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Recuperar un esoterismo sano al servicio de la mística cristiana

Gaston Bachelard, Gilbert Durand, Henri Corbin, Rene Guenon, Frithjof Schuon… han recuperado para Occidente la idea de que existe un tipo de conocimiento, accesible solo por la vía de la imaginación creadora, que es de tipo simbólico e intuitivo, más profundo que el conocimiento racional, y que da acceso a los arquetipos, expresiones de aspectos de lo Sagrado, del Ser, que nos permiten acceder y anclarnos a nuestro yo interior (el yo profundo, espiritual, un yo que no es un yo, la persona en sentido cristiano) mediante la experiencia de la iluminación (Thomas Merton). En la iluminación esotérica accedemos a la experiencia de la dimensión inmanente de Dios en nosotros, olvidando nuestra individualidad, sin, a la vez, poder captar adecuadamente su dimensión transcendente, pues para ello necesitamos no olvidar nuestra individualidad. Es, pues, una experiencia espiritual valiosa pero incompleta. Cuando quien vive esta experiencia se encierra en ella, creyéndola la experiencia espiritual cumbre, entonces se vuelve ciego a la transcendencia, olvida la humildad y enferma espiritualmente.

Las doctrinas y prácticas, espirituales y éticas, que buscan esta iluminación de este modo son llamadas esotéricas (de –esos– prefijo griego que significa interior).

Antoine Faivre, estudioso del esoterismo, infuido por H. Corbin, señala las 4 características esenciales de la perspectiva esotérica (la cosmovisión propia de la mentalidad simbólica):

  • Correspondencias: Carácter simbólico de todas las cosas de la realidad.
  • Naturaleza Viva: interrelación de todo.
  • Imaginación mediadora: La imaginación creadora es el órgano para captar esta realidad profunda.
  • Transmutación: el camino lleva a una transmutación, un acceso al yo profundo.

Añade dos características más que son frecuentes en las corrientes esotéricas, pero no son absolutamente necesarias, ni siempre se dan:

  • Concordancia: Referencia a una tradición primordial común a las tradiciones.
  • Transmisión: Necesidad de una iniciación regular y ritual.

El esoterismo era la perspectiva predominante en la espiritualidad antes del nacimiento de la tradición judeocristiana. Ésta revalorizó el carácter real de la historia y el carácter histórico de la salvación.

La experiencia que une estas dos dimensiones: histórica y arquetípica (metahistórica) de la realización espiritual es la experiencia mística, la forma más plena de experiencia espiritual. En la experiencia mística experimentamos la presencia transcendente de Dios en lo más profundo de la inmanencia, accediendo a conocer, a la vez, no solo la dimensión inmanente de Dios en nuestro yo profundo, con olvido de nuestra individualidad, sino que, a diferencia de la experiencia esotérica, también conocemos simultáneamente nuestra individualidad desde Dios (San Bernardo de Claraval). El cristianismo de los orígenes es la tradición que de modo más explícito ha puesto a la mística como centro de su mensaje (si bien, a lo largo de su historia ha tendido a olvidar esto). Ahora bien, la mística no es monopolio cristiano ( ni siquiera propio solo de las religiones- hay mística laica-). Otras tradiciones, si bien, suelen utilizar un discurso explícitamente más esotérico, pueden vivir una mística más o menos implícita en su seno.

Cuando la imaginación simbólica se concibe como el único verdadero instrumento central del conocimiento (menospreciando la razón y el amor como otras formas necesarias de conocer), y se antepone el símbolo al ser, a la existencia, a la historia… el esoterismo se enferma, y se convierte en gnosticismo, una forma de narcisismo espiritual, un espiritualismo que encierra en la experiencia espiritual interior y no se abre a la transcendencia, al Ser. Es la llamada enfermedad zen del budismo zen, o el estado de  kun gzhi del budismo Dzogchen (Elías Capriles). Importante diferenciar entre gnosticismo y gnosis, una palabra que se usa en algunas tradiciones (en algún momento en la tradición cristina) para designar a la mística. Aquí por gnosticismo nos referimos a las formas enfermas de vivir el esoterismo.

Recuperar el esoterismo puede ayudar a caminar hacia esa iluminación (descubrimiento del yo interior, que no es un yo) y desde ella, a abrirnos a la experiencia mística (encuentro con el Ser, con Dios); puede ayudarnos -y eso es muy necesario- a salir de un racionalismo que nos dificulta acercarnos a la mística. A la vez, corre el riesgo de llevarnos al gnosticismo, si no discernimos bien la naturaleza de la experiencia espiritual más profunda, la mística, y la confundimos con la experiencia esotérica ( que consiste en el descubrimiento de las dimensiones más profundas del propio ser), anteponiendo esta experiencia interior (esotérica) a la experiencia más completa,  por ser interna y externa, histórica y metahistórica, que es la mística.  

El gnosticismo cree ser más profundo que la mística (o cree que la mística es lo mismo que el gnosticismo), pues considera que su punto de vista se mantiene en las dimensiones más espirituales de la realidad interior y cree que la realidad externa tiene una realidad limitada o incluso ilusoria (mientras que la mística defiende la realidad plena de las dimensiones externas o históricas). Confunde el gnosticismo la espiritualidad no dual o trinitaria – mística- con el monismo (reducción de todo en último término a las dimensiones más elevadas de la realidad), manteniendo una visión elitista y jerárquica rígida de la realidad (el Uno por encima de todo, por encima de la pluralidad). En el nodualismo o trinitarismo, el Uno y lo plural, son, en último término, la misma realidad ontológica, sin ser lo mismo y sin negar la realidad de una jerarquía de niveles de existencia, a la vez, que superando esa jerarquía en la experiencia espiritual final: la mística.

El cristianismo occidental ha tenido sus corrientes esotéricas; en Occidente, éstas han estado representadas por el hermetismo cristiano (esoterismo que sintetiza la espiritualidad pagana helenística, iluminada por el cristianismo) y por la cábala cristiana (corriente esotérica judía en diálogo con el cristianismo). Estas corrientes nunca han sido el núcleo del cristianismo (como creía Guenon) pues este núcleo es la mística.

