Recuperar un esoterismo sano al servicio de la mística cristiana

Gaston Bachelard, Gilbert Durand, Henri Corbin, Rene Guenon, Frithjof Schuon… han recuperado para Occidente la idea de que existe un tipo de conocimiento, accesible solo por la vía de la imaginación creadora, que es de tipo simbólico e intuitivo, más profundo que el conocimiento racional, y que da acceso a los arquetipos, expresiones de aspectos de lo Sagrado, del Ser, que nos permiten acceder y anclarnos a nuestro yo interior (el yo profundo, espiritual, un yo que no es un yo, la persona en sentido cristiano) mediante la experiencia de la iluminación (Thomas Merton). En la iluminación esotérica accedemos a la experiencia de la dimensión inmanente de Dios en nosotros, olvidando nuestra individualidad, sin, a la vez, poder captar adecuadamente su dimensión transcendente, pues para ello necesitamos no olvidar nuestra individualidad. Es, pues, una experiencia espiritual valiosa pero incompleta. Cuando quien vive esta experiencia se encierra en ella, creyéndola la experiencia espiritual cumbre, entonces se vuelve ciego a la transcendencia, olvida la humildad y enferma espiritualmente.

Las doctrinas y prácticas, espirituales y éticas, que buscan esta iluminación de este modo son llamadas esotéricas (de –esos– prefijo griego que significa interior).

Antoine Faivre, estudioso del esoterismo, infuido por H. Corbin, señala las 4 características esenciales de la perspectiva esotérica (la cosmovisión propia de la mentalidad simbólica):

  • Correspondencias: Carácter simbólico de todas las cosas de la realidad.
  • Naturaleza Viva: interrelación de todo.
  • Imaginación mediadora: La imaginación creadora es el órgano para captar esta realidad profunda.
  • Transmutación: el camino lleva a una transmutación, un acceso al yo profundo.

Añade dos características más que son frecuentes en las corrientes esotéricas, pero no son absolutamente necesarias, ni siempre se dan:

  • Concordancia: Referencia a una tradición primordial común a las tradiciones.
  • Transmisión: Necesidad de una iniciación regular y ritual.

El esoterismo era la perspectiva predominante en la espiritualidad antes del nacimiento de la tradición judeocristiana. Ésta revalorizó el carácter real de la historia y el carácter histórico de la salvación.

La experiencia que une estas dos dimensiones: histórica y arquetípica (metahistórica) de la realización espiritual es la experiencia mística, la forma más plena de experiencia espiritual. En la experiencia mística experimentamos la presencia transcendente de Dios en lo más profundo de la inmanencia, accediendo a conocer, a la vez, no solo la dimensión inmanente de Dios en nuestro yo profundo, con olvido de nuestra individualidad, sino que, a diferencia de la experiencia esotérica, también conocemos simultáneamente nuestra individualidad desde Dios (San Bernardo de Claraval). El cristianismo de los orígenes es la tradición que de modo más explícito ha puesto a la mística como centro de su mensaje (si bien, a lo largo de su historia ha tendido a olvidar esto). Ahora bien, la mística no es monopolio cristiano ( ni siquiera propio solo de las religiones- hay mística laica-). Otras tradiciones, si bien, suelen utilizar un discurso explícitamente más esotérico, pueden vivir una mística más o menos implícita en su seno.

Cuando la imaginación simbólica se concibe como el único verdadero instrumento central del conocimiento (menospreciando la razón y el amor como otras formas necesarias de conocer), y se antepone el símbolo al ser, a la existencia, a la historia… el esoterismo se enferma, y se convierte en gnosticismo, una forma de narcisismo espiritual, un espiritualismo que encierra en la experiencia espiritual interior y no se abre a la transcendencia, al Ser. Es la llamada enfermedad zen del budismo zen, o el estado de  kun gzhi del budismo Dzogchen (Elías Capriles). Importante diferenciar entre gnosticismo y gnosis, una palabra que se usa en algunas tradiciones (en algún momento en la tradición cristina) para designar a la mística. Aquí por gnosticismo nos referimos a las formas enfermas de vivir el esoterismo.

Recuperar el esoterismo puede ayudar a caminar hacia esa iluminación (descubrimiento del yo interior, que no es un yo) y desde ella, a abrirnos a la experiencia mística (encuentro con el Ser, con Dios); puede ayudarnos -y eso es muy necesario- a salir de un racionalismo que nos dificulta acercarnos a la mística. A la vez, corre el riesgo de llevarnos al gnosticismo, si no discernimos bien la naturaleza de la experiencia espiritual más profunda, la mística, y la confundimos con la experiencia esotérica ( que consiste en el descubrimiento de las dimensiones más profundas del propio ser), anteponiendo esta experiencia interior (esotérica) a la experiencia más completa,  por ser interna y externa, histórica y metahistórica, que es la mística.  

El gnosticismo cree ser más profundo que la mística (o cree que la mística es lo mismo que el gnosticismo), pues considera que su punto de vista se mantiene en las dimensiones más espirituales de la realidad interior y cree que la realidad externa tiene una realidad limitada o incluso ilusoria (mientras que la mística defiende la realidad plena de las dimensiones externas o históricas). Confunde el gnosticismo la espiritualidad no dual o trinitaria – mística- con el monismo (reducción de todo en último término a las dimensiones más elevadas de la realidad), manteniendo una visión elitista y jerárquica rígida de la realidad (el Uno por encima de todo, por encima de la pluralidad). En el nodualismo o trinitarismo, el Uno y lo plural, son, en último término, la misma realidad ontológica, sin ser lo mismo y sin negar la realidad de una jerarquía de niveles de existencia, a la vez, que superando esa jerarquía en la experiencia espiritual final: la mística.

El cristianismo occidental ha tenido sus corrientes esotéricas; en Occidente, éstas han estado representadas por el hermetismo cristiano (esoterismo que sintetiza la espiritualidad pagana helenística, iluminada por el cristianismo) y por la cábala cristiana (corriente esotérica judía en diálogo con el cristianismo). Estas corrientes nunca han sido el núcleo del cristianismo (como creía Guenon) pues este núcleo es la mística.

El monacato cristiano tiene una dimensión esotérica (que busca  alcanzar la iluminación que nos lleva al yo profundo a través del simbolismo y la imaginación creadora), si bien, es una mística. Esta dimensión esotérica se puede ver en que ha sido tradicionalmente considerado una “vida angélica”, haciendo referencia los ángeles a esas dimensiones más profundas de la existencia a las que nos abre el esoterismo, cuando está sano. Esta dimensión esotérica no es algo limitado al monacato, es una dimensión presente en el cristianismo, si bien, en el monacato se ha conservado más la conciencia de esta dimensión que en el conjunto de la iglesia.

Recuperar la dimensión simbólica es pues recuperar, con discernimiento, la dimensión esotérica de la espiritualidad, para ello necesitamos beber de las corrientes esotéricas de un modo sano, poniéndolas al servicio de la mística, la experiencia espiritual más plena.

El olvido del Ser, fundamento de la religión burguesa

La difusión en Occidente de una espiritualidad formalista y moralista, impulsada muchas veces desde el seno de las iglesias, y asociada a la defensa de formas sociales autoritarias e injustas, dio lugar a lo que el teólogo Metz denominaba la “religión burguesa”, una enfermedad espiritual y social, que se ha ido apoderando del cristianismo, cuando es, en realidad, su caricatura manipulada: una religiosidad privatizada e intimista al servicio de los ideales conformistas de los acomodados.

Esta “religión burguesa” no fue una enfermedad que afectó solo a ciertos cristianos poco comprometidos, pues, por desgracia sigue siendo, muchas veces, la sensibilidad dominante en el seno de algunas comunidades de las iglesias occidentales, también en sus grupos aparentemente más comprometidos, desde los más activos (centrados, a veces,  más en la propaganda casi con técnicas de marketing que en la promoción de la dignidad humana) a los más contemplativos (refugiados, en ocasiones, en una vida reducida a la oración, que es una evasión de la vida real y un descompromiso con los desfavorecidos).

El Concilio Vaticano II tomó conciencia de esta enfermedad en el seno de la iglesia católica e intentó poner remedio a la situación, volviendo a la experiencia cristiana de los orígenes actualizada hoy, a la religión mesiánica o humanamente liberadora que el cristianismo es. Se animó a una “desclericalización” de la iglesia, para recuperar el valor de la koinonía (comunión y fraternidad) y el verdadero sentido del ministerio sacerdotal (al servicio de la comunión), se recuperó la dimensión social y liberadora del mensaje de Jesús, su opción por la defensa de la dignidad de la persona y de la justicia, con y desde los marginados;  se buscó desideologizar el anuncio del mensaje, para redescubrir la experiencia espiritual que fundamenta la doctrina, se volvió pues a intentar que la mística fuera el centro del mensaje. Una mística de los ojos abiertos, solidaria, encarnada que llevara a una perspectiva universal, al diálogo interreligioso e intercultural, fundamento de la paz desde la justicia y el amor.

