Mística: la imaginación simbólica al servicio de la unificación liberadora.

Gilbert Durand ha revelado cómo en Occidente se ha ido imponiendo, desde finales de la Edad Media, una corriente claramente iconoclasta- enemiga de la imaginación-, que ha privilegiado la razón (logos) sobre la imaginación de un modo desproporcionado, hasta el punto de que algunos describen nuestra cultura como una cultura logocéntrica (Derrida) que ha reprimido dimensiones de la realidad (el afecto o el cuerpo, por ejemplo) para favorecer el control político (Foucault) – la imaginación convertida en utopía es un instrumento crítico del orden establecido-.  Estas dimensiones no racionales son esenciales para poder caminar por la vía de la unificación liberadora(integración de todas las dimensiones de la realidad) que es la espiritualidad (cuya forma más plena es la mística), de ahí, la persecución o marginación de la mística (que revaloriza y necesita de la imaginación) en nuestra historia moderna.

En el siglo XX se ha producido todo un movimiento de revalorización de la imaginación, desde el campo de la fenomenología de la religión (Mircea Eliade), la psicología analítica (Jung), la antropología (Gilbert Durand), la filosofía (Bachelard), la política (Bloch) y la espiritualidad (Henri Corbin). En la escolástica decadente la imaginación era vista simplemente como un órgano menor de conocimiento, que se limitaba a la representación, mediante imágenes visuales, auditivas o cinestésicas, de los objetos reales, para que la razón pudiera abstraer de estas imágenes la dimensión inteligible de lo real. La imaginación, por tanto, no aportaba verdadero conocimiento fiable, era una función vinculada a la percepción, el verdadero conocimiento  era aportado solo por la abstracción racional. De ahí, el logocentrismo de nuestra cultura.

En la recuperación del valor de la imaginación, que tiene lugar en el siglo XX, la imaginación se convierte en una función independiente de la razón y de la percepción, de hecho, una función más importante que la propia razón pues la imaginación sería la capacidad que permite acceder directamente al “mundo de los arquetipos”, verdaderas fuerzas estructuradoras de la conciencia que se harían presentes a la inteligencia del ser humano a través de los símbolos, que serían expresiones de esos arquetipos. Los arquetipos serían verdaderos puentes entre lo consciente (racional ) y lo inconsciente (metarracional), de ahí, que la imaginación se entienda como “imaginación creadora”, es decir, como una facultad activa y creativa, que no se limita a recibir sus contenidos de la percepción, sino que ella misma produce sus imágenes (los símbolos) extrayéndolas de los contenidos más profundos de la conciencia y dando lugar a un conocimiento más completo que el conocimiento racional.  

La imaginación no dependería así de la percepción del mundo objetivo sino de una “imaginación transcendental” (Bachelard), que sería la verdadera fuente de la razón, del arte y de la espiritualidad en el ser humano.  Esa imaginación transcendental es llamada “unus mundus” por Jung, dándole así un carácter ontológico, pues considerará que los arquetipos tienen una naturaleza “psicoide” ( significa: similar a la mente). Los arquetipos estarían más allá de la mente individual, formarían un mundo propio cuya naturaleza sería “similar a la mente” (psicoide) pero más allá de ella, y darían origen tanto al mundo físico como al psicológico. Los arquetipos serían expresiones de una conciencia subsistente por sí misma, de la que emanaría la existencia y la inteligencia, por medio de la imaginación, que sería la función cognitiva y creativa primordial.

Con Mircea Eliade y Henri Corbin la imaginación se va a relacionar claramente con la espiritualidad. Para Mircea Eliade los símbolos son expresiones de las imágenes primordiales o arquetipos, que expresan Lo Sagrado, la realidad a la que remite la religión en la visión religiosa precristiana. Para esta visión antigua, las realidades históricas no tienen valor en sí mismas, su valor proviene de ser expresiones (hierofanías) de esa verdadera realidad que es lo sagrado.

Los símbolos, los mitos y los ritos que han nacido por medio de la imaginación creadora, son modos de vincular al ser humano, caído en la historia profana- el tiempo-, al verdadero mundo real, el mundo de lo sagrado, de los arquetipos. En ese camino hacia lo sagrado, Henri Corbin situará a la imaginación como un ámbito intermedio entre el mundo inteligible (Lo sagrado) y el mundo sensible, el mundus imaginalis, el “mundo del ángel”, en el que el espíritu se hace “carne” y el cuerpo se espiritualiza. Es el mundo de la “hierohistoria” (historia sagrada) que sería más real que el mundo histórico, pues éste sería un reflejo de esta dimensión imaginal. La imaginación, para Corbin, no debía identificarse con “lo imaginario”, con la fantasía, con  la imaginación pasiva dependiente de la percepción de los objetos de la historia, sino con la imaginación creadora, con lo imaginal, vinculada con ese mundo verdadero de los arquetipos, puente entre Dios y los seres humanos, más real que la historia mundana (Corbin es un docetista, que cree que la historia es una apariencia de la verdadera realidad, que es el mundus imaginalis).

Gracias a la labor de todos estos autores se ha recuperado en nuestra época un tipo de imaginación a la que ya santo Tomas había aludido en su síntesis de cristianismo y filosofía, que fue olvidada por la escolástica posterior, una imaginación diferente a la imaginación pasiva meramente receptiva de imágenes, una imaginación activa productora de conocimiento, en alianza con la razón (no al margen de ésta).

 Recuperar esta idea de la importancia de la imaginación creadora como fuente de conocimiento, ha supuesto revalorizar la capacidad simbólica del ser humano, como su facultad más importante, pues es la capacidad integradora, unificadora, de las diversas dimensiones de la persona y de lo real, tanto racionales como metarracionales, permitiendo así, gracias a esta capacidad, la realización del mayor anhelo del corazón humano: la integración, la unificación, la comunión con lo real.

La desvalorización de la imaginación creadora ocurrida en la modernidad había encerrado al ser humano en la razón, en la mente. El racionalismo de Occidente había marginado a la mística y nos había desconectado de la existencia (lo que está más allá de la conciencia). Incluso en el ámbito religioso el mensaje cristiano se había convertido en una ideología dogmática más que en una experiencia. Era pues muy necesario recuperar esta dimensión imaginativa y simbólica si queríamos recuperar la mística y vivir nuestra espiritualidad de una manera real y no solo mental.

Ahora bien, la revalorización de la imaginación y del simbolismo puede llevarnos, no a la experiencia espiritual real, sino a experiencias espirituales que no transcienden el universo mental imaginario, desconectadas de la existencia real.