El monacato cristiano tiene una dimensión esotérica (que busca  alcanzar la iluminación que nos lleva al yo profundo a través del simbolismo y la imaginación creadora), si bien, es una mística. Esta dimensión esotérica se puede ver en que ha sido tradicionalmente considerado una “vida angélica”, haciendo referencia los ángeles a esas dimensiones más profundas de la existencia a las que nos abre el esoterismo, cuando está sano. Esta dimensión esotérica no es algo limitado al monacato, es una dimensión presente en el cristianismo, si bien, en el monacato se ha conservado más la conciencia de esta dimensión que en el conjunto de la iglesia.

Recuperar la dimensión simbólica es pues recuperar, con discernimiento, la dimensión esotérica de la espiritualidad, para ello necesitamos beber de las corrientes esotéricas de un modo sano, poniéndolas al servicio de la mística, la experiencia espiritual más plena.

Mística: la imaginación simbólica al servicio de la unificación liberadora.

Gilbert Durand ha revelado cómo en Occidente se ha ido imponiendo, desde finales de la Edad Media, una corriente claramente iconoclasta- enemiga de la imaginación-, que ha privilegiado la razón (logos) sobre la imaginación de un modo desproporcionado, hasta el punto de que algunos describen nuestra cultura como una cultura logocéntrica (Derrida) que ha reprimido dimensiones de la realidad (el afecto o el cuerpo, por ejemplo) para favorecer el control político (Foucault) – la imaginación convertida en utopía es un instrumento crítico del orden establecido-.  Estas dimensiones no racionales son esenciales para poder caminar por la vía de la unificación liberadora(integración de todas las dimensiones de la realidad) que es la espiritualidad (cuya forma más plena es la mística), de ahí, la persecución o marginación de la mística (que revaloriza y necesita de la imaginación) en nuestra historia moderna.

En el siglo XX se ha producido todo un movimiento de revalorización de la imaginación, desde el campo de la fenomenología de la religión (Mircea Eliade), la psicología analítica (Jung), la antropología (Gilbert Durand), la filosofía (Bachelard), la política (Bloch) y la espiritualidad (Henri Corbin). En la escolástica decadente la imaginación era vista simplemente como un órgano menor de conocimiento, que se limitaba a la representación, mediante imágenes visuales, auditivas o cinestésicas, de los objetos reales, para que la razón pudiera abstraer de estas imágenes la dimensión inteligible de lo real. La imaginación, por tanto, no aportaba verdadero conocimiento fiable, era una función vinculada a la percepción, el verdadero conocimiento  era aportado solo por la abstracción racional. De ahí, el logocentrismo de nuestra cultura.

En la recuperación del valor de la imaginación, que tiene lugar en el siglo XX, la imaginación se convierte en una función independiente de la razón y de la percepción, de hecho, una función más importante que la propia razón pues la imaginación sería la capacidad que permite acceder directamente al “mundo de los arquetipos”, verdaderas fuerzas estructuradoras de la conciencia que se harían presentes a la inteligencia del ser humano a través de los símbolos, que serían expresiones de esos arquetipos. Los arquetipos serían verdaderos puentes entre lo consciente (racional ) y lo inconsciente (metarracional), de ahí, que la imaginación se entienda como “imaginación creadora”, es decir, como una facultad activa y creativa, que no se limita a recibir sus contenidos de la percepción, sino que ella misma produce sus imágenes (los símbolos) extrayéndolas de los contenidos más profundos de la conciencia y dando lugar a un conocimiento más completo que el conocimiento racional.  

La imaginación no dependería así de la percepción del mundo objetivo sino de una “imaginación transcendental” (Bachelard), que sería la verdadera fuente de la razón, del arte y de la espiritualidad en el ser humano.  Esa imaginación transcendental es llamada “unus mundus” por Jung, dándole así un carácter ontológico, pues considerará que los arquetipos tienen una naturaleza “psicoide” ( significa: similar a la mente). Los arquetipos estarían más allá de la mente individual, formarían un mundo propio cuya naturaleza sería “similar a la mente” (psicoide) pero más allá de ella, y darían origen tanto al mundo físico como al psicológico. Los arquetipos serían expresiones de una conciencia subsistente por sí misma, de la que emanaría la existencia y la inteligencia, por medio de la imaginación, que sería la función cognitiva y creativa primordial.

Con Mircea Eliade y Henri Corbin la imaginación se va a relacionar claramente con la espiritualidad. Para Mircea Eliade los símbolos son expresiones de las imágenes primordiales o arquetipos, que expresan Lo Sagrado, la realidad a la que remite la religión en la visión religiosa precristiana. Para esta visión antigua, las realidades históricas no tienen valor en sí mismas, su valor proviene de ser expresiones (hierofanías) de esa verdadera realidad que es lo sagrado.

Los símbolos, los mitos y los ritos que han nacido por medio de la imaginación creadora, son modos de vincular al ser humano, caído en la historia profana- el tiempo-, al verdadero mundo real, el mundo de lo sagrado, de los arquetipos. En ese camino hacia lo sagrado, Henri Corbin situará a la imaginación como un ámbito intermedio entre el mundo inteligible (Lo sagrado) y el mundo sensible, el mundus imaginalis, el “mundo del ángel”, en el que el espíritu se hace “carne” y el cuerpo se espiritualiza. Es el mundo de la “hierohistoria” (historia sagrada) que sería más real que el mundo histórico, pues éste sería un reflejo de esta dimensión imaginal. La imaginación, para Corbin, no debía identificarse con “lo imaginario”, con la fantasía, con  la imaginación pasiva dependiente de la percepción de los objetos de la historia, sino con la imaginación creadora, con lo imaginal, vinculada con ese mundo verdadero de los arquetipos, puente entre Dios y los seres humanos, más real que la historia mundana (Corbin es un docetista, que cree que la historia es una apariencia de la verdadera realidad, que es el mundus imaginalis).

Gracias a la labor de todos estos autores se ha recuperado en nuestra época un tipo de imaginación a la que ya santo Tomas había aludido en su síntesis de cristianismo y filosofía, que fue olvidada por la escolástica posterior, una imaginación diferente a la imaginación pasiva meramente receptiva de imágenes, una imaginación activa productora de conocimiento, en alianza con la razón (no al margen de ésta).

 Recuperar esta idea de la importancia de la imaginación creadora como fuente de conocimiento, ha supuesto revalorizar la capacidad simbólica del ser humano, como su facultad más importante, pues es la capacidad integradora, unificadora, de las diversas dimensiones de la persona y de lo real, tanto racionales como metarracionales, permitiendo así, gracias a esta capacidad, la realización del mayor anhelo del corazón humano: la integración, la unificación, la comunión con lo real.