Con el Papa Francisco se ha recuperado y actualizado este proceso iniciado en el Vaticano II, obstaculizado por grupos ultraconservadores muy agresivos, protegidos durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. El papa Francisco se ha desvinculado de esos grupos y ha continuado la línea de reforma del Vaticano II, incluyendo ahora con más fuerza la preocupación ecológica y social, pero todavía queda mucho por hacer: Es indignante la situación de discriminación de la mujer dentro de la iglesia, el laicado sigue privado de su protagonismo con muy poca influencia real en la estructura de la institución, la insuficiente garantía de los derechos humanos dentro  de la institución ha favorecido los abusos espirituales (abusos de poder manipulando la conciencia) y sexuales dentro de la misma (muchos avisan de que solo estamos conociendo la punta del iceberg), lo que reclama una verdadera reforma estructural, hay que sanear también el discurso teológico y moral en puntos como la sexualidad, liberándolo de prejuicios sexófobos, homófobos y misóginos que  siguen presentes en no pocas ocasiones en la cultura eclesial…

La religión burguesa sigue estando muy presente en el seno de la institución, por lo que, para sostener toda la labor de reforma y saneamiento urgente, necesitamos una fundamentación muy fuerte en una experiencia espiritual auténtica. Santa Teresa de Jesús decía que son los frutos de amor, los que nos muestran si una experiencia espiritual es auténtica o no. Amor afectivo y efectivo diría San Bernardo de Claraval. Una mística de los ojos abiertos decía Metz.

Ya K. Rahner lo intuyó hace tiempo al decir que el cristiano del siglo XXI será místico o no será (frase que él escuchó a Raimon Panikkar).

Martin Velasco ha señalado como la Mística es una experiencia que se basa en el encuentro con el Misterio transcendente (de ahí deriva su nombre), en lo más profundo de la inmanencia, en el interior del mundo humano. Transcendencia hace referencia a algo abierto, algo que no está cerrado (inmanente), por ello, la mística entiende el encuentro con el Misterio como una experiencia que no está encerrada en la mente, es decir, que nos lleva al encuentro con el Ser,  con Dios para los cristianos. Por eso, la experiencia mística se realiza a través del amor, no del intelecto, incluye una dimensión cognitiva (presente siempre en el amor) pero la transciende, no se reduce todo a un cambio de conciencia, sino a una transformación del ser, una unión por el amor del ser humano con el ser divino y con toda la realidad, sin fusión ni separación.

La mística remite al Ser, a una realidad que transciende la conciencia (incluso la conciencia suprarracional), busca la unión respetando la alteridad. El gnosticismo, que es la enfermedad de la espiritualidad, remite solo a la conciencia, pues reduce todo lo real a la conciencia, una conciencia, así, encerrada en sí misma, inmanente pues, y no transcendente, que no considera real lo que está más allá de ella (el otro, la alteridad).

La mística remite a un camino espiritual integral que incluye y valora el cuerpo, las emociones, el cultivo de la razón, la contemplación, el compromiso ético personal, interpersonal y social en el encuentro con el Misterio, pues respeta la alteridad de cada ámbito en la unidad. Busca la unificación por integración. El gnosticismo tiende a focalizar, todo el camino espiritual, fundamentalmente, en la práctica de la meditación contemplativa buscando una iluminación que lo libere de la supuesta “ilusión” de la alteridad; el gnosticismo reduce la realidad de los otros y del Misterio, al negar su alteridad, encerrándose en una “gran” conciencia autocentrada, que pretende subsistir por sí misma y ser lo único real. El gnosticismo busca la unificación negando la alteridad y admitiendo solo una única realidad: la conciencia, que en esta visión es inmanente (encerrada en sí misma, pues no reconoce la plena realidad de lo que no es ella). Es la dictadura de la unidad frente a la pluralidad. La salvación- realización se logra, así, por el conocimiento (un conocimiento suprarracional) no por el amor, de ahí, el nombre de esta enfermedad espiritual: gnosticismo, de gnosis (conocimiento) como ha señalado Hans Jonas, experto en gnosticismo.

La mística al situar el fundamento de lo real en el Ser y no en la conciencia, sostiene una visión antropológica que prima la libertad sobre el intelecto. La libertad entendida como libertad ontológica, como apertura del ser humano al Ser (capax Dei, decía San Agustín, capacidad de abrirse y unirse al Ser), más que como libertad operativa (capacidad de elegir).

La tradición judeocristiana se caracteriza por esta visión que da primacía al Ser, siguiendo la revelación de Dios a Moisés como: “yo soy el que soy”. El Ser, en la síntesis que hizo Santo Tomas de la mística cristiana y la sabiduría filosófica, está más allá de la conciencia, es el acto de todos los actos (el fundamento de lo real), es transcendente (abierto, relacional) y analógico (se expresa de modo plural sin perder una dimensión común en todas sus expresiones). Está más allá de la esencia (la dimensión referida a la conciencia, no es una realidad abstracta) y de la existencia (el ser determinado). La nota que caracteriza a este fundamento de todo es precisamente ser, es decir, aparecer fuera de la nada. Esta sería su caracterización desde una perspectiva objetiva, desde una perspectiva subjetiva o interna (hablando analógicamente) su nota fundamental es la libertad, cuya plenitud es el amor. Como dice San Juan Dios es Amor”, el Ser en su interior es amor, comunión, relación. De ahí que la mística considere a la libertad- voluntad como la facultad superior del ser humano, que integra y dirige a las otras y al amor (unión real del ente y el Ser) como la perfección del ser humano y de todo lo real. El gnosticismo tiende, sin embargo, a poner al intelecto como la facultad primera del ser humano (Santo Tomas también consideraba que el intelecto era la primera facultad pero solo desde la perspectiva constitutiva o esencial- relacionada con la dimensión intelectual de lo real- pero no desde la perspectiva dinámica de lo real, que es la más plena, pues se relaciona con el alcanzar los entes sus fines, es decir, con su perfeccionamiento, es la dimensión existencial y la más importante, y en ella prima para Santo Tomas la voluntad).

Señala Hans Jonas que el gnosticismo como principio siempre ha estado presente en el seno del cristianismo, acompañando a la mística y, en ocasiones, confundiéndose con ella. Ya Heidegger denunció el “olvido del ser” en la filosofía occidental, lo que podríamos entender como la contaminación gnóstica en parte del pensamiento occidental.

Para Cornelio Fabro, experto en la filosofía de Santo Tomas, es la propia filosofía escolástica medieval la que olvidándose de la importancia del Ser en Santo Tomas, evoluciona hacia posiciones que él denomina “esencialistas” o “formalistas”, que identifican al Ser con el “Ser esencial”, una esencia que es subsistente, es decir, con una Conciencia (la esencia hace referencia siempre a la dimensión intelectual) que existe por sí misma, regresando así a la visión gnosticista. Ya en la Edad Media las corrientes místicas van a criticar esta visión “intelectualista”, quizá el ejemplo más conocido es la crítica de San Bernardo de Claraval a Abelardo, un escolástico del momento con posiciones intelectualistas o su oposición a los cátaros, corriente espiritual abiertamente gnosticista.

Los humanistas del Renacimiento intentaron sanear este intelectualismo escolástico de la Edad Media ya decadente. Este humanismo recuperó la importancia de la libertad en la antropología humana, pero al apoyarse en la filosofía neoplatónica o hermética, en el esoterismo más que en la mística, no consiguieron regresar a la primacía del Ser, pues estas filosofías y espiritualidades eran representantes de una perspectiva intelectualista y no realista, no daban primacía al Ser sino a la Conciencia.

La modernidad nació así con una doble fuente espiritual: una fuente más sana vinculada con la mística cristiana que alimenta la revalorización del ser humano y su libertad y una fuente gnosticista, que dio lugar a las visiones racionalistas, idealistas, y por reacción, empiristas y materialistas, hasta llega al nihilismo, la tecnocracia y al capitalismo radical que vivimos, y que parece caminar hacia el transhumanismo deshumanizado.

Fue Hans Jonas quien ha vinculado la cultura y sociedad antiecológica, patriarcal, logocéntrica, mentalista e individualista que parece dominar occidente, con la influencia del intelectualismo gnóstico.

Caminar hacia una cultura y sociedad más ecológicas, más justas, menos patriarcales, menos logocéntricas y más integrales supone recuperar la mística del Ser, la libertad y el amor, y para ello, la aportación del cristianismo es esencial. Salir del inmanentismo (el encerramiento en la conciencia como única realidad) hacia la transcendencia, la apertura más allá de nosotros mismos hacia el Otro y los otros, respetando su alteridad y su comunión con nosotros es la verdadera espiritualidad no-dual, trinitaria, mística.

