Pensamiento Crítico, Espiritualidad y Democracia

PENSAR Y ESTAR COMPLETAMENTE VIVO SON LO

Desde ciertos discursos espirituales que se están poniendo de moda en nuestra época se nos lanza una continua llamada a “no juzgar” y a desconfiar del pensamiento. Pareciera que un signo de que alguien tiene una “experiencia espiritual” es que ya no necesita argumentar sus posiciones, simplemente las afirma desde su experiencia y está más allá del pensar, por lo que considera que quien emite juicios críticos y ejercita la capacidad de discernimiento está en el ego narcisista.

 
Estos discursos espiritualistas siguen anclados en la metáfora platónica que ve el conocimiento como una “salida de la caverna”; parece que esto se interpreta como que la verdad se alcanza solo a través de un proceso de interiorización progresivo, como si pudiésemos confiar en nuestra interioridad de un modo acrítico; eso sí, siempre y cuando superemos el pensamiento. Evidentemente hay una parte de verdad en esta posición, pero no podemos reducir la espiritualidad a este mensaje.

 

 


Hannah Arendt describía la situación del ser humano actual como un “estar en la brecha”, es decir, sometido a las fuerzas contrapuestas de ideologías y poderes que presionan a la persona hasta colonizar su interioridad.

 
En el camino espiritual, según los mapas tradicionales, el principio del camino tiene que ver con la “conversión” o cambio de orientación. Un cuestionamiento de las sugestiones sociales recibidas, ejerciendo una labor crítica frente a los discursos espirituales y culturales del mundo que le rodea. La necesidad de “huir a la soledad” que expresa el monacato, poco tiene que ver con el aislamiento misántropo, sino con esa huida de las sugestiones sociales, familiares y personales para poder escuchar de verdad el propio corazón, como recordaba Thomas Merton.

 

 

 

El pensamiento crítico es pues el comienzo de todo camino espiritual, como sabían también los griegos pues hablaban del ejercicio de la filosofía (pensamiento crítico) como el inicio del camino de la sabiduría.

 

 

 

Los Evangelios, por ejemplo, nos relatan como Jesús antes de iniciar su misión comenzó realizando un discernimiento crítico frente a las tentaciones de Satanas en el desierto. Lo mismo podríamos decir de Buddha, que comienza cuestionando los valores recibidos que le mantenían encerrado en su palacio confortable. Hay muchos más ejemplos.

 
Ciertos discursos de espirituales de moda tienden, sin embargo, a proponer el “no juzgar” como premisa del camino espiritual. Y consideran a quien ejerce públicamente una labor de discernimiento de los peligros de estas posturas como alguien egoico y poco espiritual. De hecho, a veces, hay quien se asombra de que, a la hora de exponer un pensamiento personal, se comience por hacer una crítica a lo existente, cuando suele ser el proceso habitual en todo camino espiritual comenzar por el discernimiento crítico.

 
Hannah Arendt es quizá una de las pensadoras que más ha estudiado el peligro totalitario que se puede esconder detrás de la renuncia a pensar y juzgar. Como ella decía, la “banalidad el mal” tiene que ver con la pérdida o renuncia a la capacidad de juzgar y pensar críticamente, de modo que sin darse uno cuenta, consiente, permite o colabora en el mal.

 
Frente a esa dejadez, ella propone, “habitar en la brecha”, es decir, no dejarse llevar por esas fuerzas sociales contrapuestas que nos sugestionan, y ejercer el pensamiento crítico, no solo en lo personal sino también de modo público, como servicio a la democracia. Hoy las tendencias totalitarias de nuestras sociedades intentan que las personas se refugien en la privacidad buscando solo sus interese personales o apoyen socialmente los discursos de moda, que no están al servicio de sus intereses sino de los intereses de grupos o corporaciones. Mantener abiertos espacios de debate entre las personas, en las que éstas ejerzan su capacidad crítica de modo público, es esencial a las democracias.

 
No en vano lo que caracterizó a los primeros cristianos y que les llevó a ser perseguidos por los poderes de Roma, fue su “parresia” o libertad de expresión, denunciando públicamente la divinización del estado frente a la primacía de las personas y la injusticia de la esclavitud, entre otras cosas.

 
Ejercer la crítica públicamente es un servicio a la sociedad y a la democracia. Y no es sencillo. Exige virtud y valor. Frente a la crítica suele alzarse un reproche personal y colectivo que castiga al “disidente” de los discursos de moda. Para reprimir las críticas en el ámbito de la espiritualidad se suele poner como primacía la idea de paz y armonía para desaconsejar toda crítica y decir que ésta es egoica.

 

 

Frente a ese uso acomodaticio del concepto de paz, creo que conviene recordad que la idea de paz tiene tres orígenes en nuestra cultura, según lo recuerda Moises Mato, experto en noviolencia:

 
– un origen latino, la pax romana, la paz al servicio del poder de turno, la que llevó a la muerte a Cristo. No puede ser un valor por encima de la capacidad crítica.