La desvalorización de la imaginación creadora ocurrida en la modernidad había encerrado al ser humano en la razón, en la mente. El racionalismo de Occidente había marginado a la mística y nos había desconectado de la existencia (lo que está más allá de la conciencia). Incluso en el ámbito religioso el mensaje cristiano se había convertido en una ideología dogmática más que en una experiencia. Era pues muy necesario recuperar esta dimensión imaginativa y simbólica si queríamos recuperar la mística y vivir nuestra espiritualidad de una manera real y no solo mental.

Ahora bien, la revalorización de la imaginación y del simbolismo puede llevarnos, no a la experiencia espiritual real, sino a experiencias espirituales que no transcienden el universo mental imaginario, desconectadas de la existencia real.

La imaginación no puede desvincularse de la razón y de la existencia histórica, si realmente quiere ser simbólica y no solo imaginaria. Lacan ha diferenciado muy bien en la conciencia entre el “registro” de lo imaginario (cuando la imaginación se encierra en sí misma, desconectándose de la razón y de la realidad existencial, de un modo narcisista- identificando lo real con lo imaginario-), del registro de lo simbólico (cuando se conecta la imaginación, la razón y la existencia, integrándose todas estas dimensiones) que nos saca del narcisismo y nos abre al encuentro con el otro, con la realidad, sin reprimir nuestra interioridad (imaginación, afectividad). El símbolo que solo se entiende como una realidad imaginaria (arquetípica) se convierte en un ídolo, no en un icono que transparenta lo real. El lenguaje, la razón crítica, es lo que hace que el símbolo no nos encierre en un mundo mental autocentrado que el psicólogo jesuita, Luigi Rulla, llama adictivo, de “a-dicto”, es decir, no dicho, sin lenguaje, sin razón crítica que saque al símbolo de su encerramiento en el ámbito imaginal).

Paul Ricoeur ha corregido aquellas visiones del símbolo que lo entienden solo como algo propio del ámbito de la imaginación. Distingue así en el símbolo tres dimensiones:

  • Una dimensión arquetípica, que él denomina cósmica.
  • Una dimensión afectiva, que denomina onírica.
  • Una dimensión interpretativa, que tiene que ver con el lenguaje y con la razón, abriendo la dimensión de la imaginación al encuentro con el otro, con lo real.

En Ricoeur como en Heidegger o en Levinas, el lenguaje es mucho más que un instrumento para transmitir contenidos (incluso aunque estos contenidos sean suprarracionales), es un medio para encontrarse con el Otro, con el Ser, con la realidad más allá de nuestra conciencia. La imaginación con sus arquetipos amplía nuestra conciencia para que pueda reconocer la existencia de una dimensión que la transciende, el Ser.

En la actual recuperación de la dimensión imaginal que se está dando en la espiritualidad occidental, hay un peligro de encerrar la espiritualidad en lo imaginario, en una conciencia que se concibe como el fundamento de la realidad.  De este modo, solo pasaríamos de una espiritualidad demasiado racionalista a una espiritualidad de tipo gnóstico, que no es capaz de sacarnos de la conciencia hacia el ser- hacia el otro-,  y que, por ello,  es profundamente narcisista.

Este peligro no es una mera especulación teórica, hoy muchos de los discursos en torno a la espiritualidad tienen un reconocible sabor gnosticista. No es raro que los difusores más populares de la espiritualidad expresen la convicción de que la mística es igual al gnosticismo o al esoterismo (una experiencia básicamente interior y del ámbito cognitivo, más allá de la razón, pero encerrada en la conciencia, sin darle valor al Ser ni a la existencia, que se considera irreal o muy poco real).

Frente a estas visiones intimistas y gnosticistas, la tradición profética judeocristiana ha enfatizado la necesidad de vincular la ética y el símbolo (el culto), una vida simbólica desconectada de la existencia ética es una idolatría, como denunciaron los profetas bíblicos y el mismo Jesús. Los primeros cristianos emplearon términos profanos y laicos para expresar su espiritualidad (el mismo término liturgia es un término laico, significa: servicio a favor del pueblo) para evitar esta minusvaloración de la historia por parte de las espiritualidades precristianas. Añadieron, al símbolo, la dimensión utópica; el símbolo estaría llamado a ser vivido en la historia (no a sacarnos de la historia). Como ha enseñado E. Bloch, el término utopía hace referencia a dos conceptos: “eu- topos” (el mejor lugar) y “u-topos” (no-lugar). La utopía es el símbolo del “lugar mejor” (más justo y humano) que todavía no es, por el que debemos trabajar y comprometernos, es la dimensión histórica del símbolo, esencial, si queremos que el símbolo no se convierta en ídolo. La utopía es un lenguaje laico que sirve para expresar el mensaje central del cristianismo: trabajar por construir el Reino de los cielos, dentro y fuera de nosotros, en la historia y más allá de ella.

Bienvenida sea pues esta recuperación de la imaginación creadora y del símbolo en el camino espiritual actual y, a la vez, sepamos discernir los peligros que hay en muchos de los discursos que revalorizan la imaginación y el símbolo hoy, pues no son, sino otro modo de reprimir el carácter liberador que debe tener el símbolo, encerrándolo en el ámbito de lo imaginario, para que no produzca cambios sociales externos que amenacen al sistema injusto y sus beneficiarios.

El olvido del Ser, fundamento de la religión burguesa

La difusión en Occidente de una espiritualidad formalista y moralista, impulsada muchas veces desde el seno de las iglesias, y asociada a la defensa de formas sociales autoritarias e injustas, dio lugar a lo que el teólogo Metz denominaba la “religión burguesa”, una enfermedad espiritual y social, que se ha ido apoderando del cristianismo, cuando es, en realidad, su caricatura manipulada: una religiosidad privatizada e intimista al servicio de los ideales conformistas de los acomodados.

Esta “religión burguesa” no fue una enfermedad que afectó solo a ciertos cristianos poco comprometidos, pues, por desgracia sigue siendo, muchas veces, la sensibilidad dominante en el seno de algunas comunidades de las iglesias occidentales, también en sus grupos aparentemente más comprometidos, desde los más activos (centrados, a veces,  más en la propaganda casi con técnicas de marketing que en la promoción de la dignidad humana) a los más contemplativos (refugiados, en ocasiones, en una vida reducida a la oración, que es una evasión de la vida real y un descompromiso con los desfavorecidos).