Hoy corremos el riesgo de querer salir de la “religiosidad burguesa” por medio de una “espiritualidad gnosticista”, que olvida el Ser o lo identifica con la conciencia. Una espiritualidad que dice ser «esotérica», transreligiosa o metarreligiosa, creyendo que así está más allá de la religión burguesa y que, en realidad, es otra cristalización más de la misma enfermedad.

Filósofos judíos como Levinas o Jonas han visto en este gnosticismo, que niega la alteridad y el Ser transcente, el error que conlleva unas consecuencias éticas graves (estaría en la base que terminó llevando al nazismo, una ideología que negó al otro su valor central). Como decía Santo Tomas: “parvus error in principio, magnus est in fine”. La reducción del Otro a ser solo una expresión de la conciencia supone fácilmente el descompromiso con el cuidado de la dignidad humana y el sentimiento de responsabilidad para con él. Si solo es importante la conciencia, que es la que nos salva, lo importante puede terminar siendo solo llevar a los demás a una experiencia de iluminación de la conciencia y no tanto el cuidado en la historia, más allá de la conciencia o la interioridad, de la justicia y la dignidad.

 Sin ética y compasión la iluminación es una ilusión y, para que haya ética, el otro debe ser real, la realidad debe fundamentarse en el Ser transcendente que está más allá de la conciencia. Si solo hay conciencia, el otro desaparece engullido por una espiritualidad narcisista, que no reconoce al otro su alteridad sagrada.

El problemático discurso espiritual “nodualista” de John Martin

John Martin es un monje camaldulense indio, que proviene de la corriente espiritual inaugurada por Henri Le Saux (Abhishiktananda), un monje benedictino que se inculturó en la espiritualidad vedadanta advaita del hinduismo, llegando a ser considerado un cristiano advaitin. Ahora bien, Martin difunde una visión “nodualista” del cristianismo que creo que se aleja bastante de la visión de Henri Le Saux (Abhishiktananda), que siempre señaló las profundidades de la tradición del Vedanta, a la vez que consideró sus limitaciones frente a la novedad de la experiencia cristiana de la Encarnación y la Cruz.

En algunos ambientes cristianos se ha puesto de moda la corriente “nodualista”, que se está difundiendo a través de discursos muy problemáticos que creo que, ni reflejan bien la experiencia nodualista hindú, ni realmente transmiten adecuadamente la experiencia espiritual cristiana. El discurso nodualista de John Martin, en mi opinión, participa de esta ambigüedad.

En el hinduismo, el estudio de las Upanishad, los textos más místicos de esta tradición, se denomina vedanta y pueden encontrarse, dentro del vedanta, tres perspectivas fundamentales: La perspectiva nodualista o vedanta advaita de Shankara, el nodualismo cualificado de Ramanuja y el dualismo de Madhava.

Hay diferencias esenciales entre cualquiera de estas perspectivas hindúes y la experiencia cristiana (a la vez que hay ciertas analogías): el advaita considera el mundo una ilusión o una realidad “relativa o menor” (el cristianismo afirma la realidad del mundo y la salvación del mismo por Dios), el dualismo cualificado de Ramanuja no cree que el mundo sea una ilusión, lo considera real, si bien, no habla del mundo como creado sino como “emanado o manifestado” (no hay en el mundo el grado de autonomía que el judeocristianismo le atribuye) y el dualismo de Madhava considera que el mundo, siendo una realidad diferente de Dios, es una realidad eterna, por ello, podemos considerar esta perspectiva como un verdadero dualismo asimétrico (considera dos principios eternos si  bien uno es mucho más valioso y pleno (Dios) que el otro -materia-).  Hay pues diferencias, no de matiz, sino esenciales entre estas perspectivas espirituales hindúes y la experiencia cristiana.

John Martin cree encontrar estas tres perspectivas en el cristianismo y para ilustrarlo toma frases de los evangelios que, para él, expresan estas tres perspectivas: hay textos que serían ejemplos de la nodualidad advaita («El Padre y yo somos Uno«, por ejemplo), textos que expresarían el no dualismo cualificado («Yo estoy en el Padre y el Padre está en mi«) y textos que expresarían la perspectiva dualista («Mi padre es más grande que yo» ). La novedad cristiana sería que estas perspectivas no se contraponen sino que se integran. Parece que para Martin hay un grado de profundidad diferente en cada una de estas perspectivas (como afirman muchos seguidores de Shankara), de modo que la más profunda sería la nodual, luego la nodual cualificada tendría una profundidad menor y por último la dual, siendo la integración de todas ellas, la experiencia espiritual más plena. Esta experiencia de integración sería la que habría vivido Cristo.

Desde un punto de vista de la hermenéutica tradicional cristiana es un error creer que en los textos evangélicos hay grados, todo el Misterio de Cristo se expresa en cada perícopa o fragmento de los Evangelios, son diferentes visiones con igual profundidad. Sorprende que Martin atribuya diferente grado de profundidad a los textos en el Evangelio, sin justificar su afirmación.

Por otro lado, interpretar una frase como “El Padre y yo somos uno” sin tener en cuenta el resto del texto evangélico es un error de exégesis. No se puede leer esta frase fuera del contexto de la Encarnación con que comienza el mismo Evangelio de la que está extraída (el Evangelio de Juan). Para el cristianismo, el Logos (Hijo) se encarnó, no el Padre, hay pues diferencias entre el Padre y el Hijo en la Historia de la salvación, lo que en teología se denomina la Trinidad económica (en la historia). Un principio que Karl Rahner se encargo de explicitar es que la Trinidad económica es la Trinidad inmanente y viceversa, es decir, las diferencias que se han dado en la historia (precisamente por ser una dimensión real y no una ilusión o realidad menor como cree el nodualismo advaita) expresan diferencias en el mismo Ser de la divinidad. “ El Padre y yo somos uno”  no supone , por ello, una expresión nodualista advaita en el Evangelio, al menos en el sentido que se entiende habitualmente , pues esa Unidad, a la que se refiere el Evangelio, incluye la diferencia, pluralidad, la Trinidad.

Reducir la novedad cristiana, como parece que hace John Martin, a la integración de estas tres perspectivas (que por otro lado no se dan el cristianismo como las entiende el hinduismo) parece que expresa muy lejanamente la experiencia cristiana.

Los cristianos han experimentado en Cristo una novedad y plenitud que les hace reconocerlo como el Salvador universal, pues no se ha dado en la historia un acontecimiento espiritual como el acontecimiento cristiano. La experiencia de Cristo, plenamente histórico y humano y plenamente Dios, supone una experiencia que no es la misma que la experiencia nodualista hindú (pues el advaita desvaloriza la historia) ni se equipara a otras experiencias religiosas. Tampoco es equiparable a la experiencia del nodualismo cualificado (la Bhakti propia de este nodualismo cualificado no es igual al Amor cristiano) ni tampoco se puede identificar con el dualismo. En la experiencia cristiana se pueden descubrir e integrar elementos similares a los de las otras perspectivas, como las diversas perspectivas del vedanta, a la vez que se transcienden. Esto no supone negar la verdad y santidad de otras tradiciones, y la necesidad de aprender de ellas muchas de las verdades y dones que Dios les ha revelado (hay en ellas un Cristo oculto en lenguaje cristiano decía Panikkar). El diálogo interreligioso es esencial hoy y el aprender de lo mucho que nos pueden enseñar otros caminos espirituales. A la vez, eso no implica olvidar la novedad cristiana y aportarla (no disolverla) en el diálogo con las otras tradiciones que también deben aprender del cristianismo.

Una vez que el discurso de Martin parece perder el centro cristiano (y poner su centro realmente en el nodualismo advaita) hace una lectura que minimiza la experiencia espiritual de la tradición espiritual cristiana, creyendo que los místicos y místicas cristianas no han experimentado nada más que un grado “no pleno” de experiencia espiritual, el nodualismo cualificado. Una conclusión que no tiene base (además de ser injusta), pues como vimos la experiencia cristiana no puede asimilarse a ninguna de las perspectivas hindúes- tampoco a la del nodualismo cualificado- y,  es más, por integrar mejor la pluralidad y la Unidad, el cristianismo es un tipo de “nodualismo” mucho más pleno que el que tradicionalmente se ha dado a conocer en el hinduismo.

Henri Le Saux (Abhishiktananda) consideró, después de conocer el vedanta advaita de un modo experiencial, que el cristianismo tenía una profundidad mayor que el vedanta advaita, pues la Encarnación y la Cruz eran novedades que el advaita común desconocía y que le daban al cristianismo una profundidad desconocida para otras tradiciones. En este punto parece que John Martin se ha alejado mucho del Maestro.

