Mística: la imaginación simbólica al servicio de la unificación liberadora.

Gilbert Durand ha revelado cómo en Occidente se ha ido imponiendo, desde finales de la Edad Media, una corriente claramente iconoclasta- enemiga de la imaginación-, que ha privilegiado la razón (logos) sobre la imaginación de un modo desproporcionado, hasta el punto de que algunos describen nuestra cultura como una cultura logocéntrica (Derrida) que ha reprimido dimensiones de la realidad (el afecto o el cuerpo, por ejemplo) para favorecer el control político (Foucault) – la imaginación convertida en utopía es un instrumento crítico del orden establecido-.  Estas dimensiones no racionales son esenciales para poder caminar por la vía de la unificación liberadora(integración de todas las dimensiones de la realidad) que es la espiritualidad (cuya forma más plena es la mística), de ahí, la persecución o marginación de la mística (que revaloriza y necesita de la imaginación) en nuestra historia moderna.

En el siglo XX se ha producido todo un movimiento de revalorización de la imaginación, desde el campo de la fenomenología de la religión (Mircea Eliade), la psicología analítica (Jung), la antropología (Gilbert Durand), la filosofía (Bachelard), la política (Bloch) y la espiritualidad (Henri Corbin). En la escolástica decadente la imaginación era vista simplemente como un órgano menor de conocimiento, que se limitaba a la representación, mediante imágenes visuales, auditivas o cinestésicas, de los objetos reales, para que la razón pudiera abstraer de estas imágenes la dimensión inteligible de lo real. La imaginación, por tanto, no aportaba verdadero conocimiento fiable, era una función vinculada a la percepción, el verdadero conocimiento  era aportado solo por la abstracción racional. De ahí, el logocentrismo de nuestra cultura.

En la recuperación del valor de la imaginación, que tiene lugar en el siglo XX, la imaginación se convierte en una función independiente de la razón y de la percepción, de hecho, una función más importante que la propia razón pues la imaginación sería la capacidad que permite acceder directamente al “mundo de los arquetipos”, verdaderas fuerzas estructuradoras de la conciencia que se harían presentes a la inteligencia del ser humano a través de los símbolos, que serían expresiones de esos arquetipos. Los arquetipos serían verdaderos puentes entre lo consciente (racional ) y lo inconsciente (metarracional), de ahí, que la imaginación se entienda como “imaginación creadora”, es decir, como una facultad activa y creativa, que no se limita a recibir sus contenidos de la percepción, sino que ella misma produce sus imágenes (los símbolos) extrayéndolas de los contenidos más profundos de la conciencia y dando lugar a un conocimiento más completo que el conocimiento racional.  

La imaginación no dependería así de la percepción del mundo objetivo sino de una “imaginación transcendental” (Bachelard), que sería la verdadera fuente de la razón, del arte y de la espiritualidad en el ser humano.  Esa imaginación transcendental es llamada “unus mundus” por Jung, dándole así un carácter ontológico, pues considerará que los arquetipos tienen una naturaleza “psicoide” ( significa: similar a la mente). Los arquetipos estarían más allá de la mente individual, formarían un mundo propio cuya naturaleza sería “similar a la mente” (psicoide) pero más allá de ella, y darían origen tanto al mundo físico como al psicológico. Los arquetipos serían expresiones de una conciencia subsistente por sí misma, de la que emanaría la existencia y la inteligencia, por medio de la imaginación, que sería la función cognitiva y creativa primordial.

Con Mircea Eliade y Henri Corbin la imaginación se va a relacionar claramente con la espiritualidad. Para Mircea Eliade los símbolos son expresiones de las imágenes primordiales o arquetipos, que expresan Lo Sagrado, la realidad a la que remite la religión en la visión religiosa precristiana. Para esta visión antigua, las realidades históricas no tienen valor en sí mismas, su valor proviene de ser expresiones (hierofanías) de esa verdadera realidad que es lo sagrado.