La imaginación no puede desvincularse de la razón y de la existencia histórica, si realmente quiere ser simbólica y no solo imaginaria. Lacan ha diferenciado muy bien en la conciencia entre el “registro” de lo imaginario (cuando la imaginación se encierra en sí misma, desconectándose de la razón y de la realidad existencial, de un modo narcisista- identificando lo real con lo imaginario-), del registro de lo simbólico (cuando se conecta la imaginación, la razón y la existencia, integrándose todas estas dimensiones) que nos saca del narcisismo y nos abre al encuentro con el otro, con la realidad, sin reprimir nuestra interioridad (imaginación, afectividad). El símbolo que solo se entiende como una realidad imaginaria (arquetípica) se convierte en un ídolo, no en un icono que transparenta lo real. El lenguaje, la razón crítica, es lo que hace que el símbolo no nos encierre en un mundo mental autocentrado que el psicólogo jesuita, Luigi Rulla, llama adictivo, de “a-dicto”, es decir, no dicho, sin lenguaje, sin razón crítica que saque al símbolo de su encerramiento en el ámbito imaginal).

Paul Ricoeur ha corregido aquellas visiones del símbolo que lo entienden solo como algo propio del ámbito de la imaginación. Distingue así en el símbolo tres dimensiones:

  • Una dimensión arquetípica, que él denomina cósmica.
  • Una dimensión afectiva, que denomina onírica.
  • Una dimensión interpretativa, que tiene que ver con el lenguaje y con la razón, abriendo la dimensión de la imaginación al encuentro con el otro, con lo real.

En Ricoeur como en Heidegger o en Levinas, el lenguaje es mucho más que un instrumento para transmitir contenidos (incluso aunque estos contenidos sean suprarracionales), es un medio para encontrarse con el Otro, con el Ser, con la realidad más allá de nuestra conciencia. La imaginación con sus arquetipos amplía nuestra conciencia para que pueda reconocer la existencia de una dimensión que la transciende, el Ser.

En la actual recuperación de la dimensión imaginal que se está dando en la espiritualidad occidental, hay un peligro de encerrar la espiritualidad en lo imaginario, en una conciencia que se concibe como el fundamento de la realidad.  De este modo, solo pasaríamos de una espiritualidad demasiado racionalista a una espiritualidad de tipo gnóstico, que no es capaz de sacarnos de la conciencia hacia el ser- hacia el otro-,  y que, por ello,  es profundamente narcisista.

Este peligro no es una mera especulación teórica, hoy muchos de los discursos en torno a la espiritualidad tienen un reconocible sabor gnosticista. No es raro que los difusores más populares de la espiritualidad expresen la convicción de que la mística es igual al gnosticismo o al esoterismo (una experiencia básicamente interior y del ámbito cognitivo, más allá de la razón, pero encerrada en la conciencia, sin darle valor al Ser ni a la existencia, que se considera irreal o muy poco real).

Frente a estas visiones intimistas y gnosticistas, la tradición profética judeocristiana ha enfatizado la necesidad de vincular la ética y el símbolo (el culto), una vida simbólica desconectada de la existencia ética es una idolatría, como denunciaron los profetas bíblicos y el mismo Jesús. Los primeros cristianos emplearon términos profanos y laicos para expresar su espiritualidad (el mismo término liturgia es un término laico, significa: servicio a favor del pueblo) para evitar esta minusvaloración de la historia por parte de las espiritualidades precristianas. Añadieron, al símbolo, la dimensión utópica; el símbolo estaría llamado a ser vivido en la historia (no a sacarnos de la historia). Como ha enseñado E. Bloch, el término utopía hace referencia a dos conceptos: “eu- topos” (el mejor lugar) y “u-topos” (no-lugar). La utopía es el símbolo del “lugar mejor” (más justo y humano) que todavía no es, por el que debemos trabajar y comprometernos, es la dimensión histórica del símbolo, esencial, si queremos que el símbolo no se convierta en ídolo. La utopía es un lenguaje laico que sirve para expresar el mensaje central del cristianismo: trabajar por construir el Reino de los cielos, dentro y fuera de nosotros, en la historia y más allá de ella.

Bienvenida sea pues esta recuperación de la imaginación creadora y del símbolo en el camino espiritual actual y, a la vez, sepamos discernir los peligros que hay en muchos de los discursos que revalorizan la imaginación y el símbolo hoy, pues no son, sino otro modo de reprimir el carácter liberador que debe tener el símbolo, encerrándolo en el ámbito de lo imaginario, para que no produzca cambios sociales externos que amenacen al sistema injusto y sus beneficiarios.

Una Mística Laica para dar a luz un nuevo Humanismo Integral, basado en la libertad y el amor

La conveniencia de salir de una cultura fragmentada o reduccionista, que se correlaciona con una sociedad injusta, es una de las reivindicaciones de los más lúcidos analistas contemporáneos (p. e. R. Panikkar, Maritain, Mounier, Berdiaeff, Garaudy, Ken Wilber, Edgar Morin…). La alternativa a esta cultura y sociedad fragmentada/reduccionista es lo que podríamos llamar el humanismo integral (que tiene en cuenta todas las dimensiones de la realidad y que hoy ha de intentar integrar las diversas perspectivas y conocimientos- antiguos y moderno, occidentales y no occidentales- en su cosmovisión).

Las sociedades premodernas son ejemplos de sociedades y culturas integrales, por ejemplo, en Occidente encontraríamos una referencia de sociedad integral en la llamada Edad Media. En estas culturas y sociedades integrales la espiritualidad es una dimensión esencial, pues es precisamente la capacidad (y la región de lo real) que permite integrar las diversas dimensiones, a la vez, que transcenderlas, sin reducirse a una de ellas. Por ello, estas sociedades integrales enfatizan la dimensión espiritual o transcendente, esa capacidad de salir de sí mismo que tiene el ser humano, para entrar en regiones más allá de lo mental o corporal y acceder al Misterio, una dimensión de lo real radicalmente otra con respecto a lo que el hombre es y conoce, que fundamenta toda realidad.

Uno de los peligros que acecha a estas culturas y sociedades que enfatizan la dimensión transcendente es minimizar la dimensión inmanente (el mundo del hombre), cayendo en formas autoritarias y perdiendo así su capacidad de integración. Es decir, dejando de ser integrales. Por eso, las sociedades integrales han de ser renovadas cada cierto tiempo con un impulso humanista, que ponga énfasis en la dignidad de lo humano, son los renacimientos humanistas que son necesarios para que estas sociedades no se pierdan en formas autoritarias. Como dice Jacques Le Goff el renacimiento y la Edad Media son dos momentos de la misma realidad cultural (a diferencia de lo que creen tradicionalistas o modernistas), pues contraponer la modernidad a la tradición es un error reduccionista que no puede dar lugar a sociedades integrales que tienen que tener la unidad pluridimensional (no uniformidad) de las culturas tradicionales y la libertad moderna, como base fundamental.