DOS FORMAS ACTUALES DE NARCISISMO ESPIRITUAL: La Pseudonodualidad y el culto al maestro espiritual

Con el olvido de la tradición cristiana viva se ha dado un retroceso espiritual en nuestra cultura hasta el punto de que, por un lado, algunos han llegado a negar la importancia de la dimensión espiritual en el ser humano, cayendo en el materialismo, y otros están difundiendo formas de nueva espiritualidad que, en realidad, son regresivas y están enfermas por el narcisismo que las caracteriza. Las posturas ultraconservadoras y fundamentalistas, que también tienen una gran difusión hoy, no solo no ayudan a sanar esta regresión espiritual, sino que son expresión de la misma enfermedad.

En esta ocasión, me gustaría referirme a dos manifestaciones de esta espiritualidad enferma, la espiritualidad narcisista, que pretende presentarse como la verdadera contemplación o la verdadera mística, y que serían: el discurso nodual enfermo o pseudonodualidad y el discurso basado en el culto al maestro espiritual.

El discurso nodual enfermo o Pseudonodualidad

La salida del narcisismo infantil, con su deseo de omnipotencia, es el camino de la madurez humana y espiritual. Las espiritualidades sanas ayudan y potencian esta salida del narcisismo al Amor, desde una actitud de humildad, que acepta la propia limitación, también dentro del propio camino espiritual, y potencian la apertura a una transcendencia, a una realidad más allá de mí mismo a la que me abro y con la que entro en relación. Si hay algo que al narcisista espiritual le disguste es abrirse de verdad a la relación con sí mismo, con los demás, con la naturaleza y con Dios.

Hoy hay espiritualidades que parecen describir el camino espiritual como una vía para salir de la limitación y para superar la relación con otro (confundiendo la relación con el dualismo), alcanzando así, de un modo imaginario, la realización de los deseos enfermizos de onmipotencia infantil. Una de las formas en que se presenta esta espiritualidad narcisista, que está teniendo más éxito, es como un supuesto camino de nodualidad.

Esta supuesta visión nodual narcisista considera a la mente como el obstáculo en ese camino de superación de toda limitación y piensa que la oración, por ser personal y relacional, es una forma “inferior” de experiencia espiritual. Cree que la contemplación es simplemente un estado de “presencia” que supera la mente, reduciéndola a un estado alterado o diferenciado de conciencia, que estaría por encima de la oración, que sería una forma dualista de expresión espiritual.

Es habitual también que estos caminos de pseudonodualidad afirmen que las religiones son simplemente un instrumento para llegar a esa experiencia de nodualidad (en realidad de narcisismo espiritual), pretendiendo que la religión es superada en ese estado de nodualidad, que es capaz de superar toda limitación o todo sesgo. Si hay algo típico del narcisismo espiritual es creer que la propia experiencia espiritual es la verdad y supera todo sesgo, buscando así satisfacer el deseo de omnipotencia a través de la construcción de estados alterados de conciencia no abiertos a la relación, es decir, autocentrados.

La tradición cristiana nos ayuda mucho a evitar estos peligros espirituales, por un lado, al recordar que nuestra experiencia espiritual nunca es plena, siempre es limitada, y por tanto, es una experiencia de fe más que de conocimiento. La humildad siempre es esencial para salir de ese deseo de onmipotencia narcisista que guía a muchas espiritualidades, que confunden ese deseo narcisista que es su verdadero motor, con el verdadero deseo de buscar la verdad y abrirse a ella, deseo de transcendencia y no solo de profundidad, acompañado siempre de la aceptación de la propia limitación.

La mente es necesaria y foma parte esencial de la experiencia espiritual cristiana ( y de toda experiencia espiritual sana) pues nos ayuda a discernir y evita que creamos que las experiencias internas nos dan acceso a la realidad y nos liberan de nuestra limitación, recordándonos el ser críticos (humildes) pues toda experiencia esta mediada por la mente, si bien, no se reduzca a ella. Quien cree que la experiencia es solo «estado de presencia» vive en una ilusión, como nos recuerda Paul Ricoeur o Raimon Panikkar, la experiencia es presencia más interpretación, no solo presencia.

En el cristianismo, la religión no es simplemente un instrumento a desechar  una vez lograda «la experiencia espiritual» sino una revelación de Dios, una realidad transcendente a la que nos abrimos y que es necesaria y se mantiene siempre en la experiencia espiritual. Precisamente la religión ayuda a salir de un camino meramente intimista o interno, haciendo que nos encontremos con Dios también “desde fuera”, por su propia iniciativa, aunque sus formas puedan disgustar a nuestra sensibilidad en ocasiones, obligándonos a discernir y a abrirnos a una realidad más allá de nuestra experiencia subjetiva. El narcisismo espiritual quiere evitar esta apertura a una realidad que nos transciende, pues no soporta encontrarse con otro que cuestione el propio deseo de onmipotencia.

El cristianismo nos recuerda que la espiritualidad es apertura a otro, un camino de transcendencia, de salida del centramiento en mí mismo, un camino siempre relacional. Por ello, la oración cristiana es siempre una oración de relación y la contemplación no es la superación de esa oración de relación, sino su plenitud, una apertura al Otro (Dios) sin fusión ni separación, siempre de modo relacional- eso que al narcisista le desgrada tanto: abrirse a la realidad de otro y a la realidad de la propia limitación-.

Creer que la contemplación es la superación de la relación es un signo de narcisismo (es satisfacer imaginariamente el deseo de eliminación del otro, propio del narcisismo); lo que caracteriza la contemplación no es que sea una experiencia de conciencia sin objeto, sino que sea infusa, es decir, que se produce de modo gratuito por al acción de otro, de Dios, es una apertura plena a ese Otro por acción de ese mismo otro y colaboración nuestra. Hay formas alteradas de conciencia que son sin objeto y nada tienen de contemplación, sino que son formas graves de narcisismo espiritual. Por eso, es peligroso el discurso pseudonodual que ignora peligrosamente estas sutilezas y que en ocasiones se quiere hacer presentar como verdadera espiritualidad.

El Discurso espiritual enfermo del Culto al Maestro

Conscientes muchos de que los discursos de muchas espiritualidades modernas están muy influidos por el narcisismo espiritual creen que el antídoto es el “someterse” sin discernimiento a un supuesto maestro espiritual. Esto suele ser más frecuente en quienes se han introducido en espiritualidades de tipo oriental.

En las espiritualidades precristianas, por su visión negativa de la historia, de la realidad espaciotemporal, era muy habitual el exponer la necesidad de un maestro que nos diera la iniciación al mundo espiritual del que estábamos privados. Sin el maestro y sin esa iniciación era prácticamente imposible acceder al mundo espiritual.

El cristianismo cuestiona esta visión con el Misterio de la Encarnación y la Resurrección, cuya consecuencia es la existencia en todo ser humano de un “existencial sobrenatural” como dice Karl Rahner, una apertura a la Gracia, que puede actualizarse en la historia más allá de que se reciba una iniciación espiritual formal o no. En Cristo, la Gracia se ha derramado sobre todos más allá de los cauces formales antiguos.

Esto no niega la necesidad relativa de esa iniciación y la gran ayuda que supone, pero no la absolutiza. En el cristianismo es la Iglesia la encargada de ser ese sacramento de salvación en la historia, no tanto los maestros individuales concretos. Esto es lo que expresó muy bien San Agustín al combatir la herejía (una herejía es una visión espiritual reduccionista que enferma) donatista, que creía que la eficacia de los sacramentos dependía de la santidad de los ministros. La misma iglesia visible, siendo necesaria, no tiene el monopolio de la Gracia en el cristianismo, no es por tanto absolutizada.

El cristianismo integra y da plenitud la vieja visión espiritual de la importancia de las mediaciones (maestros) a la vez que relativiza la absolutización que en algunas espiritualidades se hace del Maestro.

El acompañamiento espiritual es una gran ayuda pero no es una necesidad absoluta en el cristianismo. Sí lo es, que la experiencia espiritual sea un abrirse a otro también en la historia, no solo una experiencia interna, y para ello, la iglesia es el signo e instrumento en la historia de la salvación, no los maestros concretos, que solo son mediaciones al servicio de la iglesia ( y ésta a su vez está al servicio de Dios y de los seres humanos y no de sí misma).

El culto al maestro es un tipo de narcisismo por proyección, nos identificamos con el maestro al que sacralizamos e idealizamos ( al identificarnos con él en realidad nos idolatramos a nosotros mismos a través de él), creyendo que sometiéndonos sin discernimiento a él nos llevará a alcanzar el deseo de onmipotencia infantil que desea salir de toda limitación y evitar toda verdadera relación con el otro.

Conclusión

Es muy importante volver a conocer la tradición cristiana para poder discernir los peligros de muchas espiritualidades actuales, que nos seducen por satisfacer nuestras tendencias narcisistas pero nos enferman en vez de sanarnos.