Los símbolos, los mitos y los ritos que han nacido por medio de la imaginación creadora, son modos de vincular al ser humano, caído en la historia profana- el tiempo-, al verdadero mundo real, el mundo de lo sagrado, de los arquetipos. En ese camino hacia lo sagrado, Henri Corbin situará a la imaginación como un ámbito intermedio entre el mundo inteligible (Lo sagrado) y el mundo sensible, el mundus imaginalis, el “mundo del ángel”, en el que el espíritu se hace “carne” y el cuerpo se espiritualiza. Es el mundo de la “hierohistoria” (historia sagrada) que sería más real que el mundo histórico, pues éste sería un reflejo de esta dimensión imaginal. La imaginación, para Corbin, no debía identificarse con “lo imaginario”, con la fantasía, con  la imaginación pasiva dependiente de la percepción de los objetos de la historia, sino con la imaginación creadora, con lo imaginal, vinculada con ese mundo verdadero de los arquetipos, puente entre Dios y los seres humanos, más real que la historia mundana (Corbin es un docetista, que cree que la historia es una apariencia de la verdadera realidad, que es el mundus imaginalis).

Gracias a la labor de todos estos autores se ha recuperado en nuestra época un tipo de imaginación a la que ya santo Tomas había aludido en su síntesis de cristianismo y filosofía, que fue olvidada por la escolástica posterior, una imaginación diferente a la imaginación pasiva meramente receptiva de imágenes, una imaginación activa productora de conocimiento, en alianza con la razón (no al margen de ésta).

 Recuperar esta idea de la importancia de la imaginación creadora como fuente de conocimiento, ha supuesto revalorizar la capacidad simbólica del ser humano, como su facultad más importante, pues es la capacidad integradora, unificadora, de las diversas dimensiones de la persona y de lo real, tanto racionales como metarracionales, permitiendo así, gracias a esta capacidad, la realización del mayor anhelo del corazón humano: la integración, la unificación, la comunión con lo real.

La desvalorización de la imaginación creadora ocurrida en la modernidad había encerrado al ser humano en la razón, en la mente. El racionalismo de Occidente había marginado a la mística y nos había desconectado de la existencia (lo que está más allá de la conciencia). Incluso en el ámbito religioso el mensaje cristiano se había convertido en una ideología dogmática más que en una experiencia. Era pues muy necesario recuperar esta dimensión imaginativa y simbólica si queríamos recuperar la mística y vivir nuestra espiritualidad de una manera real y no solo mental.

Ahora bien, la revalorización de la imaginación y del simbolismo puede llevarnos, no a la experiencia espiritual real, sino a experiencias espirituales que no transcienden el universo mental imaginario, desconectadas de la existencia real.

La imaginación no puede desvincularse de la razón y de la existencia histórica, si realmente quiere ser simbólica y no solo imaginaria. Lacan ha diferenciado muy bien en la conciencia entre el “registro” de lo imaginario (cuando la imaginación se encierra en sí misma, desconectándose de la razón y de la realidad existencial, de un modo narcisista- identificando lo real con lo imaginario-), del registro de lo simbólico (cuando se conecta la imaginación, la razón y la existencia, integrándose todas estas dimensiones) que nos saca del narcisismo y nos abre al encuentro con el otro, con la realidad, sin reprimir nuestra interioridad (imaginación, afectividad). El símbolo que solo se entiende como una realidad imaginaria (arquetípica) se convierte en un ídolo, no en un icono que transparenta lo real. El lenguaje, la razón crítica, es lo que hace que el símbolo no nos encierre en un mundo mental autocentrado que el psicólogo jesuita, Luigi Rulla, llama adictivo, de “a-dicto”, es decir, no dicho, sin lenguaje, sin razón crítica que saque al símbolo de su encerramiento en el ámbito imaginal).

Paul Ricoeur ha corregido aquellas visiones del símbolo que lo entienden solo como algo propio del ámbito de la imaginación. Distingue así en el símbolo tres dimensiones:

  • Una dimensión arquetípica, que él denomina cósmica.
  • Una dimensión afectiva, que denomina onírica.
  • Una dimensión interpretativa, que tiene que ver con el lenguaje y con la razón, abriendo la dimensión de la imaginación al encuentro con el otro, con lo real.

En Ricoeur como en Heidegger o en Levinas, el lenguaje es mucho más que un instrumento para transmitir contenidos (incluso aunque estos contenidos sean suprarracionales), es un medio para encontrarse con el Otro, con el Ser, con la realidad más allá de nuestra conciencia. La imaginación con sus arquetipos amplía nuestra conciencia para que pueda reconocer la existencia de una dimensión que la transciende, el Ser.

En la actual recuperación de la dimensión imaginal que se está dando en la espiritualidad occidental, hay un peligro de encerrar la espiritualidad en lo imaginario, en una conciencia que se concibe como el fundamento de la realidad.  De este modo, solo pasaríamos de una espiritualidad demasiado racionalista a una espiritualidad de tipo gnóstico, que no es capaz de sacarnos de la conciencia hacia el ser- hacia el otro-,  y que, por ello,  es profundamente narcisista.