Existe una espiritualidad de tipo tradicionalista o de tipo Nueva Era, que confunde la apertura a la transcendencia con la desvalorización de lo humano o de la libertad. En realidad, suele ser una espiritualidad “gnosticista”, de tipo “mentalista o “consciencialista”, que tiende a reducirlo todo a la conciencia, cayendo así en un inmanentismo espiritualista (que confunde con la trascendencia), pues al reducirlo todo a la consciencia , se cierra a la alteridad, es decir a la verdadera transcendencia. Sobre este tipo de espiritualidad, ya sea de corte tradicionalista o postmoderno, no es posible construir una sociedad verdaderamente basada en la libertad y el amor (pues éstas exigen la transcendencia- respeto y apertura al otro-, no el inmanentismo- ver la realidad como cerrada a un único principio que niega el respeto adecuado a cada realidad diferenciada).

Existe un humanismo que se cierra a la transcendencia, suele basarse en una antropología que enfatiza la razón o el intelecto como lo más destacado en el ser humano. Estos humanismos no pueden ser integrales, pues no se abren a la transcendencia (a la espiritualidad sana). El humanismo que puede animar una cultura integral, ayudándola a no ser autoritaria, es el humanismo que pone a la libertad como centro de lo humano, entendiéndola, más que como capacidad de elegir, como la huella del Misterio en nosotros, la capacidad de abrirnos al otro (al prójimo, a Dios), una libertad transcendente y relacional. Este humanismo puede ayudar a superar el logocentrismo, patriarcalismo, antiecologismo y economicismo materialista de nuestras sociedades.

Un humanismo integral, es un humanismo que enfatiza de modo sano la libertad relacional y la pluridimensionalidad de lo real, es decir, que incluye la dimensión espiritual, entendida como transcendencia (capacidad de salir de mí mismo). Los grandes acontecimientos culturales de la humanidad han nacido de la construcción de sociedades basadas en experiencias integrales de este tipo. Las culturas entran en decadencia (se deshumanizan) cuando se pierde esta integralidad o se pierde o devalúa la libertad relacional. Las vanguardias que renuevan estas sociedades o fundan nuevas culturas cuando entran en decadencia las anteriores, son los/las monjes/as y lo hacen normalmente desde las bases y los márgenes de la sociedad ya decadente (separándose física o mentalmente de las sugestiones sociales alienantes de las sociedades de este tipo).

Monje es aquel que busca la unidad, el centro integrador, como fin principal de su vida, movido por un profundo deseo de libertad y amor, de libertad relacional. El monje como decía Evagrio Póntico, se separa de todos para estar unido a todos. Se separa de las sugestiones del grupo para poder descubrir su verdadero centro, que lleva a una verdadera relación auténtica con los demás. Monje es el arquetipo del místico y la mística.

En Cristianía seguimos la visión de Raimon Panikkar que descubrió que el monacato es un arquetipo presente en todo ser humano, pues en toda persona hay un deseo de unificación y comunión, y esa es su dimensión monástica. Por eso, las tradiciones monásticas pueden ayudarnos a todos a humanizarnos. Creemos además que es necesaria la presencia de monjes y monjas, personas que ponen como fin principal de su vida la unificación y la libertad relacional, en especial, en estos momentos en que corremos el riesgo de que las sociedades sigan deshumanizándose y caigan aún más en el reduccionismo, para ayudar a fundar sociedades y culturas integrales y libres, haciéndolo desde las bases.

El monacato institucional actual está en gran medida incapacitado para realizar esta labor que hoy demanda la situación (colaborar en humanizar y hacer más integral nuestra sociedad y cultura), por estar demasiado contaminado de prácticas autoritarias, desconfiar de la libertad y no cuidar adecuadamente de los derechos de las personas. Evidentemente no en todos los casos es así (ni con la misma gravedad), pero es verdad que es demasiado frecuente la ausencia de auténtica sensibilidad humanista en las prácticas monásticas actuales, así lo han señalado Raimon Panikkar (monje laico) o Thomas Merton (monje institucional). Es necesario humanizar el monacato y es a eso a lo que llamamos un monacato laico: un monacato integral y humanista.

El Monacato laico o monacato humanista, es una mística laica que intenta recuperar la autenticidad del arquetipo monástico (la unificación) enfatizando la dimensión humanista, más que la dimensión “transcendentalista” (poner énfasis en la dimensión transcendental) , pues es la dimensión que menos desarrollada tiene el monacato tradicionalista institucional actual.

Panikkar señalaba nueve aspiraciones del viejo monacato tradicional, que el monacato laico ha de integrar y transcender:

1.-   abrirse a la aspiración primordial…

2.-   primado del ser sobre el hacer y el tener…

3.-   el silencio por encima de la palabra…

4.   la madre tierra antes que la comunidad de los hombres…

5.   la superación de los parámetros espacio-temporales…

6.-   conciencia transhistórica antes que compromiso histórico…

7.-   plenitud de la persona más allá del individuo…

8.-   primado de la santidad…

9.-   memoria de la realidad última y su constante presencia…

El viejo monacato quería logar la unificación por medio de la renuncia a lo que considera superficial, tiende a rechazar lo profano, lo humano, lo temporal… el nuevo monacato busca la sencillez por la integración, no renunciar a nada que no sea negativo, alcanzar la simplicidad por integración. Por ello, el nuevo monacato une a las viejas aspiraciones, otras nuevas que las completen:

1.- Primacía de la persona.

2.- Unión de contemplación y acción.

3.- Equilibrio de Silencio y Palabra, primando el diálogo

      y la escucha.

4.- Comunión con la Naturaleza y los otros seres humanos

5.- Superar el progresismo radical y el reaccionarismo.

6.- Vivir la “tempiternidad” (eternidad en el tiempo)

7.- Sencillez por integración de las potencialidades.

8.- Compromiso con el Mundo desde la Verdad y el Amor (Noviolencia)

9.-   Hermandad Universal, Caridad en especial hacia los que son más excluidos.

Cristianía quiere ser un instrumento para favorecer el desarrollo del nuevo monacato, la nueva mística, en quienes se sientan llamados a ello. Ayudar a ir favoreciendo la formación de monjes y monjas laicos que quieran vivir ya lo que anhelan en lo profundo de su corazón y para ir acrecentando en la sociedad la presencia del monacato transformador que pueda dar cauce a esta aspiración social: el renacer de una sociedad integral fundamentada en la libertad y el amor.