Cristianía intenta ser cauce para hacer accesible la tradición contemplativa cristiana a tod@s ayudando a discernir un camino espiritual humilde y sano, en medio de una sociedad espiritualmente enferma.

Cristianía: Un cristianismo laico, humilde y sin complejos, abierto a tod@s

Cristo, el buen pastor

Vivimos tiempos que algunos llaman postcristianos, en los que aparentemente el cristianismo sigue siendo influyente en nuestra sociedad, si bien, en la práctica, la experiencia espiritual cristiana parece hoy en clara recesión.

Se percibe un renacer del interés por la espiritualidad, a la vez que una cierta desconfianza o desconocimiento de las tradiciones religiosas, en especial, de la tradición cristiana.

Ya en otros post he señalado el error de reducir la religión a una simple forma externa de vivir la espiritualidad adscribiéndose a las normas de un colectivo, haciendo de la religión una forma superficial de espiritualidad. Esto es lo que Panikkar llamaba el «religionismo» (reducir la religión a la pertenencia a un colectivo social). La religiosidad, al contrario, es una forma profunda de vivencia espiritual, que constituye una posibilidad presente en todo ser humano: es la vivencia relacional de la espiritualidad (religión como decía Zubiri tiene que ver con la experiencia de religación con lo real, sin fusionarse ni fragmentarse, la forma más profunda de vivencia espiritual, llamada nodualidad en Oriente o experiencia de la Trinidad en el cristianismo).

La experiencia religiosa en su forma relacional nace de manera explícita con la tradición abrahámica que supuso una novedad respecto a las religiones anteriores, pues como decía Mircea Eliade:

«los hebreos fueron los primeros en descubrir la significación de la historia como epifanía de Dios, y esta concepción, como era de esperar, fue seguida y ampliada por el cristianismo«.

En las religiones arcaicas y antiguas, las realidades del mundo no tenían valor en sí mismas, se veían solo como correspondencias de arquetipos espirituales que serían las realidades verdaderamente valiosas. La pluralidad era vista como una realidad inferior. Con la llegada de la tradición judeocristiana las realidades mundanas (pluralidad) adquieren valor en sí mismas, además de estar abiertas a la relación con el Misterio, surge así la visión espiritual relacional (nodual relacional). El ser humano toma conciencia del valor de las realidades históricas- la pluralidad- (incluido él mismo), abriéndose al pensamiento relacional (nodualidad relacional) y ampliando su conciencia ética para cuidar también de esas realidades en la historia.

El ser humano arcaico intentaba huir de la historia a través de prácticas espirituales, ritos y mitos que le devolvían a un «tiempo original» (ahistórico) al que buscaba regresar fusionándose (perdiendo su realidad histórica) con ese mundo arquetípico; la nueva experiencia religiosa buscará vivir también en la historia la experiencia espiritual, para hacer de esa historia un lugar más humano (y más divino). Es una experiencia espiritual más plena que integra el deseo de unidad que fundamentaba la experiencia espiritual anterior, sin desvalorizar las realidades históricas (la pluralidad), transcendiendo la tendencia monista anterior. No es una experiencia espiritual ahistórica sino una experiencia de «tempiternidad«, eternidad en el tiempo, que hace de la historia un lugar de «salvación» y no un obstáculo o algo negativo en sí misma.

Así, con Abrahán nace una nueva experiencia religiosa que integra y transciende las experiencias religiosas anteriores: la experiencia de la fe. Como explica Mircea Eliade:

«Abrahán inaugura una nueva dimensión religiosa: Dios se revela como personal, como una existencia “totalmente distinta”… para quien todo es posible. Esa nueva dimensión religiosa hace posible la “fe” en el sentido judeocristiano».

La experiencias religiosas anteriores no se basan en una relación personal con el Misterio sino en una concepción más de tipo impersonal o transpersonal, la práctica espiritual tiene un valor en sí misma, es un acto en cierto sentido «científico – («gnóstico») – espiritual» de acuerdo a una cosmovisión diferente a la de la ciencia moderna. Con esa práctica se busca que las «energías» que salieron de la dimensión divina hacia el tiempo, regresen a esa dimensión. No se pone en el centro la relación personal (la dimensión relacional) sino la correcta práctica espiritual. Como decía el teólogo Jean Danielou, estás prácticas espirituales antiguas «son esencialmente un esfuerzo por defender, contra la acción destructora del tiempo, las energías primitivas«.

La fe incluye esa dimensión de unificación con el Misterio, si bien, sin perder de vista la dignidad personal del ser humano, que no es una simple manifestación «caida» de un arquetipo al que ha de volver, sino una realidad valiosa en sí misma – en su unicidad-, que por ello ha de colaborar libremente respondiendo en la historia, con todo su ser, a la autocomunicación de Dios (fe).

El cristianismo llevará a la plenitud esta nueva experiencia religiosa. El judaismo tiene una visión que limita la Historia de la Salvación a la Torá, la práctica de la Ley es la respuesta en la Historia a la autocomunicación de Dios, la respuesta en la historia que no sigue de algún modo los preceptos de la Torá queda fuera de la Historia de la Salvación. Igualmente podría decirse del Islam, si bien, el islam ha ampliado el ámbito de la Ley (Sharía) más allá de un pueblo concreto.

Con el Misterio Pascual, centro de la fe cristiana, es decir, la encarnación, la cruz y la resurrección de Cristo en la historia, se produce la «kenosis» o «abajamiento» de Dios que rompe los esquemas religiosos anteriores. El Misterio se hace persona, no doctrina ni moral ni Ley y el encuentro con la persona de Cristo en la historia libera de la idea de retribución (salvación en la historia mediante el cumplimento de una «ley» o una «ética o ciencia») y abre la Gracia a todos, en especial, a aquellos que sepan ver a Dios en lo débil, lo aparentemente no importante para la vieja mentalidad religiosa (se rompe con la idea de la retribución que atribuye el «éxito» o «fracaso» en la vida al cumplimiento o no de los «mandatos» de Dios, todos somos salvados por la Gracia y no nos «autosalvamos»). Si el judaismo reservaba la salvación en la historia al final de los tiempos, cuando con la llegada del Mesías todo el tiempo se haría sagrado, el cristianismo reconoce en la llegada del Mesías Jesús, la llegada de la Gracia a todos ya en la historia (prolepsis- adelantamiento de los tiempos finales en la figura de Cristo) si nos abrimos al mensaje de Gracia de Jesucristo.

El cristianismo rompe los esquemas religiosos antiguos, integrando lo esencial de los mismos- búsqueda de unión con el Misterio- transcendiendo sus rigideces- minusvaloración de la historia-. Con la Encarnación Dios se revela débil, vulnerable (según los viejos esquemas) y en la Cruz se pone del lado de los pobres, los marginados, los que sufren… por Amor al ser humano, viviendo la experiencia humana hasta los aspectos más oscuros. Con la Resurrección la Gracia inunda la historia más allá del propio cristianismo. El Espíritu transciende la propia iglesia visible si bien ésta sea necesaria, precisamente, para ser signo e instrumento de la realidad de este Espíritu «que sopla donde quiere».

Toda esta visión es radicalmente novedosa y escandalizará a los paganos del momento (seguidores de los restos de la Tradición Primordial), recordemos, por ejemplo, las críticas del griego Celso a los cristianos, señalando que su doctrina es diferente a la Tradición Primordial, que él cree la tradición más plena y de la que el cristianismo sería una falsificación:

  1. Dice Celso que creen los cristianos que Dios y la historia no son incompatibles. Algo que el viejo paganismo por su aversión a la historia veía como imposible. Desde el paganismo Celso se opuso al Misterio de la Encarnación, pues era una novedad para la vieja tradición (era demasiado «secularizador» para su mentalidad que rechazaba la historia- lo secular). Así dirá Celso:

«Dios es bueno, bello, feliz y está en lo más bello y perfecto. Si tuviese que descender a los hombres, debería cambiar de lo bueno a lo malo, de lo bello a lo feo, de la felicidad a la infelicidad, de lo perfecto a lo imperfecto. ¿Quién desearía tal cambio?»(IV, 14)

2) Del rechazo de la historia deriva también la incomprensión pagana de la Resurrección, pues lo histórico es para el viejo paganismo algo negativo.

«La carne, empero,llena de cosas que no fuera ni decente nombrar, Dios no querrá ni podrá hacerla inmortal (V, 14)».

