias Capriles, el budismo considera que la mente tiene muchos más niveles que simplemente el pensamiento. El budismo dzogchen habla de tres reinos mentales: el reino sensual (sensaciones, emociones), el reino con forma (pensamiento) y el reino sin forma (estados trasnspersonales de fusión con el todo, que siguen siendo mentales). Ninguno de estos niveles es la experiencia de contemplación real.

 
Muchos de los modernos neognósticos pseudonoduales confunden los estados mentales sin forma, estados de silencio (abismamiento) y de unión con el todo, con la verdadera contemplación que supone una apertura a algo que nos transciende, el Misterio o Dios. La experiencia contemplativa verdadera fundamenta la realidad de la persona (la persona no es una mera construcción mental, pues una cosa es la persona y otra el individuo) y, a la vez, abre a alguien distinto de ella, que la transciende, Dios.

 
La verdadera contemplación es una gracia, algo recibido de Dios (el Misterio), supone una toma de conciencia de una realidad que nos transciende y no el encerrarse un estado, logrado por la práctica meditativa de la atención amable, hasta alcanzar a una modalidad de la mente de tipo fusional sin yo, cerrada a la transcendencia. Así también lo recuerda el Dzogchen, nada producido por el propio esfuerzo es el estado de iluminación.

 
Por eso, San Juan de la Cruz dirá “cuando se sienta el alma poner en silencio y escucha, aún el ejercicio de la advertencia amorosa ha de olvidar”. El silencio y la escucha a la que se refiere San Juan de la Cruz es la acción de la gracia, un estado recibido de Dios (el alma es puesta en él, no lo logra por su propio esfuerzo a través de la práctica meditativa).

 

 

En ese estado (diferente del estado de atención amorosa autocentrado) la práctica de la meditación es un obstáculo, pues es una práctica mental que puede llevar a identificar la práctica de la atención con la verdadera experiencia contemplativa, cerrando a la persona en la mente (en la modalidad sin forma de la mente) y no abriéndola a la transcendencia.

 
Este es uno de los peligros que hoy puede darse en los nuevos discursos de espiritualidad nodualista (pseudonodualista en realidad), que se están difundiendo, y que parecen ser  formas enfermas de espiritualidad.

La espiritualidad más profunda siempre tiene una dimensión religiosa

 

manos rezando

El proceso de secularidad, que se caracteriza por la independización de muchas realidades que antes pertenecían al ámbito religioso, ha supuesto la legítima separación de la noción de espiritualidad de su identificación con la religión.

 

 

La espiritualidad, antes siempre ligada a lo religioso, se considera ahora una dimensión humana, que no necesariamente ha de vivirse de modo religioso. Esta dimensión, según Viktor Frankl, hace referencia a la existencia en el ser humano de una realidad más allá de lo meramente corporal o psíquico, la realidad del espíritu.

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El Misterio está más allá del Silencio: Peligros del “Silencio»


virgen del silencioEl conocimiento de uno mismo es el comienzo del camino espiritual, así lo señalan las tradiciones espirituales.
Este conocimiento, se nos dice, lleva a descubrir el Misterio de lo real, lleva a descubrir a Dios y a toda la realidad en él. Como aconsejaba Cervantes, siguiendo la tradición humanista cristiana: «Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. De conocerte saldrá el no hincharte como la rana, que quiso igualarse al buey.» 

 

El conocimiento de nosotros mismos debe llevarnos a la humildad no al «endiosamiento».

 
Ahora bien, ese proceso de conocimiento de nosotros y de la realidad, en ocasiones produce estados alienantes, que más que ayudarnos a abrirnos a la realidad, nos encierran en imágenes “infladas” de nosotros mismos. Para evitar eso, junto al proceso de autoconocimiento, simultáneamente, ha de darse el conocimiento de la alteridad, de la realidad que me transciende, del Misterio. El proceso de autoconocimiento sano es siempre relacional, supone la apertura a un Misterio (la realidad del otro y de mí mismo) que transciende mi mente.

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