El Concilio Vaticano II tomó conciencia de esta enfermedad en el seno de la iglesia católica e intentó poner remedio a la situación, volviendo a la experiencia cristiana de los orígenes actualizada hoy, a la religión mesiánica o humanamente liberadora que el cristianismo es. Se animó a una “desclericalización” de la iglesia, para recuperar el valor de la koinonía (comunión y fraternidad) y el verdadero sentido del ministerio sacerdotal (al servicio de la comunión), se recuperó la dimensión social y liberadora del mensaje de Jesús, su opción por la defensa de la dignidad de la persona y de la justicia, con y desde los marginados;  se buscó desideologizar el anuncio del mensaje, para redescubrir la experiencia espiritual que fundamenta la doctrina, se volvió pues a intentar que la mística fuera el centro del mensaje. Una mística de los ojos abiertos, solidaria, encarnada que llevara a una perspectiva universal, al diálogo interreligioso e intercultural, fundamento de la paz desde la justicia y el amor.

Con el Papa Francisco se ha recuperado y actualizado este proceso iniciado en el Vaticano II, obstaculizado por grupos ultraconservadores muy agresivos, protegidos durante los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI. El papa Francisco se ha desvinculado de esos grupos y ha continuado la línea de reforma del Vaticano II, incluyendo ahora con más fuerza la preocupación ecológica y social, pero todavía queda mucho por hacer: Es indignante la situación de discriminación de la mujer dentro de la iglesia, el laicado sigue privado de su protagonismo con muy poca influencia real en la estructura de la institución, la insuficiente garantía de los derechos humanos dentro  de la institución ha favorecido los abusos espirituales (abusos de poder manipulando la conciencia) y sexuales dentro de la misma (muchos avisan de que solo estamos conociendo la punta del iceberg), lo que reclama una verdadera reforma estructural, hay que sanear también el discurso teológico y moral en puntos como la sexualidad, liberándolo de prejuicios sexófobos, homófobos y misóginos que  siguen presentes en no pocas ocasiones en la cultura eclesial…

La religión burguesa sigue estando muy presente en el seno de la institución, por lo que, para sostener toda la labor de reforma y saneamiento urgente, necesitamos una fundamentación muy fuerte en una experiencia espiritual auténtica. Santa Teresa de Jesús decía que son los frutos de amor, los que nos muestran si una experiencia espiritual es auténtica o no. Amor afectivo y efectivo diría San Bernardo de Claraval. Una mística de los ojos abiertos decía Metz.

Ya K. Rahner lo intuyó hace tiempo al decir que el cristiano del siglo XXI será místico o no será (frase que él escuchó a Raimon Panikkar).

Martin Velasco ha señalado como la Mística es una experiencia que se basa en el encuentro con el Misterio transcendente (de ahí deriva su nombre), en lo más profundo de la inmanencia, en el interior del mundo humano. Transcendencia hace referencia a algo abierto, algo que no está cerrado (inmanente), por ello, la mística entiende el encuentro con el Misterio como una experiencia que no está encerrada en la mente, es decir, que nos lleva al encuentro con el Ser,  con Dios para los cristianos. Por eso, la experiencia mística se realiza a través del amor, no del intelecto, incluye una dimensión cognitiva (presente siempre en el amor) pero la transciende, no se reduce todo a un cambio de conciencia, sino a una transformación del ser, una unión por el amor del ser humano con el ser divino y con toda la realidad, sin fusión ni separación.

La mística remite al Ser, a una realidad que transciende la conciencia (incluso la conciencia suprarracional), busca la unión respetando la alteridad. El gnosticismo, que es la enfermedad de la espiritualidad, remite solo a la conciencia, pues reduce todo lo real a la conciencia, una conciencia, así, encerrada en sí misma, inmanente pues, y no transcendente, que no considera real lo que está más allá de ella (el otro, la alteridad).

La mística remite a un camino espiritual integral que incluye y valora el cuerpo, las emociones, el cultivo de la razón, la contemplación, el compromiso ético personal, interpersonal y social en el encuentro con el Misterio, pues respeta la alteridad de cada ámbito en la unidad. Busca la unificación por integración. El gnosticismo tiende a focalizar, todo el camino espiritual, fundamentalmente, en la práctica de la meditación contemplativa buscando una iluminación que lo libere de la supuesta “ilusión” de la alteridad; el gnosticismo reduce la realidad de los otros y del Misterio, al negar su alteridad, encerrándose en una “gran” conciencia autocentrada, que pretende subsistir por sí misma y ser lo único real. El gnosticismo busca la unificación negando la alteridad y admitiendo solo una única realidad: la conciencia, que en esta visión es inmanente (encerrada en sí misma, pues no reconoce la plena realidad de lo que no es ella). Es la dictadura de la unidad frente a la pluralidad. La salvación- realización se logra, así, por el conocimiento (un conocimiento suprarracional) no por el amor, de ahí, el nombre de esta enfermedad espiritual: gnosticismo, de gnosis (conocimiento) como ha señalado Hans Jonas, experto en gnosticismo.

La mística al situar el fundamento de lo real en el Ser y no en la conciencia, sostiene una visión antropológica que prima la libertad sobre el intelecto. La libertad entendida como libertad ontológica, como apertura del ser humano al Ser (capax Dei, decía San Agustín, capacidad de abrirse y unirse al Ser), más que como libertad operativa (capacidad de elegir).

La tradición judeocristiana se caracteriza por esta visión que da primacía al Ser, siguiendo la revelación de Dios a Moisés como: “yo soy el que soy”. El Ser, en la síntesis que hizo Santo Tomas de la mística cristiana y la sabiduría filosófica, está más allá de la conciencia, es el acto de todos los actos (el fundamento de lo real), es transcendente (abierto, relacional) y analógico (se expresa de modo plural sin perder una dimensión común en todas sus expresiones). Está más allá de la esencia (la dimensión referida a la conciencia, no es una realidad abstracta) y de la existencia (el ser determinado). La nota que caracteriza a este fundamento de todo es precisamente ser, es decir, aparecer fuera de la nada. Esta sería su caracterización desde una perspectiva objetiva, desde una perspectiva subjetiva o interna (hablando analógicamente) su nota fundamental es la libertad, cuya plenitud es el amor. Como dice San Juan Dios es Amor”, el Ser en su interior es amor, comunión, relación. De ahí que la mística considere a la libertad- voluntad como la facultad superior del ser humano, que integra y dirige a las otras y al amor (unión real del ente y el Ser) como la perfección del ser humano y de todo lo real. El gnosticismo tiende, sin embargo, a poner al intelecto como la facultad primera del ser humano (Santo Tomas también consideraba que el intelecto era la primera facultad pero solo desde la perspectiva constitutiva o esencial- relacionada con la dimensión intelectual de lo real- pero no desde la perspectiva dinámica de lo real, que es la más plena, pues se relaciona con el alcanzar los entes sus fines, es decir, con su perfeccionamiento, es la dimensión existencial y la más importante, y en ella prima para Santo Tomas la voluntad).