3) Por último, la vieja mentalidad pagana es muy clasista, no reconoce la dignidad de todo ser humano y le resulta incomprensible el Misterio de la Cruz, en el que Dios se pone de parte de los pobres- visibilizando el carácter «gratuito» y no «retributivo» de la salvación- para salvar a todos por Amor. El cristianismo descubrirá la dignidad de todo ser humano, frente a las teorías de las castas antiguas, que pretendían que había diferentes grados de dignidad humana. Las consecuencias sociales del cristianismo no pasaron desapercibidas a las élites privilegiadas del Imperio (De hecho, muchos de los críticos paganos del cristianismo advertiran del peligro político que la mentalidad «democratizadora» cristiana tenía para los privilegiados del Imperio). Así expresará el pagano Celso su clasismo:

«Pues qué personas son dignas de su Dios… pueden convertir únicamente a los necios, a los innobles, a los insensatos, a los esclavos, a las mujeres y a los niños [III, 44] «porque son incapaces de convertir a alguien realmente bueno y justo» (III, 65 a). Ningún hombre prudente creerá en esa doctrina, asqueado por la muchedumbre de los que la abrazan» (III, 73 b)».

Conocer cómo era el viejo paganismo creo que puede ayudar a salir de la idealización que muchos hacen de él, en estos tiempos en los que está de moda denostar el cristianismo (sin negar las sombras que también en el cristianismo se han dado).

La novedad religiosa cristiana supone superar visiones intimistas de la espiritualidad. La experiencia espiritual no es solo una experiencia interior o de cambio de conciencia. Es una experiencia de transformación integral del ser, interna y externa, histórica y suprahistórica, humana y divina, gratuita y necesitada de acción, de praxis, personal y a la vez comunitaria y social o política… Por ello, dentro de la propia novedad de la experiencia espiritual cristiana está la necesidad de la Iglesia y del sacerdocio, como sacramentos de la Gracia en la historia que permiten el encuentro también «sensible» y no solo interior con el Misterio, manifestado en Cristo. El cristianismo como espiritualidad relacional por excelencia necesita de las mediaciones para que la experiencia cristiana se pueda vivir en plenitud, necesita pues de la Iglesia (mediación para el mundo) y del sacerdocio (mediación para la comunidad) además de la experiencia interior e inmediata. De ambas.

Ahora bien, las mediaciones en el cristianismo como la iglesia o los sacramentos no tienen el mismo sentido que en las religiones antiguas. No son sacralizadas perdiendo su realidad limitada ni reducidas a meras instrumentos sin valor en sí mismos y prescindibles.

La mediación solo se entiende si se accede a la perspectiva nodual relacional, el mediador no es distinto de las realidades a las que media (tiene realidad en sí mismo más allá de la función de mediación, con valores y límites) y, a la vez, está abierto a una realidad mayor que fundamenta su necesidad. Es diferente del intermediario, nos recordará Panikkar, que en realidad se mantiene como una realidad separada de las realidades para las que realiza la intermediación y que en sí mismo pierde su valor en favor de su función. Las viejas religiones entendían el símbolo y el sacerdocio más como intermediación (realidades fuera de la historia, sacralizadas) que como mediadores (necesarias pero limitadas).

Esta visión supone que ni la iglesia ni el sacerdocio ministerial pueden ser eclesiocéntricos (centrados en sí mismos), son sacramento del Espiritu de Cristo extendido por toda la tierra, también presente en las otras tradiciones espirituales sanas; ni tampoco son meros instrumentos prescindibles, pues sin ellos, que hacen «sensible» la Gracia (sin acapararla), la experiencia cristiana no se daría en forma plena.

La nueva manera de vivir las mediaciones en el cristianismo queda muy bien reflejada en el proceso de «iniciación» cristiana. La iniciación cristiana es diferente de la iniciación tal como se entendía en la religiones anteriores. En las viejas religiones la iniciación transmitía una «energía espiritual» que permitía «regresar» a la divinidad o el Misterio; sin ella, era imposible acceder a esas dimensiones superiores.

En el cristianismo, que se basa en una experiencia espiritual que integra y transciende las experiencias anteriores, lo importante es la adhesión personal al Misterio (y luego a las verdades que él transmite) desde la libertad. Por ello, el proceso no comienza con un rito, que nos transmite una «energía espiritual» para practicar determinadas técnicas espirituales que nos harán realizar nuestros estados más elevados. Como señaló el teólogo Karl Rahner, para el cristianismo, desde la Resurrección, la Gracia se revela presente en tod@s en su dimensión personal; como él decía, existe en el ser humano un «existencial sobrenatural» en el corazón de la persona, que le permite dar respuestas espirituales cuando desde su corazón dice «sí» plenamente al Misterio de la vida. La iniciación cristiana se basará en esta «capacidad espiritual de la persona».

El «proceso iniciático» cristiano comienza con un anuncio, el kerigma (Cristo ha resucitado), que pretende la adhesión del corazón, un encuentro personal que necesita de la colaboración libre de la persona (por ello, ella debe entender el mensaje no solo con la razón sino con el corazón, a través de un encuentro personal con el Misterio y no, simplemente, a través de la adhesión a una creencia).

Posteriormente, es necesaria la conversión, la práctica del seguimiento de Cristo en la historia, en la vida cotidiana; sería la práctica ética en la vida.

Por último, se celebra, lo que ya se vive en la vida ordinaria, en los sacramentos y en la liturgia. Sin fe ni conversión, los sacramentos carecen de toda efectividad real (al margen de que objetivamente sigan transmitiendo la Gracia). A su vez, los sacramentos no son un fin en sí mismos (como lo son los ritos antiguos) sino un instrumento y un signo de la Gracia que está en toda la realidad. El sacramento celebra y da plenitud a lo que se vive en la vida y, a su vez, ayuda a vivir en la vida lo que se celebra en la liturgia. Como vemos, es bastante diferente a los viejos conceptos religiosos, si bien, integra lo esencial de lo que los antiguos buscaban, pero le da plenitud. La Gracia no es una energía sino un encuentro personal con el Misterio en la historia, de ese encuentro nacerá esa energía.

Como señala Gianni Vattimo, el cristianismo supera la vieja visión metafísica de las antiguas religiones (una visión más monista que relacional)- si bien, la postura de Vattimo radicaliza en demasía esta idea-; el cristianismo es una religión que manifiesta la dimensión relacional de toda la realidad; sin negar la realidad del ser o la metafísica, no se considera al Ser como la realidad más profunda, ésta se sitúa en el núcleo del Ser que es el Amor y no el No- Ser o Supraser (como diría la vieja metafísica) que siguen siendo  una realidad no relacional y, por tanto, no la realidad plena . Esto supone que, cuando se vive en plenitud el cristianismo, éste no es eclesiocéntrico ni fundamentalista (creer que solo la propia tradición tiene la verdad). Desde los orígenes, los Padres de la Iglesia han hablado de las semillas del verbo en toda tradición sana. A la vez, tampoco es simplemente una tradición más.

La misión de un cristianismo, consciente de su carácter de religión de la relación, será poner a Cristo y su mensaje en relación con todas las tradiciones y con todas las realidades, sin que éstas pierdan su identidad, abriéndose a la enseñanza que éstas tienen, y sin que el cristianismo olvide su novedad. Contribuyendo con tod@s a la liberación de los seres humanos, en especial los que más sufren, los pobres y marginados… colaborando con Dios en la realización de Reino en la historia y más allá de ella.

Cristianía quiere ser un instrumento al servicio de un cristianismo y una espiritualidad de la relación, un cristianismo humilde, en cuyo seno puedan acogerse quienes no se sienten necesariamente cercanos a la institución (de ahí su énfasis en la laicidad- lo común a todos-) y, a la vez, un lugar para vivir la adhesión a la institución en claves relacionales, no fundamentalistas y radicalmente evangélicas.

En ambos casos, una red para ayudar a las personas a realizar la experiencia nodualista relacional (monástica) siguiendo las enseñanzas de Cristo y la tradición cristiana, contribuyendo a la construcción y crecimiento del Reino de liberación y amor en la historia.

Diferencias entre esoterismo, religión, mística y cristianismo.

cristo y dialogo interreligioso

Hoy es difícil encontrar discursos sobre espiritualidad que diferencien bien el ámbito de lo espiritual del ámbito de lo psicológico (no están separados pero, en ocasiones, se confunden) así como que distingan entre las diversas perspectivas o grados que pueden encontrarse en la vivencia de la espiritualidad.

 
Como explica Edith Stein, la espiritualidad hace referencia a la dimensión humana que es capaz de apertura a una realidad más allá de lo psicológico (mental, emocional o conductual) y lo material; el ámbito en el que se descubren los valores transcendentes que dan sentido a la vida (Martin Velasco). La espiritualidad es la dimensión personal del ser humano (hay que tener en cuenta que muchos confunden la persona con el individuo, por ejemplo, Jung), pues es el lugar de la libertad y la responsabilidad que le lleva a transcenderse más allá de sus necesidades egocéntricas.

 
Ahora bien, esta espiritualidad puede vivirse con diversos grados de profundidad que es bueno conocer y distinguir sin separar.