Cristianos frente al coronavirus: más allá de apocalípticos e integrados

En 1964 Umberto Eco escribía el libro “Apocalípticos e integrados” sobre la cultura contemporánea y establecía dos actitudes básicas frente a ella: la de los “apocalípticos”, que la rechazan de un modo u otro, y la de los “integrados”, que tienden a ver solo, o predominantemente, los aspectos positivos de la misma.

Creo que estas dos categorías (sabiendo que son reduccionistas, claro) nos pueden ayudar como instrumentos conceptuales para analizar las actitudes y reflexiones que estos días podemos encontrar frente a la crisis del coronavirus. Estableceré también tres perspectivas desde las que entiendo que se hace el análisis o se ve la realidad:

  • El humanismo (por tal aquí me refiero a la perspectiva que no tiene en cuenta la dimensión religiosa o espiritual).
  • La espiritualidad (es la perspectiva que tiene en cuenta la dimensión espiritual pero más allá de las religiones, bien por considerarse laica o por considerarse esotérica o suprarreligiosa)
  • La religión (la perspectiva que se hace desde la visión, teísta o no, que hace referencia al encuentro con el Misterio, que se manifiesta en una hierofanía, al que se responde con prácticas diversas, instituciones colectivas, una ética y una cosmovisión espiritual determinada).

Una vez analizadas las diversas expresiones actuales de estas perspectivas respecto a la actual situación, intentaré reflexionar sobre cuál es la propuesta y perspectiva cristiana, que creo puede integrar lo mejor de estas propuestas, a la vez que aportar su novedad propia.

Desde el punto de vista de los discursos humanistas actuales podemos encontrar tanto la perspectiva integrada como la apocalíptica. Los humanistas “integrados” parecen entender la actual situación como una crisis puntual que hay que gestionar adecuadamente; no creen que nos plantee un cuestionamiento en profundidad de la sociedad y cultura actual sino un problema  accidental que hemos de superar para regresar a nuestro estilo de vida.

El humanismo “apocalíptico”, sin embargo, anhela que la crisis actual sea un factor de transformación de esta sociedad, si bien, no aborda la necesidad de recuperar la dimensión espiritual como algo esencial en el cambio que plantea.

La espiritualidad “integrada” ve en la actual crisis un paso hacia un nuevo desarrollo que salvará a la actual cultura y sociedad, desarrollo que lleva a una mayor plenitud, al incluir de modo claro la dimensión espiritual de un modo nuevo. Promueve pues discursos que quieren poner el acento en lo positivo de la situación.

La espiritualidad “apocalíptica” no cree salvable la cultura y sociedad actual por su materialismo e injusticia, pone el acento en dejar de buscar mejorar la actual sociedad y centrarse en las prácticas espirituales personales como camino para dar lugar al nacimiento de una nueva (o vieja) cultura ya claramente espiritual después de que esta cultura actual se venga abajo.

La religiosidad “integrada” promueve el acentuar y regresar a las formas actuales y mayoritarias de practicar la religión como fórmula de sanación de la sociedad, la cultura y, en ocasiones, de la propia enfermedad. Hemos asistido en algunos países musulmanes y cristianos a irresponsables procesiones o reuniones religiosas multitudinarias como “remedio” contra la enfermedad.

La religiosidad “apocalíptica” ve en la crisis actual un efecto de la “ira de Dios”, un castigo debido a la corrupción de la sociedad y de las propias religiones. En ocasiones, se buscan chivos expiatorios a los que culpar (homosexuales, ateos, progresistas religiosos, minorías diversas…).

El cristianismo es el camino religioso que nos reveló Jesús, el camino del Amor a Dios, a la naturaleza y a las personas. El Amor cristiano no es una mera emoción, incluye la consciencia de Dios y de la dignidad de los otros, imágenes de Dios, la responsabilidad frente a ellos y la voluntad de contribuir con la oración y la acción al bien de los seres humanos y la creación. La práctica del Amor integral afectivo y efectivo.

Fundamentados en el anhelo de vivir desde ese Amor, el cristianismo puede aprender de los discursos y actitudes anteriores, así como integrarlas, transcendiendo las limitaciones de sus perspectivas.

Con el humanismo “integrado” los cristianos verán esencial la colaboración efectiva y práctica de todos con una gestión eficaz para paliar el sufrimiento que esta crisis ha traído. Ahora bien, frente al humanismo “integrado”, los cristianos van a recordar la necesidad de abordar cambios en nuestra cultura y sociedad, que la humanicen. No estamos simplemente ante un problema de gestión, sino de defensa de la dignidad humana en todas sus dimensiones. La economía o la salud no pueden ser excusa para dañar la dignidad humana anteponiendo la economía a las personas o usando la emergencia sanitaria para justificar prácticas autoritarias. La empatía, la compasión, la solidaridad, la dignidad humana, son también esenciales.

Los cristianos compartirán con el humanismo “apocalíptico” la necesidad de cambiar muchas cosas en nuestra cultura y sociedad y la conciencia de la oportunidad que esta situación puede darnos para ello. Ahora bien, recordará que sin tener en cuenta la dimensión central de la espiritualidad (dimensión que va más allá de lo religioso) los cambios serán superficiales e ineficaces en profundidad. Es pues necesario, además del compromiso con la transformación efectiva de la sociedad, el cultivo de la dimensión espiritual, la oración, la meditación, etc…

Los cristianos comparten con la espiritualidad “integrada” la visión de que es posible encontrar muchos elementos espirituales (a veces no se llaman así) en la cultura actual y que hay que trabajar para potenciarlos, siendo este crisis un reto para ello. El cristianismo quiere contribuir a construir y humanizar en profundidad nuestra cultura y sociedad, aprendiendo también de ella muchas de sus aportaciones espirituales, es decir, no  quiere condenar ni a abandonar la sociedad a su suerte como hacen los tradicionalistas. Ahora bien, también ejerce una función profética que recuerda el sufrimiento real de tantos en nuestra sociedad, así como su materialismo y superficialidad. No hay espiritualidad si no hay compromiso efectivo para evitar la injusticia y el sufrimiento y para ello, el primer paso es no negarlo, como parece hacer cierto discurso “positivista”. La espiritualidad hoy debe estar comprometida con el cambio del modelo social actual (no simplemente con el mantenimiento de lo que hay, pues lo que hay muchas veces está enfermo).