Señala Hans Jonas que el gnosticismo como principio siempre ha estado presente en el seno del cristianismo, acompañando a la mística y, en ocasiones, confundiéndose con ella. Ya Heidegger denunció el “olvido del ser” en la filosofía occidental, lo que podríamos entender como la contaminación gnóstica en parte del pensamiento occidental.

Para Cornelio Fabro, experto en la filosofía de Santo Tomas, es la propia filosofía escolástica medieval la que olvidándose de la importancia del Ser en Santo Tomas, evoluciona hacia posiciones que él denomina “esencialistas” o “formalistas”, que identifican al Ser con el “Ser esencial”, una esencia que es subsistente, es decir, con una Conciencia (la esencia hace referencia siempre a la dimensión intelectual) que existe por sí misma, regresando así a la visión gnosticista. Ya en la Edad Media las corrientes místicas van a criticar esta visión “intelectualista”, quizá el ejemplo más conocido es la crítica de San Bernardo de Claraval a Abelardo, un escolástico del momento con posiciones intelectualistas o su oposición a los cátaros, corriente espiritual abiertamente gnosticista.

Los humanistas del Renacimiento intentaron sanear este intelectualismo escolástico de la Edad Media ya decadente. Este humanismo recuperó la importancia de la libertad en la antropología humana, pero al apoyarse en la filosofía neoplatónica o hermética, en el esoterismo más que en la mística, no consiguieron regresar a la primacía del Ser, pues estas filosofías y espiritualidades eran representantes de una perspectiva intelectualista y no realista, no daban primacía al Ser sino a la Conciencia.

La modernidad nació así con una doble fuente espiritual: una fuente más sana vinculada con la mística cristiana que alimenta la revalorización del ser humano y su libertad y una fuente gnosticista, que dio lugar a las visiones racionalistas, idealistas, y por reacción, empiristas y materialistas, hasta llega al nihilismo, la tecnocracia y al capitalismo radical que vivimos, y que parece caminar hacia el transhumanismo deshumanizado.

Fue Hans Jonas quien ha vinculado la cultura y sociedad antiecológica, patriarcal, logocéntrica, mentalista e individualista que parece dominar occidente, con la influencia del intelectualismo gnóstico.

Caminar hacia una cultura y sociedad más ecológicas, más justas, menos patriarcales, menos logocéntricas y más integrales supone recuperar la mística del Ser, la libertad y el amor, y para ello, la aportación del cristianismo es esencial. Salir del inmanentismo (el encerramiento en la conciencia como única realidad) hacia la transcendencia, la apertura más allá de nosotros mismos hacia el Otro y los otros, respetando su alteridad y su comunión con nosotros es la verdadera espiritualidad no-dual, trinitaria, mística.

Hoy corremos el riesgo de querer salir de la “religiosidad burguesa” por medio de una “espiritualidad gnosticista”, que olvida el Ser o lo identifica con la conciencia. Una espiritualidad que dice ser «esotérica», transreligiosa o metarreligiosa, creyendo que así está más allá de la religión burguesa y que, en realidad, es otra cristalización más de la misma enfermedad.

Filósofos judíos como Levinas o Jonas han visto en este gnosticismo, que niega la alteridad y el Ser transcente, el error que conlleva unas consecuencias éticas graves (estaría en la base que terminó llevando al nazismo, una ideología que negó al otro su valor central). Como decía Santo Tomas: “parvus error in principio, magnus est in fine”. La reducción del Otro a ser solo una expresión de la conciencia supone fácilmente el descompromiso con el cuidado de la dignidad humana y el sentimiento de responsabilidad para con él. Si solo es importante la conciencia, que es la que nos salva, lo importante puede terminar siendo solo llevar a los demás a una experiencia de iluminación de la conciencia y no tanto el cuidado en la historia, más allá de la conciencia o la interioridad, de la justicia y la dignidad.

 Sin ética y compasión la iluminación es una ilusión y, para que haya ética, el otro debe ser real, la realidad debe fundamentarse en el Ser transcendente que está más allá de la conciencia. Si solo hay conciencia, el otro desaparece engullido por una espiritualidad narcisista, que no reconoce al otro su alteridad sagrada.

Una Mística Laica para dar a luz un nuevo Humanismo Integral, basado en la libertad y el amor

La conveniencia de salir de una cultura fragmentada o reduccionista, que se correlaciona con una sociedad injusta, es una de las reivindicaciones de los más lúcidos analistas contemporáneos (p. e. R. Panikkar, Maritain, Mounier, Berdiaeff, Garaudy, Ken Wilber, Edgar Morin…). La alternativa a esta cultura y sociedad fragmentada/reduccionista es lo que podríamos llamar el humanismo integral (que tiene en cuenta todas las dimensiones de la realidad y que hoy ha de intentar integrar las diversas perspectivas y conocimientos- antiguos y moderno, occidentales y no occidentales- en su cosmovisión).

Las sociedades premodernas son ejemplos de sociedades y culturas integrales, por ejemplo, en Occidente encontraríamos una referencia de sociedad integral en la llamada Edad Media. En estas culturas y sociedades integrales la espiritualidad es una dimensión esencial, pues es precisamente la capacidad (y la región de lo real) que permite integrar las diversas dimensiones, a la vez, que transcenderlas, sin reducirse a una de ellas. Por ello, estas sociedades integrales enfatizan la dimensión espiritual o transcendente, esa capacidad de salir de sí mismo que tiene el ser humano, para entrar en regiones más allá de lo mental o corporal y acceder al Misterio, una dimensión de lo real radicalmente otra con respecto a lo que el hombre es y conoce, que fundamenta toda realidad.