Este peligro no es una mera especulación teórica, hoy muchos de los discursos en torno a la espiritualidad tienen un reconocible sabor gnosticista. No es raro que los difusores más populares de la espiritualidad expresen la convicción de que la mística es igual al gnosticismo o al esoterismo (una experiencia básicamente interior y del ámbito cognitivo, más allá de la razón, pero encerrada en la conciencia, sin darle valor al Ser ni a la existencia, que se considera irreal o muy poco real).

Frente a estas visiones intimistas y gnosticistas, la tradición profética judeocristiana ha enfatizado la necesidad de vincular la ética y el símbolo (el culto), una vida simbólica desconectada de la existencia ética es una idolatría, como denunciaron los profetas bíblicos y el mismo Jesús. Los primeros cristianos emplearon términos profanos y laicos para expresar su espiritualidad (el mismo término liturgia es un término laico, significa: servicio a favor del pueblo) para evitar esta minusvaloración de la historia por parte de las espiritualidades precristianas. Añadieron, al símbolo, la dimensión utópica; el símbolo estaría llamado a ser vivido en la historia (no a sacarnos de la historia). Como ha enseñado E. Bloch, el término utopía hace referencia a dos conceptos: “eu- topos” (el mejor lugar) y “u-topos” (no-lugar). La utopía es el símbolo del “lugar mejor” (más justo y humano) que todavía no es, por el que debemos trabajar y comprometernos, es la dimensión histórica del símbolo, esencial, si queremos que el símbolo no se convierta en ídolo. La utopía es un lenguaje laico que sirve para expresar el mensaje central del cristianismo: trabajar por construir el Reino de los cielos, dentro y fuera de nosotros, en la historia y más allá de ella.

Bienvenida sea pues esta recuperación de la imaginación creadora y del símbolo en el camino espiritual actual y, a la vez, sepamos discernir los peligros que hay en muchos de los discursos que revalorizan la imaginación y el símbolo hoy, pues no son, sino otro modo de reprimir el carácter liberador que debe tener el símbolo, encerrándolo en el ámbito de lo imaginario, para que no produzca cambios sociales externos que amenacen al sistema injusto y sus beneficiarios.

DOS FORMAS ACTUALES DE NARCISISMO ESPIRITUAL: La Pseudonodualidad y el culto al maestro espiritual

Con el olvido de la tradición cristiana viva se ha dado un retroceso espiritual en nuestra cultura hasta el punto de que, por un lado, algunos han llegado a negar la importancia de la dimensión espiritual en el ser humano, cayendo en el materialismo, y otros están difundiendo formas de nueva espiritualidad que, en realidad, son regresivas y están enfermas por el narcisismo que las caracteriza. Las posturas ultraconservadoras y fundamentalistas, que también tienen una gran difusión hoy, no solo no ayudan a sanar esta regresión espiritual, sino que son expresión de la misma enfermedad.

En esta ocasión, me gustaría referirme a dos manifestaciones de esta espiritualidad enferma, la espiritualidad narcisista, que pretende presentarse como la verdadera contemplación o la verdadera mística, y que serían: el discurso nodual enfermo o pseudonodualidad y el discurso basado en el culto al maestro espiritual.

El discurso nodual enfermo o Pseudonodualidad

La salida del narcisismo infantil, con su deseo de omnipotencia, es el camino de la madurez humana y espiritual. Las espiritualidades sanas ayudan y potencian esta salida del narcisismo al Amor, desde una actitud de humildad, que acepta la propia limitación, también dentro del propio camino espiritual, y potencian la apertura a una transcendencia, a una realidad más allá de mí mismo a la que me abro y con la que entro en relación. Si hay algo que al narcisista espiritual le disguste es abrirse de verdad a la relación con sí mismo, con los demás, con la naturaleza y con Dios.

Hoy hay espiritualidades que parecen describir el camino espiritual como una vía para salir de la limitación y para superar la relación con otro (confundiendo la relación con el dualismo), alcanzando así, de un modo imaginario, la realización de los deseos enfermizos de onmipotencia infantil. Una de las formas en que se presenta esta espiritualidad narcisista, que está teniendo más éxito, es como un supuesto camino de nodualidad.