El cristianismo coincide con la espiritualidad “apocalíptica” en la necesidad de abrirse a la Gracia para poder dar una verdadera respuesta humanizadora y espiritual a la crisis. Esto supone rechazar corrientes materialistas que tienen mucho peso en la sociedad. Ahora bien, no cree que solo se puede salir de esta crisis “por arriba”, es necesario “mancharse la manos” y cuidar todo lo positivo de nuestro mundo. Una espiritualidad centrada solo en la práctica espiritual de una élite , que abandona a su suerte a sus hermanos pequeños considerando ya “irrecuperable” su situación, es un espiritualismo individualista afectado por una enfermedad moderna, por mucho que se disfrace de tradicionalismo. Sin ética y compromiso con la sociedad no hay Amor.

Por último, el cristianismo, como religión que es, nos animará a dar valor al camino religioso como hace la religiosidad “integrada”; es verdad, que toca reconocer el enorme valor y profundidad del camino religioso, así como la validez humana y espiritual de sus prácticas. Ahora bien, frente al discurso de una religiosidad centrada en sí misma y en su propia validez, el cristianismo señalará la importancia de cambiar muchas de las actuales rigideces en las instituciones religiosas y que son un escándalo. Además, recordará el carácter de servicio al mundo de las religiones, así como su necesidad de aprender del mundo, como señala el Vaticano II, la necesidad de que sean humildes. Mantener el respeto a la legítima autonomía de los diversos ámbitos sociales y reales es un mensaje evangélico esencial. La ciencia, como la medicina en la actualidad, tiene su espacio muy valioso para abordar la crisis actual y no puede ser “invadido” ese espacio por una religión llena de soberbia.

Por último, el cristianismo comparte con la religiosidad “apocalíptica” su denuncia del pecado y la injusticia que se viven en la sociedad y las religiones actuales también y que “claman al cielo”, pues causa daño a las personas y, por ello, a Dios, que no es un Dios impasible al sufrimiento humano, sino volcado en remediarlo. Ahora bien, frente a esa religiosidad que da una imagen de Dios justiciero, opone el Dios de Jesús, Padre y Madre, amoroso, que siempre está contra el mal y promoviendo el bien y el amor. Ese Dios que está en todos los enfermos alentándoles y en todos los que cuidan de ellos y  se comprometen en mejorar la situación de todos. Un Dios Amor que combate el miedo y la culpa tóxicas, promoviendo la conciencia, la responsabilidad y la solidaridad.

Cristianía: Un cristianismo laico, humilde y sin complejos, abierto a tod@s

Cristo, el buen pastor

Vivimos tiempos que algunos llaman postcristianos, en los que aparentemente el cristianismo sigue siendo influyente en nuestra sociedad, si bien, en la práctica, la experiencia espiritual cristiana parece hoy en clara recesión.

Se percibe un renacer del interés por la espiritualidad, a la vez que una cierta desconfianza o desconocimiento de las tradiciones religiosas, en especial, de la tradición cristiana.

Ya en otros post he señalado el error de reducir la religión a una simple forma externa de vivir la espiritualidad adscribiéndose a las normas de un colectivo, haciendo de la religión una forma superficial de espiritualidad. Esto es lo que Panikkar llamaba el «religionismo» (reducir la religión a la pertenencia a un colectivo social). La religiosidad, al contrario, es una forma profunda de vivencia espiritual, que constituye una posibilidad presente en todo ser humano: es la vivencia relacional de la espiritualidad (religión como decía Zubiri tiene que ver con la experiencia de religación con lo real, sin fusionarse ni fragmentarse, la forma más profunda de vivencia espiritual, llamada nodualidad en Oriente o experiencia de la Trinidad en el cristianismo).

La experiencia religiosa en su forma relacional nace de manera explícita con la tradición abrahámica que supuso una novedad respecto a las religiones anteriores, pues como decía Mircea Eliade:

«los hebreos fueron los primeros en descubrir la significación de la historia como epifanía de Dios, y esta concepción, como era de esperar, fue seguida y ampliada por el cristianismo«.

En las religiones arcaicas y antiguas, las realidades del mundo no tenían valor en sí mismas, se veían solo como correspondencias de arquetipos espirituales que serían las realidades verdaderamente valiosas. La pluralidad era vista como una realidad inferior. Con la llegada de la tradición judeocristiana las realidades mundanas (pluralidad) adquieren valor en sí mismas, además de estar abiertas a la relación con el Misterio, surge así la visión espiritual relacional (nodual relacional). El ser humano toma conciencia del valor de las realidades históricas- la pluralidad- (incluido él mismo), abriéndose al pensamiento relacional (nodualidad relacional) y ampliando su conciencia ética para cuidar también de esas realidades en la historia.

El ser humano arcaico intentaba huir de la historia a través de prácticas espirituales, ritos y mitos que le devolvían a un «tiempo original» (ahistórico) al que buscaba regresar fusionándose (perdiendo su realidad histórica) con ese mundo arquetípico; la nueva experiencia religiosa buscará vivir también en la historia la experiencia espiritual, para hacer de esa historia un lugar más humano (y más divino). Es una experiencia espiritual más plena que integra el deseo de unidad que fundamentaba la experiencia espiritual anterior, sin desvalorizar las realidades históricas (la pluralidad), transcendiendo la tendencia monista anterior. No es una experiencia espiritual ahistórica sino una experiencia de «tempiternidad«, eternidad en el tiempo, que hace de la historia un lugar de «salvación» y no un obstáculo o algo negativo en sí misma.

Así, con Abrahán nace una nueva experiencia religiosa que integra y transciende las experiencias religiosas anteriores: la experiencia de la fe. Como explica Mircea Eliade:

«Abrahán inaugura una nueva dimensión religiosa: Dios se revela como personal, como una existencia “totalmente distinta”… para quien todo es posible. Esa nueva dimensión religiosa hace posible la “fe” en el sentido judeocristiano».

La experiencias religiosas anteriores no se basan en una relación personal con el Misterio sino en una concepción más de tipo impersonal o transpersonal, la práctica espiritual tiene un valor en sí misma, es un acto en cierto sentido «científico – («gnóstico») – espiritual» de acuerdo a una cosmovisión diferente a la de la ciencia moderna. Con esa práctica se busca que las «energías» que salieron de la dimensión divina hacia el tiempo, regresen a esa dimensión. No se pone en el centro la relación personal (la dimensión relacional) sino la correcta práctica espiritual. Como decía el teólogo Jean Danielou, estás prácticas espirituales antiguas «son esencialmente un esfuerzo por defender, contra la acción destructora del tiempo, las energías primitivas«.

La fe incluye esa dimensión de unificación con el Misterio, si bien, sin perder de vista la dignidad personal del ser humano, que no es una simple manifestación «caida» de un arquetipo al que ha de volver, sino una realidad valiosa en sí misma – en su unicidad-, que por ello ha de colaborar libremente respondiendo en la historia, con todo su ser, a la autocomunicación de Dios (fe).