Uno de los peligros que acecha a estas culturas y sociedades que enfatizan la dimensión transcendente es minimizar la dimensión inmanente (el mundo del hombre), cayendo en formas autoritarias y perdiendo así su capacidad de integración. Es decir, dejando de ser integrales. Por eso, las sociedades integrales han de ser renovadas cada cierto tiempo con un impulso humanista, que ponga énfasis en la dignidad de lo humano, son los renacimientos humanistas que son necesarios para que estas sociedades no se pierdan en formas autoritarias. Como dice Jacques Le Goff el renacimiento y la Edad Media son dos momentos de la misma realidad cultural (a diferencia de lo que creen tradicionalistas o modernistas), pues contraponer la modernidad a la tradición es un error reduccionista que no puede dar lugar a sociedades integrales que tienen que tener la unidad pluridimensional (no uniformidad) de las culturas tradicionales y la libertad moderna, como base fundamental.

Existe una espiritualidad de tipo tradicionalista o de tipo Nueva Era, que confunde la apertura a la transcendencia con la desvalorización de lo humano o de la libertad. En realidad, suele ser una espiritualidad “gnosticista”, de tipo “mentalista o “consciencialista”, que tiende a reducirlo todo a la conciencia, cayendo así en un inmanentismo espiritualista (que confunde con la trascendencia), pues al reducirlo todo a la consciencia , se cierra a la alteridad, es decir a la verdadera transcendencia. Sobre este tipo de espiritualidad, ya sea de corte tradicionalista o postmoderno, no es posible construir una sociedad verdaderamente basada en la libertad y el amor (pues éstas exigen la transcendencia- respeto y apertura al otro-, no el inmanentismo- ver la realidad como cerrada a un único principio que niega el respeto adecuado a cada realidad diferenciada).

Existe un humanismo que se cierra a la transcendencia, suele basarse en una antropología que enfatiza la razón o el intelecto como lo más destacado en el ser humano. Estos humanismos no pueden ser integrales, pues no se abren a la transcendencia (a la espiritualidad sana). El humanismo que puede animar una cultura integral, ayudándola a no ser autoritaria, es el humanismo que pone a la libertad como centro de lo humano, entendiéndola, más que como capacidad de elegir, como la huella del Misterio en nosotros, la capacidad de abrirnos al otro (al prójimo, a Dios), una libertad transcendente y relacional. Este humanismo puede ayudar a superar el logocentrismo, patriarcalismo, antiecologismo y economicismo materialista de nuestras sociedades.

Un humanismo integral, es un humanismo que enfatiza de modo sano la libertad relacional y la pluridimensionalidad de lo real, es decir, que incluye la dimensión espiritual, entendida como transcendencia (capacidad de salir de mí mismo). Los grandes acontecimientos culturales de la humanidad han nacido de la construcción de sociedades basadas en experiencias integrales de este tipo. Las culturas entran en decadencia (se deshumanizan) cuando se pierde esta integralidad o se pierde o devalúa la libertad relacional. Las vanguardias que renuevan estas sociedades o fundan nuevas culturas cuando entran en decadencia las anteriores, son los/las monjes/as y lo hacen normalmente desde las bases y los márgenes de la sociedad ya decadente (separándose física o mentalmente de las sugestiones sociales alienantes de las sociedades de este tipo).

Monje es aquel que busca la unidad, el centro integrador, como fin principal de su vida, movido por un profundo deseo de libertad y amor, de libertad relacional. El monje como decía Evagrio Póntico, se separa de todos para estar unido a todos. Se separa de las sugestiones del grupo para poder descubrir su verdadero centro, que lleva a una verdadera relación auténtica con los demás. Monje es el arquetipo del místico y la mística.

En Cristianía seguimos la visión de Raimon Panikkar que descubrió que el monacato es un arquetipo presente en todo ser humano, pues en toda persona hay un deseo de unificación y comunión, y esa es su dimensión monástica. Por eso, las tradiciones monásticas pueden ayudarnos a todos a humanizarnos. Creemos además que es necesaria la presencia de monjes y monjas, personas que ponen como fin principal de su vida la unificación y la libertad relacional, en especial, en estos momentos en que corremos el riesgo de que las sociedades sigan deshumanizándose y caigan aún más en el reduccionismo, para ayudar a fundar sociedades y culturas integrales y libres, haciéndolo desde las bases.

El monacato institucional actual está en gran medida incapacitado para realizar esta labor que hoy demanda la situación (colaborar en humanizar y hacer más integral nuestra sociedad y cultura), por estar demasiado contaminado de prácticas autoritarias, desconfiar de la libertad y no cuidar adecuadamente de los derechos de las personas. Evidentemente no en todos los casos es así (ni con la misma gravedad), pero es verdad que es demasiado frecuente la ausencia de auténtica sensibilidad humanista en las prácticas monásticas actuales, así lo han señalado Raimon Panikkar (monje laico) o Thomas Merton (monje institucional). Es necesario humanizar el monacato y es a eso a lo que llamamos un monacato laico: un monacato integral y humanista.

El Monacato laico o monacato humanista, es una mística laica que intenta recuperar la autenticidad del arquetipo monástico (la unificación) enfatizando la dimensión humanista, más que la dimensión “transcendentalista” (poner énfasis en la dimensión transcendental) , pues es la dimensión que menos desarrollada tiene el monacato tradicionalista institucional actual.

Panikkar señalaba nueve aspiraciones del viejo monacato tradicional, que el monacato laico ha de integrar y transcender:

1.-   abrirse a la aspiración primordial…

2.-   primado del ser sobre el hacer y el tener…

3.-   el silencio por encima de la palabra…

4.   la madre tierra antes que la comunidad de los hombres…

5.   la superación de los parámetros espacio-temporales…

6.-   conciencia transhistórica antes que compromiso histórico…

7.-   plenitud de la persona más allá del individuo…

8.-   primado de la santidad…

9.-   memoria de la realidad última y su constante presencia…

El viejo monacato quería logar la unificación por medio de la renuncia a lo que considera superficial, tiende a rechazar lo profano, lo humano, lo temporal… el nuevo monacato busca la sencillez por la integración, no renunciar a nada que no sea negativo, alcanzar la simplicidad por integración. Por ello, el nuevo monacato une a las viejas aspiraciones, otras nuevas que las completen:

1.- Primacía de la persona.

2.- Unión de contemplación y acción.

3.- Equilibrio de Silencio y Palabra, primando el diálogo

      y la escucha.

4.- Comunión con la Naturaleza y los otros seres humanos

5.- Superar el progresismo radical y el reaccionarismo.

6.- Vivir la “tempiternidad” (eternidad en el tiempo)

7.- Sencillez por integración de las potencialidades.