 

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EL AMOR CRUCIFICADO: LA NOVEDAD DEL NODUALISMO CRISTIANO

 

crucifijo rafael arnaiz

Si ha habido un occidental que haya conocido, de un modo profundo y experiencial, el vedanta advaita (nodualismo) hindú, ese fue Henri LeSaux, Abhishiktananda (que significa “la alegría de Cristo”). LeSaux, monje benedictino, llegó a la India desde Francia, con el deseo de vivir una vida monástica más austera y con la convicción de la indiscutible superioridad del cristianismo frente al hinduismo y las religiones de Oriente.

 

 

R. Panikkar ha explicado cómo esta visión entró en crisis al encontrarse en 1949 con Ramana Maharshi, que produce en Le Saux una profunda impresión que le hace tomar en cuenta la verdad y santidad que también se daba en el seno del hinduismo.

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EL PELIGRO ÉTICO DE UNA VISIÓN PSEUDONODUAL DE JESUCRISTO

 

cristo sacerdote

Hace tiempo que se está difundiendo en los ambientes cristianos progresistas una supuesta perspectiva nodual de Jesucristo, que en realidad es una visión espiritual de tipo  monista o una “pseudonodualidad” que puede deformar el misterio cristiano, como ya he señalado en otras ocasiones.

 
Un discurso éste de la pseudonodualidad, que creo es superficial, muy influido por la perspectiva de la nueva era y el neoadvaita- corriente muy cuestionada por el advaita tradicional-, que puede tener consecuencias éticas y espirituales negativas.

 
Desde estas visiones que son difundidas por algunos teólogos y nuevos maestros espirituales reputados en algunos ambientes progresistas cristianos y postcristianos, se insiste en tres puntos:

 
Jesús solo es una encarnación más  de Dios, no es un mediador único y universal como ha venido sosteniendo el cristianismo.

 

La Revelación de Jesús nos muestra lo que ya somos todos, no supone pues un acontecimiento singular de irrupción de la Gracia en la historia, solo es un símbolo de una realidad que todos ya poseemos. De modo que, o bien, la Gracia no es necesaria, pues todos ya somos perfectos- solo que no lo sabemos-, o bien, la Gracia no necesita, para actualizarse en nosotros, del encuentro en la historia con un acontecimiento salvífico, que para los cristianos es Cristo, continuado en la Iglesia. Cristo simplemente nos da un ejemplo moral como decía Pelagio o Pedro Abelardo.

 
– Por último, se dice que la dimensión religiosa del cristianismo solo es un momento evolutivo del mismo, al que le toca desaparecer, pues correspondería a una etapa evolutiva superada. La religión no se considera una dimensión constitutiva del ser humano, sino que se reduce a una forma social e institucional de vivir la espiritualidad y no hace referencia a una experiencia humana esencial, que necesita de esa forma social e institucional, pero no se reduce a ella.

 
Creo que este discurso intenta oponerse a perspectivas cristianas fundamentalistas (que creen que el cristianismo no puede ser reformado, confundiendo formas religiosas superadas con la tradición cristiana) y a concepciones cristológicas exclusivistas o eclesiocéntricas , que llevan a un insostenible imperialismo religioso cristiano, pues excluye la existencia de verdad y santidad fuera del cristianismo. Se intenta pues evitar el reduccionismo de ciertos literalismos y fundamentalismos cristianos.

 

 

Ahora bien, el discurso pseudonodual, por su tendencia monista, es incapaz de expresar sin reduccionismos el misterio nodual de Cristo. El monismo pseudonodual tiende a reducir a Cristo a su dimensión humana (no necesidad de la Gracia) o a su dimensión divina (no necesidad de singularidad histórica de Jesús), sin poder mantener ambos polos, plenamente reales, sin enfrentarlos ni fusionarlos. Cualquiera de estos reduccionismos termina llevando antes o después a formas de narcisismo y de enfermedad espiritual.

 
Veamos algunos ejemplos, de las consecuencias de las afirmaciones de esta corriente:

 
1) Si se niega la posibilidad de una revelación definitiva y plena en la historia, en el fondo, se asume un concepto evolucionista radical de la historia (que cree que no hay nada con valor  permanente en la historia).

 

No habría realidades en el tiempo que transcienden la historia y son permanentes, como lo sería el acontecimiento de Cristo. La realidad de la historia (y de la humanidad) queda así disminuida, no hay en ella nada estable, que pueda darle un sentido y una orientación.

 

El sentido (lo valioso) y lo permanente está separado de la historia. Hay que salir de la historia y de lo humano corriente, para encontrarse con lo transcendente. Una idea radicalmente diferente del concepto de Salvación en la historia del cristianismo, que es un concepto plenamente no dual al que Raimon Panikkar llamaba la tempiternidad, que supone tomar conciencia de que la eternidad y el tiempo son ambos reales y están en relación. La historia y la humanidad son dimensiones reales y permanentes, pues, aunque cambien en su superficie.

 
Bajo esta idea de que no es posible una revelación definitiva en la historia se encuentra la concepción del monismo pseudonodual del carácter ilusorio (nada hay permanente en ella, lo real supone que algo permanece) de la historia, algo que la verdadera nodualidad no comparte (Maharshi, maestro de la nodualidad, ya señaló que el mundo era real para la verdadera nodualidad). Podemos descubrir en esta perspectiva pseudonodual una tendencia gnóstica ajena a la verdadera nodualidad.

 
Si la historia es una ilusión, en último término, y todo es evolutivo (cambio constante, nada con valor permanente), podemos llegar a justificar el mal, como una simple fase evolutiva necesaria para llegar a la siguiente etapa. No habría valores intemporales como los valores éticos. El ser humano no tendría una naturaleza más allá de la evolución, de modo, que podría ser sacrificado para dar el siguiente paso evolutivo: las maquinas o los ciborgs. Las consecuencias éticas de todo esto son muy graves.

 
Si consideramos que en la propia historia se dan valores permanentes, el hablar de la revelación de Cristo como una revelación definitiva para los cristianos no supone ningún imperialismo ni autoritarismo, al contrario, es el modo de evitar el imperialismo del relativismo moral al que lleva el afirmar que en la historia no puede darse nada permanente. Es una afirmación que salva la perennidad de los valores del relativismo del evolucionismo extremo. La realización de esos valores sí puede ir cambiando con el tiempo pero lo esencial de los mismos no cambiaría.

 
Ahora bien, hablar del carácter absoluto del acontecimiento de Cristo, no supone decir que los cristianos conozcan plenamente ese Misterio (o tengan el monopolio sobre él), no se anula pues, con esta afirmación, la necesidad de diálogo con otras tradiciones para conocer el “Cristo desconocido presente en ellas”, ni se dice que el cristianismo histórico concreto sea “mejor” que otras religiones, solo se afirma la necesidad de la iglesia y del cristianismo para dar testimonio del Misterio de Cristo.

 

 

Esta universalidad y unicidad del acontecimiento de Cristo no es exclusivista (no niega la verdad de otros caminos) ni inclusivista radical (creer que el cristianismo ya sabe todo lo que los otros caminos pueden enseñarle) sino relacional, el cristianismo cree que está llamado a poner en relación con el acontecimiento de Cristo todas las otras realidades, lo cual, fundamenta el diálogo y aprendizaje de los otros caminos espirituales, así como sigue manteniendo la necesidad de la misión y evangelización desde esta perspectiva dialogal y de servicio y aprendizaje mutuo.

 
2) Otra consecuencia de esta tendencia gnosticista y evolucionista, que disminuye el valor de la historia, sería la idea de que no es necesaria la entrada de la Gracia en la historia. Es decir, que Cristo no es origen de la Gracia salvífica, sino simplemente un maestro moral o espiritual. Surge así una tendencia pelagiana en esta visión.

 
El pseudonodualismo tiende a negar la profundidad del mal, que suele ser relativizado. Todo está ya bien (todos somos ya Cristo dirán) y lo único que hay que hacer es tomar conciencia de ello. La banalización del mal que supone el no tomar conciencia de su profundidad, relativizándolo o negándolo, lleva de nuevo a una debilidad ética en esta perspectiva, pues favorece el descompromiso en combatir ese mal.

 
Si tomamos conciencia de que el mal nos ha herido en nuestro mismo interior ( la profundidad de la realidad del mal en nosotros, sin banalizarlo), es comprensible la necesidad de la Gracia, pues no podemos contar solo con las propias fuerzas, para poder responsabilizarse del cuidado del bien.

 
Un mundo que cree ser ya perfecto, no necesitado de la Gracia, en el fondo es un mundo que termina responsabilizando a los que sufren de su desgracia, pues el sufrimiento será siempre responsabilidad de las víctimas (que viven en la ignorancia) en un mundo supuestamente perfecto. De ahí, que en el discurso “pseudonodual” se pueda llegar a decir que “lo que viene, conviene”.