El cristianismo llevará a la plenitud esta nueva experiencia religiosa. El judaismo tiene una visión que limita la Historia de la Salvación a la Torá, la práctica de la Ley es la respuesta en la Historia a la autocomunicación de Dios, la respuesta en la historia que no sigue de algún modo los preceptos de la Torá queda fuera de la Historia de la Salvación. Igualmente podría decirse del Islam, si bien, el islam ha ampliado el ámbito de la Ley (Sharía) más allá de un pueblo concreto.

Con el Misterio Pascual, centro de la fe cristiana, es decir, la encarnación, la cruz y la resurrección de Cristo en la historia, se produce la «kenosis» o «abajamiento» de Dios que rompe los esquemas religiosos anteriores. El Misterio se hace persona, no doctrina ni moral ni Ley y el encuentro con la persona de Cristo en la historia libera de la idea de retribución (salvación en la historia mediante el cumplimento de una «ley» o una «ética o ciencia») y abre la Gracia a todos, en especial, a aquellos que sepan ver a Dios en lo débil, lo aparentemente no importante para la vieja mentalidad religiosa (se rompe con la idea de la retribución que atribuye el «éxito» o «fracaso» en la vida al cumplimiento o no de los «mandatos» de Dios, todos somos salvados por la Gracia y no nos «autosalvamos»). Si el judaismo reservaba la salvación en la historia al final de los tiempos, cuando con la llegada del Mesías todo el tiempo se haría sagrado, el cristianismo reconoce en la llegada del Mesías Jesús, la llegada de la Gracia a todos ya en la historia (prolepsis- adelantamiento de los tiempos finales en la figura de Cristo) si nos abrimos al mensaje de Gracia de Jesucristo.

El cristianismo rompe los esquemas religiosos antiguos, integrando lo esencial de los mismos- búsqueda de unión con el Misterio- transcendiendo sus rigideces- minusvaloración de la historia-. Con la Encarnación Dios se revela débil, vulnerable (según los viejos esquemas) y en la Cruz se pone del lado de los pobres, los marginados, los que sufren… por Amor al ser humano, viviendo la experiencia humana hasta los aspectos más oscuros. Con la Resurrección la Gracia inunda la historia más allá del propio cristianismo. El Espíritu transciende la propia iglesia visible si bien ésta sea necesaria, precisamente, para ser signo e instrumento de la realidad de este Espíritu «que sopla donde quiere».

Toda esta visión es radicalmente novedosa y escandalizará a los paganos del momento (seguidores de los restos de la Tradición Primordial), recordemos, por ejemplo, las críticas del griego Celso a los cristianos, señalando que su doctrina es diferente a la Tradición Primordial, que él cree la tradición más plena y de la que el cristianismo sería una falsificación:

  1. Dice Celso que creen los cristianos que Dios y la historia no son incompatibles. Algo que el viejo paganismo por su aversión a la historia veía como imposible. Desde el paganismo Celso se opuso al Misterio de la Encarnación, pues era una novedad para la vieja tradición (era demasiado «secularizador» para su mentalidad que rechazaba la historia- lo secular). Así dirá Celso:

«Dios es bueno, bello, feliz y está en lo más bello y perfecto. Si tuviese que descender a los hombres, debería cambiar de lo bueno a lo malo, de lo bello a lo feo, de la felicidad a la infelicidad, de lo perfecto a lo imperfecto. ¿Quién desearía tal cambio?»(IV, 14)

2) Del rechazo de la historia deriva también la incomprensión pagana de la Resurrección, pues lo histórico es para el viejo paganismo algo negativo.

«La carne, empero,llena de cosas que no fuera ni decente nombrar, Dios no querrá ni podrá hacerla inmortal (V, 14)».

3) Por último, la vieja mentalidad pagana es muy clasista, no reconoce la dignidad de todo ser humano y le resulta incomprensible el Misterio de la Cruz, en el que Dios se pone de parte de los pobres- visibilizando el carácter «gratuito» y no «retributivo» de la salvación- para salvar a todos por Amor. El cristianismo descubrirá la dignidad de todo ser humano, frente a las teorías de las castas antiguas, que pretendían que había diferentes grados de dignidad humana. Las consecuencias sociales del cristianismo no pasaron desapercibidas a las élites privilegiadas del Imperio (De hecho, muchos de los críticos paganos del cristianismo advertiran del peligro político que la mentalidad «democratizadora» cristiana tenía para los privilegiados del Imperio). Así expresará el pagano Celso su clasismo:

«Pues qué personas son dignas de su Dios… pueden convertir únicamente a los necios, a los innobles, a los insensatos, a los esclavos, a las mujeres y a los niños [III, 44] «porque son incapaces de convertir a alguien realmente bueno y justo» (III, 65 a). Ningún hombre prudente creerá en esa doctrina, asqueado por la muchedumbre de los que la abrazan» (III, 73 b)».

Conocer cómo era el viejo paganismo creo que puede ayudar a salir de la idealización que muchos hacen de él, en estos tiempos en los que está de moda denostar el cristianismo (sin negar las sombras que también en el cristianismo se han dado).

La novedad religiosa cristiana supone superar visiones intimistas de la espiritualidad. La experiencia espiritual no es solo una experiencia interior o de cambio de conciencia. Es una experiencia de transformación integral del ser, interna y externa, histórica y suprahistórica, humana y divina, gratuita y necesitada de acción, de praxis, personal y a la vez comunitaria y social o política… Por ello, dentro de la propia novedad de la experiencia espiritual cristiana está la necesidad de la Iglesia y del sacerdocio, como sacramentos de la Gracia en la historia que permiten el encuentro también «sensible» y no solo interior con el Misterio, manifestado en Cristo. El cristianismo como espiritualidad relacional por excelencia necesita de las mediaciones para que la experiencia cristiana se pueda vivir en plenitud, necesita pues de la Iglesia (mediación para el mundo) y del sacerdocio (mediación para la comunidad) además de la experiencia interior e inmediata. De ambas.

Ahora bien, las mediaciones en el cristianismo como la iglesia o los sacramentos no tienen el mismo sentido que en las religiones antiguas. No son sacralizadas perdiendo su realidad limitada ni reducidas a meras instrumentos sin valor en sí mismos y prescindibles.

La mediación solo se entiende si se accede a la perspectiva nodual relacional, el mediador no es distinto de las realidades a las que media (tiene realidad en sí mismo más allá de la función de mediación, con valores y límites) y, a la vez, está abierto a una realidad mayor que fundamenta su necesidad. Es diferente del intermediario, nos recordará Panikkar, que en realidad se mantiene como una realidad separada de las realidades para las que realiza la intermediación y que en sí mismo pierde su valor en favor de su función. Las viejas religiones entendían el símbolo y el sacerdocio más como intermediación (realidades fuera de la historia, sacralizadas) que como mediadores (necesarias pero limitadas).