8.- Compromiso con el Mundo desde la Verdad y el Amor (Noviolencia)

9.-   Hermandad Universal, Caridad en especial hacia los que son más excluidos.

Cristianía quiere ser un instrumento para favorecer el desarrollo del nuevo monacato, la nueva mística, en quienes se sientan llamados a ello. Ayudar a ir favoreciendo la formación de monjes y monjas laicos que quieran vivir ya lo que anhelan en lo profundo de su corazón y para ir acrecentando en la sociedad la presencia del monacato transformador que pueda dar cauce a esta aspiración social: el renacer de una sociedad integral fundamentada en la libertad y el amor.

Cristianos frente al coronavirus: más allá de apocalípticos e integrados

En 1964 Umberto Eco escribía el libro “Apocalípticos e integrados” sobre la cultura contemporánea y establecía dos actitudes básicas frente a ella: la de los “apocalípticos”, que la rechazan de un modo u otro, y la de los “integrados”, que tienden a ver solo, o predominantemente, los aspectos positivos de la misma.

Creo que estas dos categorías (sabiendo que son reduccionistas, claro) nos pueden ayudar como instrumentos conceptuales para analizar las actitudes y reflexiones que estos días podemos encontrar frente a la crisis del coronavirus. Estableceré también tres perspectivas desde las que entiendo que se hace el análisis o se ve la realidad:

  • El humanismo (por tal aquí me refiero a la perspectiva que no tiene en cuenta la dimensión religiosa o espiritual).
  • La espiritualidad (es la perspectiva que tiene en cuenta la dimensión espiritual pero más allá de las religiones, bien por considerarse laica o por considerarse esotérica o suprarreligiosa)
  • La religión (la perspectiva que se hace desde la visión, teísta o no, que hace referencia al encuentro con el Misterio, que se manifiesta en una hierofanía, al que se responde con prácticas diversas, instituciones colectivas, una ética y una cosmovisión espiritual determinada).

Una vez analizadas las diversas expresiones actuales de estas perspectivas respecto a la actual situación, intentaré reflexionar sobre cuál es la propuesta y perspectiva cristiana, que creo puede integrar lo mejor de estas propuestas, a la vez que aportar su novedad propia.

Desde el punto de vista de los discursos humanistas actuales podemos encontrar tanto la perspectiva integrada como la apocalíptica. Los humanistas “integrados” parecen entender la actual situación como una crisis puntual que hay que gestionar adecuadamente; no creen que nos plantee un cuestionamiento en profundidad de la sociedad y cultura actual sino un problema  accidental que hemos de superar para regresar a nuestro estilo de vida.

El humanismo “apocalíptico”, sin embargo, anhela que la crisis actual sea un factor de transformación de esta sociedad, si bien, no aborda la necesidad de recuperar la dimensión espiritual como algo esencial en el cambio que plantea.

La espiritualidad “integrada” ve en la actual crisis un paso hacia un nuevo desarrollo que salvará a la actual cultura y sociedad, desarrollo que lleva a una mayor plenitud, al incluir de modo claro la dimensión espiritual de un modo nuevo. Promueve pues discursos que quieren poner el acento en lo positivo de la situación.

La espiritualidad “apocalíptica” no cree salvable la cultura y sociedad actual por su materialismo e injusticia, pone el acento en dejar de buscar mejorar la actual sociedad y centrarse en las prácticas espirituales personales como camino para dar lugar al nacimiento de una nueva (o vieja) cultura ya claramente espiritual después de que esta cultura actual se venga abajo.

La religiosidad “integrada” promueve el acentuar y regresar a las formas actuales y mayoritarias de practicar la religión como fórmula de sanación de la sociedad, la cultura y, en ocasiones, de la propia enfermedad. Hemos asistido en algunos países musulmanes y cristianos a irresponsables procesiones o reuniones religiosas multitudinarias como “remedio” contra la enfermedad.

La religiosidad “apocalíptica” ve en la crisis actual un efecto de la “ira de Dios”, un castigo debido a la corrupción de la sociedad y de las propias religiones. En ocasiones, se buscan chivos expiatorios a los que culpar (homosexuales, ateos, progresistas religiosos, minorías diversas…).

El cristianismo es el camino religioso que nos reveló Jesús, el camino del Amor a Dios, a la naturaleza y a las personas. El Amor cristiano no es una mera emoción, incluye la consciencia de Dios y de la dignidad de los otros, imágenes de Dios, la responsabilidad frente a ellos y la voluntad de contribuir con la oración y la acción al bien de los seres humanos y la creación. La práctica del Amor integral afectivo y efectivo.

Fundamentados en el anhelo de vivir desde ese Amor, el cristianismo puede aprender de los discursos y actitudes anteriores, así como integrarlas, transcendiendo las limitaciones de sus perspectivas.

Con el humanismo “integrado” los cristianos verán esencial la colaboración efectiva y práctica de todos con una gestión eficaz para paliar el sufrimiento que esta crisis ha traído. Ahora bien, frente al humanismo “integrado”, los cristianos van a recordar la necesidad de abordar cambios en nuestra cultura y sociedad, que la humanicen. No estamos simplemente ante un problema de gestión, sino de defensa de la dignidad humana en todas sus dimensiones. La economía o la salud no pueden ser excusa para dañar la dignidad humana anteponiendo la economía a las personas o usando la emergencia sanitaria para justificar prácticas autoritarias. La empatía, la compasión, la solidaridad, la dignidad humana, son también esenciales.

Los cristianos compartirán con el humanismo “apocalíptico” la necesidad de cambiar muchas cosas en nuestra cultura y sociedad y la conciencia de la oportunidad que esta situación puede darnos para ello. Ahora bien, recordará que sin tener en cuenta la dimensión central de la espiritualidad (dimensión que va más allá de lo religioso) los cambios serán superficiales e ineficaces en profundidad. Es pues necesario, además del compromiso con la transformación efectiva de la sociedad, el cultivo de la dimensión espiritual, la oración, la meditación, etc…

Los cristianos comparten con la espiritualidad “integrada” la visión de que es posible encontrar muchos elementos espirituales (a veces no se llaman así) en la cultura actual y que hay que trabajar para potenciarlos, siendo este crisis un reto para ello. El cristianismo quiere contribuir a construir y humanizar en profundidad nuestra cultura y sociedad, aprendiendo también de ella muchas de sus aportaciones espirituales, es decir, no  quiere condenar ni a abandonar la sociedad a su suerte como hacen los tradicionalistas. Ahora bien, también ejerce una función profética que recuerda el sufrimiento real de tantos en nuestra sociedad, así como su materialismo y superficialidad. No hay espiritualidad si no hay compromiso efectivo para evitar la injusticia y el sufrimiento y para ello, el primer paso es no negarlo, como parece hacer cierto discurso “positivista”. La espiritualidad hoy debe estar comprometida con el cambio del modelo social actual (no simplemente con el mantenimiento de lo que hay, pues lo que hay muchas veces está enfermo).