Esta supuesta visión nodual narcisista considera a la mente como el obstáculo en ese camino de superación de toda limitación y piensa que la oración, por ser personal y relacional, es una forma “inferior” de experiencia espiritual. Cree que la contemplación es simplemente un estado de “presencia” que supera la mente, reduciéndola a un estado alterado o diferenciado de conciencia, que estaría por encima de la oración, que sería una forma dualista de expresión espiritual.

Es habitual también que estos caminos de pseudonodualidad afirmen que las religiones son simplemente un instrumento para llegar a esa experiencia de nodualidad (en realidad de narcisismo espiritual), pretendiendo que la religión es superada en ese estado de nodualidad, que es capaz de superar toda limitación o todo sesgo. Si hay algo típico del narcisismo espiritual es creer que la propia experiencia espiritual es la verdad y supera todo sesgo, buscando así satisfacer el deseo de omnipotencia a través de la construcción de estados alterados de conciencia no abiertos a la relación, es decir, autocentrados.

La tradición cristiana nos ayuda mucho a evitar estos peligros espirituales, por un lado, al recordar que nuestra experiencia espiritual nunca es plena, siempre es limitada, y por tanto, es una experiencia de fe más que de conocimiento. La humildad siempre es esencial para salir de ese deseo de onmipotencia narcisista que guía a muchas espiritualidades, que confunden ese deseo narcisista que es su verdadero motor, con el verdadero deseo de buscar la verdad y abrirse a ella, deseo de transcendencia y no solo de profundidad, acompañado siempre de la aceptación de la propia limitación.

La mente es necesaria y foma parte esencial de la experiencia espiritual cristiana ( y de toda experiencia espiritual sana) pues nos ayuda a discernir y evita que creamos que las experiencias internas nos dan acceso a la realidad y nos liberan de nuestra limitación, recordándonos el ser críticos (humildes) pues toda experiencia esta mediada por la mente, si bien, no se reduzca a ella. Quien cree que la experiencia es solo «estado de presencia» vive en una ilusión, como nos recuerda Paul Ricoeur o Raimon Panikkar, la experiencia es presencia más interpretación, no solo presencia.

En el cristianismo, la religión no es simplemente un instrumento a desechar  una vez lograda «la experiencia espiritual» sino una revelación de Dios, una realidad transcendente a la que nos abrimos y que es necesaria y se mantiene siempre en la experiencia espiritual. Precisamente la religión ayuda a salir de un camino meramente intimista o interno, haciendo que nos encontremos con Dios también “desde fuera”, por su propia iniciativa, aunque sus formas puedan disgustar a nuestra sensibilidad en ocasiones, obligándonos a discernir y a abrirnos a una realidad más allá de nuestra experiencia subjetiva. El narcisismo espiritual quiere evitar esta apertura a una realidad que nos transciende, pues no soporta encontrarse con otro que cuestione el propio deseo de onmipotencia.

El cristianismo nos recuerda que la espiritualidad es apertura a otro, un camino de transcendencia, de salida del centramiento en mí mismo, un camino siempre relacional. Por ello, la oración cristiana es siempre una oración de relación y la contemplación no es la superación de esa oración de relación, sino su plenitud, una apertura al Otro (Dios) sin fusión ni separación, siempre de modo relacional- eso que al narcisista le desgrada tanto: abrirse a la realidad de otro y a la realidad de la propia limitación-.

Creer que la contemplación es la superación de la relación es un signo de narcisismo (es satisfacer imaginariamente el deseo de eliminación del otro, propio del narcisismo); lo que caracteriza la contemplación no es que sea una experiencia de conciencia sin objeto, sino que sea infusa, es decir, que se produce de modo gratuito por al acción de otro, de Dios, es una apertura plena a ese Otro por acción de ese mismo otro y colaboración nuestra. Hay formas alteradas de conciencia que son sin objeto y nada tienen de contemplación, sino que son formas graves de narcisismo espiritual. Por eso, es peligroso el discurso pseudonodual que ignora peligrosamente estas sutilezas y que en ocasiones se quiere hacer presentar como verdadera espiritualidad.

El Discurso espiritual enfermo del Culto al Maestro

Conscientes muchos de que los discursos de muchas espiritualidades modernas están muy influidos por el narcisismo espiritual creen que el antídoto es el “someterse” sin discernimiento a un supuesto maestro espiritual. Esto suele ser más frecuente en quienes se han introducido en espiritualidades de tipo oriental.