Esta visión supone que ni la iglesia ni el sacerdocio ministerial pueden ser eclesiocéntricos (centrados en sí mismos), son sacramento del Espiritu de Cristo extendido por toda la tierra, también presente en las otras tradiciones espirituales sanas; ni tampoco son meros instrumentos prescindibles, pues sin ellos, que hacen «sensible» la Gracia (sin acapararla), la experiencia cristiana no se daría en forma plena.

La nueva manera de vivir las mediaciones en el cristianismo queda muy bien reflejada en el proceso de «iniciación» cristiana. La iniciación cristiana es diferente de la iniciación tal como se entendía en la religiones anteriores. En las viejas religiones la iniciación transmitía una «energía espiritual» que permitía «regresar» a la divinidad o el Misterio; sin ella, era imposible acceder a esas dimensiones superiores.

En el cristianismo, que se basa en una experiencia espiritual que integra y transciende las experiencias anteriores, lo importante es la adhesión personal al Misterio (y luego a las verdades que él transmite) desde la libertad. Por ello, el proceso no comienza con un rito, que nos transmite una «energía espiritual» para practicar determinadas técnicas espirituales que nos harán realizar nuestros estados más elevados. Como señaló el teólogo Karl Rahner, para el cristianismo, desde la Resurrección, la Gracia se revela presente en tod@s en su dimensión personal; como él decía, existe en el ser humano un «existencial sobrenatural» en el corazón de la persona, que le permite dar respuestas espirituales cuando desde su corazón dice «sí» plenamente al Misterio de la vida. La iniciación cristiana se basará en esta «capacidad espiritual de la persona».

El «proceso iniciático» cristiano comienza con un anuncio, el kerigma (Cristo ha resucitado), que pretende la adhesión del corazón, un encuentro personal que necesita de la colaboración libre de la persona (por ello, ella debe entender el mensaje no solo con la razón sino con el corazón, a través de un encuentro personal con el Misterio y no, simplemente, a través de la adhesión a una creencia).

Posteriormente, es necesaria la conversión, la práctica del seguimiento de Cristo en la historia, en la vida cotidiana; sería la práctica ética en la vida.

Por último, se celebra, lo que ya se vive en la vida ordinaria, en los sacramentos y en la liturgia. Sin fe ni conversión, los sacramentos carecen de toda efectividad real (al margen de que objetivamente sigan transmitiendo la Gracia). A su vez, los sacramentos no son un fin en sí mismos (como lo son los ritos antiguos) sino un instrumento y un signo de la Gracia que está en toda la realidad. El sacramento celebra y da plenitud a lo que se vive en la vida y, a su vez, ayuda a vivir en la vida lo que se celebra en la liturgia. Como vemos, es bastante diferente a los viejos conceptos religiosos, si bien, integra lo esencial de lo que los antiguos buscaban, pero le da plenitud. La Gracia no es una energía sino un encuentro personal con el Misterio en la historia, de ese encuentro nacerá esa energía.

Como señala Gianni Vattimo, el cristianismo supera la vieja visión metafísica de las antiguas religiones (una visión más monista que relacional)- si bien, la postura de Vattimo radicaliza en demasía esta idea-; el cristianismo es una religión que manifiesta la dimensión relacional de toda la realidad; sin negar la realidad del ser o la metafísica, no se considera al Ser como la realidad más profunda, ésta se sitúa en el núcleo del Ser que es el Amor y no el No- Ser o Supraser (como diría la vieja metafísica) que siguen siendo  una realidad no relacional y, por tanto, no la realidad plena . Esto supone que, cuando se vive en plenitud el cristianismo, éste no es eclesiocéntrico ni fundamentalista (creer que solo la propia tradición tiene la verdad). Desde los orígenes, los Padres de la Iglesia han hablado de las semillas del verbo en toda tradición sana. A la vez, tampoco es simplemente una tradición más.

La misión de un cristianismo, consciente de su carácter de religión de la relación, será poner a Cristo y su mensaje en relación con todas las tradiciones y con todas las realidades, sin que éstas pierdan su identidad, abriéndose a la enseñanza que éstas tienen, y sin que el cristianismo olvide su novedad. Contribuyendo con tod@s a la liberación de los seres humanos, en especial los que más sufren, los pobres y marginados… colaborando con Dios en la realización de Reino en la historia y más allá de ella.

Cristianía quiere ser un instrumento al servicio de un cristianismo y una espiritualidad de la relación, un cristianismo humilde, en cuyo seno puedan acogerse quienes no se sienten necesariamente cercanos a la institución (de ahí su énfasis en la laicidad- lo común a todos-) y, a la vez, un lugar para vivir la adhesión a la institución en claves relacionales, no fundamentalistas y radicalmente evangélicas.

En ambos casos, una red para ayudar a las personas a realizar la experiencia nodualista relacional (monástica) siguiendo las enseñanzas de Cristo y la tradición cristiana, contribuyendo a la construcción y crecimiento del Reino de liberación y amor en la historia.

La “confusión” de la espiritualidad con la dimensión psicológica en el “neoespiritualismo” contemporáneo


nueva era

Una de las señas de identidad de lo que podríamos llamar las corrientes de “neoespiritualismo” contemporáneo (pseudoespiritual en realidad), que tienen no poco éxito entre quienes tienen la pretensión de recuperar el valor de la espiritualidad en la cultura actual, es la confusión que manifiestan estas corrientes (y a la que llevan a sus seguidores) entre la dimensión psíquica y la espiritual, al confundir la espiritualidad, por ejemplo, con los estados psíquicos alterados de conciencia o con las funciones más elevadas de la mente como la atención o la metacognición.

 
La espiritualidad es, precisamente, la capacidad de salir de la dimensión psíquica, que tiene el ser humano; la capacidad de transcendencia o salida de sí hacia el misterio de lo real con el que entra en comunión. Es una experiencia de comunión con la realidad en plenitud: con uno mismo, con los otros, con el misterio (lo divino) y la naturaleza, realizada de modo intuitivo y cordial (en el “corazón”). Esta experiencia es lo que tradicionalmente se ha llamado fe, que es una experiencia y no una creencia, como se fue transmitiendo en las formas más rígidas de cristianismo (si bien, la creencia forma parte también de la experiencia de la fe, pues ésta se necesita expresar en contenidos, las creencias no son baladíes). La fe como experiencia transciende pues la fe religiosa, si bien, ésta sea una de las formas profundas de vivir la espiritualidad. Seguir leyendo «La “confusión” de la espiritualidad con la dimensión psicológica en el “neoespiritualismo” contemporáneo»

NECESIDAD DE UN MONACATO LAICO, EL MONACATO DE LA ESCUCHA

visitacion

Para Raimon Panikkar el monacato “es una dimensión de todo ser humano… la dimensión que busca la integridad, la unificación y la comunión entre todas las dimensiones de la realidad” .