 

 

Un origen griego, la Irene griega, es la paz interior o serenidad, que cuando se degrada reprime toda crítica que pueda sacar a la persona de su confort espiritual o social. Puede ser una potente forma de alienación.

 

 

Un origen judeocristiano, el Shalom, la paz unida a la justicia. Sin justicia, y esta supone discernir y juzgar acciones y discursos, no hay paz que valga. Sin justicia, la paz es tóxica.

 

 

Ahora bien, generar espacios de debate supone también mantener estos espacios como espacios seguros, es decir, en los que las personas son respetadas siempre. Las actuales tertulias políticas son ejemplo de corrosión de la democracia por su falta de respeto a las personas. Una cosa es criticar acciones y discursos y otra juzgar las intenciones o el equilibrio emocional de quien emite una crítica. Esto se llama agresión y violencia.

 

 

Un rasgo narcisista es confundir las críticas a un discurso o actuación con las críticas personales, hay quien está tan identificado con su pensamiento, que cree que es un ataque personal el que se critique parte de su discurso. En el caso, de algunos de los difusores de esta espiritualidad que critica juzgar (lo cual es un absurdo en la propia idea) es habitual negarse a argumentar y, a la vez, emitir juicios personales sobre las intenciones o la psicología de quien ejerce una crítica a una parte de sus postulados. Al actuar así, pueden convertirse, sin ser conscientes, en instrumentos de las tendencias totalitarias de la sociedad. Y es que cuando no se permite o valora la crítica argumentada (y no se argumenta la crítica a la crítica) estaríamos en un ámbito sectario. Y hay sectas unipersonales.

 

 

Creer que el pensamiento no puede nunca alcanzar ciertas certezas o verdades, siempre desde una perspectiva limitada, para denunciar como narcisista a quien expresa convicciones argumentadas, es un puro relativismo dogmático (negar que se pueda alcanzar la verdad por el pensamiento a su modo) y un  modo de calificar de narcisistas a la mayoría de filósofos y filósofas, así como a los pensadores y pensadoras que han expresado certezas y críticas argumentadas. Creer que todas las personas que piensan y tienen convicciones son narcisistas, es una falacia pues es expresar con certeza una opinión (eso que se critica), cosa que indicaría, si fuera cierto ese razonamiento, que quien expresa esa opinión es narcisista, según su propio juicio.

 
Argumentar las críticas es la otra cara de la confianza en la persona. Solo si creemos en la persona sabemos que a través del pensamiento puede alcanzar ciertas certezas. A la vez, indica que la persona es consciente de que no tiene toda la verdad y por ello debe dar argumentos de su postura. Hay quien dice que emitir conclusiones y juicios argumentados es un acto egoico, a la vez que se niega a argumentar sus posiciones para “evitar polémicas”. Al negarse a argumentar, está indicando su convicción acrítica en su propia verdad, de modo que no tiene que dar argumentos.

 

 

 

Argumentar, eso sí, supone seguir las reglas del diálogo y la lógica y no caer en las típicas falacias, una de las más habituales es la falacia “ad hominem” (descalificar al otro personalmente y por ello venir a señalar que no puede entender). Es corriente entre los nuevos maestros de la espiritualidad que critico, el decir que quien les critica es que “está en la mente” y evitar dar razones convincentes de ello. Otra típica falacia (llamada «hombre de paja») es decir que quien nos critica sostiene determinada opinión, deformando su argumento o expresando algo que el otro no dijo, para luego rebatir esa opinión que nos hemos inventado- o no hemos entendido- que el otro sostiene. Por eso, es bueno citar, de modo claro, lo que la persona dice y dónde lo dice.

 
Hannah Arendt sufrió en su vida mucho de lo que he relatado anteriormente (su propio pueblo la atacó por ejercer su pensamiento en contra de las ortodoxias de cierto sionismo, de ahí, la valentía que tuvo, y Heiddeger «argumentó» siempre que las críticas que le hizo Hannah nacían de que no tenía capacidad para entenderle, de modo, que nunca argumentó en serio su postura frente a ella (transparentando una postura que parece narcisista y machista).

 
Para las personas que por vocación e historia personal tenemos conocimientos de espiritualidad es una obligación ejercer una labor crítica sobre estos ámbitos que conocemos. Labor hecha con respeto a las personas y, a la vez, de modo claro y concreto. Evitando el descompromiso de solo decir vaguedades o generalidades. A veces, hay que dar nombres de quienes sostienen los discursos criticados.

 
Este es un pequeño servicio a la espiritualidad y a la democracia y más en nuestro país, que como nos enseñó Américo Castro, tiene un componente semita en su identidad actual, que hace que la religión y la espiritualidad sean elementos esenciales de nuestra cultura y política. También es un servicio pequeño pero necesario a las personas que vienen a nosotros heridas por talleres y mensajes que descalifican su experiencia espiritual religiosa, normalmente, con falacias de diverso tipo.

 

 

Naturalmente esto no supone que tengamos razón en todo lo que decimos y, a la vez,  sirve para clarificar y sanar posturas que podrían reforzar males sociales, que llevarían a la sociedad al individualismo, la fragmentación y el espiritualismo descomprometido.

 

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