En las espiritualidades precristianas, por su visión negativa de la historia, de la realidad espaciotemporal, era muy habitual el exponer la necesidad de un maestro que nos diera la iniciación al mundo espiritual del que estábamos privados. Sin el maestro y sin esa iniciación era prácticamente imposible acceder al mundo espiritual.

El cristianismo cuestiona esta visión con el Misterio de la Encarnación y la Resurrección, cuya consecuencia es la existencia en todo ser humano de un “existencial sobrenatural” como dice Karl Rahner, una apertura a la Gracia, que puede actualizarse en la historia más allá de que se reciba una iniciación espiritual formal o no. En Cristo, la Gracia se ha derramado sobre todos más allá de los cauces formales antiguos.

Esto no niega la necesidad relativa de esa iniciación y la gran ayuda que supone, pero no la absolutiza. En el cristianismo es la Iglesia la encargada de ser ese sacramento de salvación en la historia, no tanto los maestros individuales concretos. Esto es lo que expresó muy bien San Agustín al combatir la herejía (una herejía es una visión espiritual reduccionista que enferma) donatista, que creía que la eficacia de los sacramentos dependía de la santidad de los ministros. La misma iglesia visible, siendo necesaria, no tiene el monopolio de la Gracia en el cristianismo, no es por tanto absolutizada.

El cristianismo integra y da plenitud la vieja visión espiritual de la importancia de las mediaciones (maestros) a la vez que relativiza la absolutización que en algunas espiritualidades se hace del Maestro.

El acompañamiento espiritual es una gran ayuda pero no es una necesidad absoluta en el cristianismo. Sí lo es, que la experiencia espiritual sea un abrirse a otro también en la historia, no solo una experiencia interna, y para ello, la iglesia es el signo e instrumento en la historia de la salvación, no los maestros concretos, que solo son mediaciones al servicio de la iglesia ( y ésta a su vez está al servicio de Dios y de los seres humanos y no de sí misma).

El culto al maestro es un tipo de narcisismo por proyección, nos identificamos con el maestro al que sacralizamos e idealizamos ( al identificarnos con él en realidad nos idolatramos a nosotros mismos a través de él), creyendo que sometiéndonos sin discernimiento a él nos llevará a alcanzar el deseo de onmipotencia infantil que desea salir de toda limitación y evitar toda verdadera relación con el otro.

Conclusión

Es muy importante volver a conocer la tradición cristiana para poder discernir los peligros de muchas espiritualidades actuales, que nos seducen por satisfacer nuestras tendencias narcisistas pero nos enferman en vez de sanarnos.

Cristianía intenta ser cauce para hacer accesible la tradición contemplativa cristiana a tod@s ayudando a discernir un camino espiritual humilde y sano, en medio de una sociedad espiritualmente enferma.

La “confusión” de la espiritualidad con la dimensión psicológica en el “neoespiritualismo” contemporáneo


nueva era

Una de las señas de identidad de lo que podríamos llamar las corrientes de “neoespiritualismo” contemporáneo (pseudoespiritual en realidad), que tienen no poco éxito entre quienes tienen la pretensión de recuperar el valor de la espiritualidad en la cultura actual, es la confusión que manifiestan estas corrientes (y a la que llevan a sus seguidores) entre la dimensión psíquica y la espiritual, al confundir la espiritualidad, por ejemplo, con los estados psíquicos alterados de conciencia o con las funciones más elevadas de la mente como la atención o la metacognición.

 
La espiritualidad es, precisamente, la capacidad de salir de la dimensión psíquica, que tiene el ser humano; la capacidad de transcendencia o salida de sí hacia el misterio de lo real con el que entra en comunión. Es una experiencia de comunión con la realidad en plenitud: con uno mismo, con los otros, con el misterio (lo divino) y la naturaleza, realizada de modo intuitivo y cordial (en el “corazón”). Esta experiencia es lo que tradicionalmente se ha llamado fe, que es una experiencia y no una creencia, como se fue transmitiendo en las formas más rígidas de cristianismo (si bien, la creencia forma parte también de la experiencia de la fe, pues ésta se necesita expresar en contenidos, las creencias no son baladíes). La fe como experiencia transciende pues la fe religiosa, si bien, ésta sea una de las formas profundas de vivir la espiritualidad. Seguir leyendo «La “confusión” de la espiritualidad con la dimensión psicológica en el “neoespiritualismo” contemporáneo»