 
Si históricamente se entendió lo monástico como algo restringido a las personas que estaban vinculadas a instituciones monásticas, hoy no se considera monopolio de los monjes institucionales, sino una invariante antropológica, un arquetipo presente en todo ser humano.

 
Para que las tradiciones espirituales monásticas puedan ser vividas fuera de los monasterios, es necesario que las formas tradicionales se abran y acojan a personas que no son, ni quieren ser, monjes institucionales. El monacato laico no puede nacer simplemente del deseo subjetivo y de la lectura de libros monásticos por quienes se sienten atraídos por el arquetipo monástico; necesita el contacto con personas que viven ese monacato.

 

 

CRISTIANÍA quiere ser un camino para vivir esa dimensión monástica presente en todos, de un modo laico y de inspiración cristiana, nacido del contacto real con el monacato tradicional.

 

 

El nuevo monje enfatiza la dimensión de integración más que la dimensión de renuncia, solo quiere renunciar a lo que no es éticamente aceptable, pero sabe del peligro de dualismo y elitismo de la vieja espiritualidad monástica e intenta evitar ese error.

 
De este modo, el nuevo monje, laico o institucional, vive las aspiraciones primordiales del arquetipo monástico, manteniendo lo esencial de ellas y, a la vez, viviéndolas de un modo más humanizado y equilibrado.

 

 

 

Nuevo modo de vivir las aspiraciones monásticas esenciales:

 
1) El nuevo monje desea comprometerse en la afirmación de la vida y de la dignidad de la persona.

 
2) Busca una acción contemplativa, prioriza más la diferencia entre el ser y el tener que entre el ser y el hacer.

 
3) Enfatiza la relación entre silencio y palabra. El silencio se puede corromper en aislamiento. El verdadero silencio es escucha, por ello, promueve el diálogo y la escucha.

 
4) Quiere vivir en comunión con la tierra y en comunidad con sus semejantes.

 
5) Quiere vivir la dimensión transhistórica en la propia historia.

 
6) Toma conciencia de la tempiternidad (lo eterno no está separado de lo temporal).

 
7) Busca el desarrollo de las potencialidades de la persona: vivir la integración del cuerpo, la afectividad (es posible un monacato en pareja) y el compromiso social.

 
8) Primado de la santidad, pero encarnándose en la secularidad.

 
9) Cuidado de lo pequeño y efímero, de lo vulnerable.

La espiritualidad más profunda siempre tiene una dimensión religiosa

 

manos rezando

El proceso de secularidad, que se caracteriza por la independización de muchas realidades que antes pertenecían al ámbito religioso, ha supuesto la legítima separación de la noción de espiritualidad de su identificación con la religión.

 

 

La espiritualidad, antes siempre ligada a lo religioso, se considera ahora una dimensión humana, que no necesariamente ha de vivirse de modo religioso. Esta dimensión, según Viktor Frankl, hace referencia a la existencia en el ser humano de una realidad más allá de lo meramente corporal o psíquico, la realidad del espíritu.

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Pensamiento Crítico, Espiritualidad y Democracia

PENSAR Y ESTAR COMPLETAMENTE VIVO SON LO

Desde ciertos discursos espirituales que se están poniendo de moda en nuestra época se nos lanza una continua llamada a “no juzgar” y a desconfiar del pensamiento. Pareciera que un signo de que alguien tiene una “experiencia espiritual” es que ya no necesita argumentar sus posiciones, simplemente las afirma desde su experiencia y está más allá del pensar, por lo que considera que quien emite juicios críticos y ejercita la capacidad de discernimiento está en el ego narcisista.

 
Estos discursos espiritualistas siguen anclados en la metáfora platónica que ve el conocimiento como una “salida de la caverna”; parece que esto se interpreta como que la verdad se alcanza solo a través de un proceso de interiorización progresivo, como si pudiésemos confiar en nuestra interioridad de un modo acrítico; eso sí, siempre y cuando superemos el pensamiento. Evidentemente hay una parte de verdad en esta posición, pero no podemos reducir la espiritualidad a este mensaje.

 

 

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¿UNA REVOLUCIÓN ESPIRITUAL NODUAL? PELIGROS Y PRECISIONES

campanasDesde hace tiempo vengo señalando con preocupación cómo se está difundiendo un discurso que se denomina nodual (que creo habría que denominar pseudonodual) y que en realidad es un discurso espiritualista monista que puede llevar al narcisismo espiritual.

 

No pretendo decir qué tipo de experiencia interior puede tener quien va difundiendo esos discursos pseudonodualistas, pues me parece que juzgar la experiencia personal de alguien es un juicio temerario; la persona no puede ser juzgada, lo que señalo es lo inadecuado de las expresiones utilizadas en estos discursos y las consecuencias, ni éticas ni equilibradas, a las que puede llevar creer cosas que, en resumen, vienen a decir: «solo existe la conciencia», «todo es uno», «el otro no existe», «el mundo es una ilusión», «el yo no existe», «la libertad personal no existe», «la mente no puede captar la verdad», «la religión es siempre dual», «lo que crees, lo creas», «lo que viene, conviene», etc…

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Cristianía: Una Mística Monástica para tod@s (Una Espiritualidad no-dual de la sencillez, el amor y el servicio)

La antigua sabiduría monástica tiene mucho que decir a las mujeres y hombres de hoy. ¿Por qué? Porque el monacato más que una realidad institucional (hoy en día marginal) es una realidad existencial, un arquetipo presente en toda persona. En todo ser humano se da un deseo de unificación o simplificación en torno a un centro, esta búsqueda sería la esencia del arquetipo monástico.

 

Monje es una palabra que proviene del griego y hacer referencia a mónos (Uno). Monje es, por tanto, toda aquella persona que busca la unificación como fin fundamental en su vida. No es necesario que esté en una institución que se denomine monástica, pues lo monástico supera las instituciones, por muy valiosas que éstas puedan ser. No son necesarios tampoco unos compromisos determinados, pues estos pueden ser muy variados (en las diversas culturas encontramos una gran diversidad de modos de vivir el monacato, hay monjes casados y solteros, contemplativos y centrados en la acción, eremitas o cenobitas, separados de la sociedad o en medio de ella…).

 

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