 
3) Por último, es precisamente de esa misma visión evolucionista radical que aqueja al pseudonodualismo monista de donde nace la creencia de que la religión es una mera fase evolutiva llamada a desaparecer.

 
La fenomenología de la religión enseña que la dimensión religiosa es una dimensión humana constitutiva, una invariante antropológica, si bien el modo como se viva esta dimensión puede ser diverso.

 
La experiencia religiosa supone la apertura a un Misterio transcendente que se revela a través de una mediación o hierofanía. De ahí, que la religión tenga una dimensión social e institucional, pero no pueda ser reducida a ella, como hace el pseudonodualismo al identificar la religión con los ritos sociales, los dogmas o las instituciones, olvidando la experiencia espiritual que los sustenta.

 
La religión no consiste simplemente en las instituciones que llevan ese nombre sino en una dimensión que se da en toda experiencia  espiritual profunda y auténtica y que necesita de manifestaciones externas (mediaciones) pero no se limita a ellas.

 
Incluso la espiritualidad laica, que prescinde de su vinculación con instituciones religiosas, cuando profundiza tiene una dimensión religiosa, pues experimenta una apertura a una transcendencia a través de una mediación, generalmente la propia vivencia personal o grupal.

 
El cristianismo si quiere mantener su carácter de experiencia espiritual profunda no puede perder su carácter religioso (su apertura a una transcendencia a través de una hierofanía), entendido en este sentido. La institución está al servicio de esta dimensión religiosa pero esa dimensión es más que la institución religiosa.

 
Como se diría en el cristianismo, la iglesia (expresión religiosa de la experiencia espiritual cristiana) es más que la iglesia visible e institucional pero ésta es necesaria, pues sin esa dimensión institucional, la iglesia sería incompleta. Otra cosa es que estas instituciones deban ser reformadas, algo que seguramente es muy necesario hoy en día.

 
Cristo mismo en el Evangelio señala la necesidad del bautismo para la salvación, nos pide la celebración de la eucaristía y la predicación del evangelio, dando testimonio con palabras y obras al servicio de los seres humanos. Es decir, señala la necesidad de la Iglesia (mediación religiosa), cuya forma institucional puede variar dentro de unos márgenes (la fidelidad a Jesús).

 
La pseudonodualidad parece promover un cristianismo meramente interior, ya no religioso (vinculado a unas mediaciones) basado en la pura experiencia personal. Es una propuesta que puede llevar a formas de narcisismo espiritual y descompromiso muy notables.

 
Sería un cristianismo que parece bastante alejado de la propuesta de Cristo en el Evangelio, que enfatiza el encuentro con el Misterio a través del encuentro con Dios y los otros en la historia, es decir, a través de mediaciones; experiencia que incluye una dimensión interior pero no se reduce a la propia subjetividad, ni identifica la propia experiencia espiritual personal con la experiencia de la verdad.

 
La verdadera espiritualidad profunda es una experiencia que siempre se vive con humildad (siendo consciente siempre de la limitación de mi experiencia espiritual por muy elevada que sea) y obediencia, es decir, escucha y servicio a las mediaciones que se presentan en la historia, más allá de mi mismo. Es decir, se vive siempre con una dimensión religiosa.

EN LA VERDADERA CONTEMPLACIÓN, EL ESTADO DE ADVERTENCIA O ATENCIÓN ES TRANSCENDIDO

 

san juan de la cruz

 

En la actualidad ciertas corrientes espirituales pretenden identificar la contemplación con el estado mental de silencio o atención. Algunos creen incluso que ese estado de atención transciende la mente, pues identifican la mente con el pensamiento formal.

 
San Juan de la Cruz definió la oración contemplativa como “estarse a solas con atención amorosa a Dios”.

 

 

De esa descripción algunas corrientes de espiritualidad actuales, del ámbito del mindfulness o de lo que denomino pseudonodualidad (corrientes monistas de espiritualidad) extraen la conclusión de que la contemplación es un estado de “atención sin yo”.

 

 

Se hace una lectura que olvida la última parte de la definición de san Juan de la Cruz, que incluye un abrirse a Dios, a una dimensión transcendente, con la que entramos en relación personal.

 
Como recuerda el experto en San Juan de la Cruz, Juan Antonio Marcos esta atención amorosa “es en esencia de carácter personal y… podemos identificarla, en buena medida, con la misma fe”. Supone el abrirse a una realidad que nos transciende, en la que confiamos (fe) y que nos lleva a confiar también en el ser humano y en la creación.

 

 

En la contemplación nos abrimos a una realidad que transciende la mente (incluso en sus formas más allá del pensamiento) y,  a la vez, nos reconocemos limitados y no fusionados (humildad) con esa realidad, unidos en el amor.

 
De ahí, que  en la contemplación se tome conciencia de que la verdadera realidad no se reduce a la experiencia espiritual que estamos viviendo (aunque sea una experiencia más allá del pensamiento y sin yo), la realidad a la que apunta la contemplación transciende nuestra experiencia espiritual y, por ello, el pensamiento no sería un obstáculo que hay que superar en el camino hacia Dios o el Misterio, sino una dimensión totalmente necesaria (para evitar un estado mental de pura fusión) , que se plenifica en la experiencia, no encerrándose en sí mismo.

 
En la verdadera experiencia mística el pensamiento no es algo a superar ni algo que tenga una función meramente instrumental para “vivir” en el mundo, sino un elemento intrínseco de la misma experiencia. Una experiencia solo de silencio es incompleta. Y si se identifica con la contemplación es enfermiza.

 
Reducir la contemplación (como parecen decir algunos) a un estado de fusión, sin yo, que nos lleva a descubrir que Dios es una “idea mental” a ser superada, nada tiene que ver con la verdadera contemplación. Esta forma de entender la contemplación, más bien, es un buen ejemplo de cómo muchas de las llamadas espiritualidades nodualistas, que algunos están hoy difundiendo, son una forma de narcisismo espiritual y de gnosticismo que no se abren a la verdadera transcendencia.

 
El budismo también lo confirma. Como recuerda el experto en Dzogchen, Elias Capriles, el budismo considera que la mente tiene muchos más niveles que simplemente el pensamiento. El budismo dzogchen habla de tres reinos mentales: el reino sensual (sensaciones, emociones), el reino con forma (pensamiento) y el reino sin forma (estados trasnspersonales de fusión con el todo, que siguen siendo mentales). Ninguno de estos niveles es la experiencia de contemplación real.

 
Muchos de los modernos neognósticos pseudonoduales confunden los estados mentales sin forma, estados de silencio (abismamiento) y de unión con el todo, con la verdadera contemplación que supone una apertura a algo que nos transciende, el Misterio o Dios. La experiencia contemplativa verdadera fundamenta la realidad de la persona (la persona no es una mera construcción mental, pues una cosa es la persona y otra el individuo) y, a la vez, abre a alguien distinto de ella, que la transciende, Dios.

 
La verdadera contemplación es una gracia, algo recibido de Dios (el Misterio), supone una toma de conciencia de una realidad que nos transciende y no el encerrarse un estado, logrado por la práctica meditativa de la atención amable, hasta alcanzar a una modalidad de la mente de tipo fusional sin yo, cerrada a la transcendencia. Así también lo recuerda el Dzogchen, nada producido por el propio esfuerzo es el estado de iluminación.

 
Por eso, San Juan de la Cruz dirá “cuando se sienta el alma poner en silencio y escucha, aún el ejercicio de la advertencia amorosa ha de olvidar”. El silencio y la escucha a la que se refiere San Juan de la Cruz es la acción de la gracia, un estado recibido de Dios (el alma es puesta en él, no lo logra por su propio esfuerzo a través de la práctica meditativa).

 

 

En ese estado (diferente del estado de atención amorosa autocentrado) la práctica de la meditación es un obstáculo, pues es una práctica mental que puede llevar a identificar la práctica de la atención con la verdadera experiencia contemplativa, cerrando a la persona en la mente (en la modalidad sin forma de la mente) y no abriéndola a la transcendencia.

 
Este es uno de los peligros que hoy puede darse en los nuevos discursos de espiritualidad nodualista (pseudonodualista en realidad), que se están difundiendo, y que parecen ser  formas enfermas de espiritualidad.

La espiritualidad más profunda siempre tiene una dimensión religiosa

 

manos rezando

El proceso de secularidad, que se caracteriza por la independización de muchas realidades que antes pertenecían al ámbito religioso, ha supuesto la legítima separación de la noción de espiritualidad de su identificación con la religión.

 

 

La espiritualidad, antes siempre ligada a lo religioso, se considera ahora una dimensión humana, que no necesariamente ha de vivirse de modo religioso. Esta dimensión, según Viktor Frankl, hace referencia a la existencia en el ser humano de una realidad más allá de lo meramente corporal o psíquico, la realidad del espíritu.

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