El cristianismo coincide con la espiritualidad “apocalíptica” en la necesidad de abrirse a la Gracia para poder dar una verdadera respuesta humanizadora y espiritual a la crisis. Esto supone rechazar corrientes materialistas que tienen mucho peso en la sociedad. Ahora bien, no cree que solo se puede salir de esta crisis “por arriba”, es necesario “mancharse la manos” y cuidar todo lo positivo de nuestro mundo. Una espiritualidad centrada solo en la práctica espiritual de una élite , que abandona a su suerte a sus hermanos pequeños considerando ya “irrecuperable” su situación, es un espiritualismo individualista afectado por una enfermedad moderna, por mucho que se disfrace de tradicionalismo. Sin ética y compromiso con la sociedad no hay Amor.

Por último, el cristianismo, como religión que es, nos animará a dar valor al camino religioso como hace la religiosidad “integrada”; es verdad, que toca reconocer el enorme valor y profundidad del camino religioso, así como la validez humana y espiritual de sus prácticas. Ahora bien, frente al discurso de una religiosidad centrada en sí misma y en su propia validez, el cristianismo señalará la importancia de cambiar muchas de las actuales rigideces en las instituciones religiosas y que son un escándalo. Además, recordará el carácter de servicio al mundo de las religiones, así como su necesidad de aprender del mundo, como señala el Vaticano II, la necesidad de que sean humildes. Mantener el respeto a la legítima autonomía de los diversos ámbitos sociales y reales es un mensaje evangélico esencial. La ciencia, como la medicina en la actualidad, tiene su espacio muy valioso para abordar la crisis actual y no puede ser “invadido” ese espacio por una religión llena de soberbia.

Por último, el cristianismo comparte con la religiosidad “apocalíptica” su denuncia del pecado y la injusticia que se viven en la sociedad y las religiones actuales también y que “claman al cielo”, pues causa daño a las personas y, por ello, a Dios, que no es un Dios impasible al sufrimiento humano, sino volcado en remediarlo. Ahora bien, frente a esa religiosidad que da una imagen de Dios justiciero, opone el Dios de Jesús, Padre y Madre, amoroso, que siempre está contra el mal y promoviendo el bien y el amor. Ese Dios que está en todos los enfermos alentándoles y en todos los que cuidan de ellos y  se comprometen en mejorar la situación de todos. Un Dios Amor que combate el miedo y la culpa tóxicas, promoviendo la conciencia, la responsabilidad y la solidaridad.

Vificación de la liturgia, a través de la hermenéutica, la ética política, el hermetismo y la Mística.

Una de las preocupaciones actuales en relación con la renovación de la espiritualidad cristiana es la escasa significatividad que caracteriza a la liturgia católica romana contemporánea, cada vez menos entendida y parece que con menos capacidad de transformación espiritual.

Creo que es cierta la dificultad que bastantes autores (p.e. Lenaers) señalan con el lenguaje litúrgico actual, al decir que la liturgia se expresa en términos exageradamente heterónomos y autoritarios, propios de un momento cultural diferente al nuestro, de modo que no es entendido por la mayoría (o peor es entendido erróneamente, reforzando ideas neuróticas o erróneas, que se hacen pasar por ortodoxas), perdiendo así su carácter simbólico y, con ello, su fuerza transformadora, pues no alcanza a representar bien la experiencia espiritual sana actual de quienes celebran.

Ahora bien, creo que sería un error reducir el problema solo a una cuestión de “antigüedad” del lenguaje (si bien pueda ser así en ocasiones) y creer solucionarlo simplemente cambiando el lenguaje por otro actual, a veces muy subjetivo, pues entonces olvidaríamos el otro componente del símbolo, base de la liturgia: la referencia al Misterio y su carácter más “dado” de lo alto que  construido.

Conscientes de la importancia de esta dimensión mistérica de la liturgia, y exagerándola sin entenderla realmente, se encuentran los tradicionalistas que creen que la referencia al Misterio se mantiene conservando, de modo arqueológico, los textos e incluso la lengua (latín) de la liturgia tradicional, entendiendo la Tradición, no como transmisión fiel y creativa, sino como conservación e inmovilismo, que mata las tradiciones pues las hace intransmisibles, muchas veces porque ya, quien así actúa, no las entiende realmente. Liturgias congeladas dejan de ser simbólicas para vivirse en el registro imaginario (que no imaginal), aquel que intenta evadirse de la realidad más que abrirse realmente a ella desde lo profundo. Es sin duda un gran regalo de vida que la liturgia hoy se exprese en las lenguas de todos los pueblos.

La hermenéutica (arte de interpretar, traducir) viene en nuestra ayuda para evitar los extremos de estas dos posturas, haciéndonos ver la importancia de nutrirse de la sabiduría de los símbolos recibidos (no solo creados) y, a la vez, la necesidad de encontrar equivalencias que les den vida en nuestra cultura actual, los equivalentes homeomórficos (que cumplen la misma función) adecuados. No se trata pues de sustituir (si bien en ocasiones sea bueno purificar determinados elementos espurios) sino de integrar y enriquecer con equivalencias culturales actuales (análogas) que permitan entender hoy la experiencia original.  Ahora bien, el símbolo no es totalmente inteligible a la razón, es necesario que nuestros símbolos no se conviertan en meras alegorías que solo remitan a componentes éticos o incluso ideológicos, deben estar abiertos al Misterio. Esto supone que no se pierdan elementos esenciales dados por la tradición e, incluso, que se puedan mantener palabras o expresiones en lenguas originales como el hebreo, el arameo, el griego o el latín, que simbolizan ese lazo con la tradición y los orígenes, la experiencia que siempre será referencia, pues es cuando se manifestó la novedad cristiana por primera vez y nos permite tomar conciencia de ella con más claridad para vivirla hoy.

La filosofía hermenéutica además nos ayuda a transcender nuestro racionalismo (un obstáculo para vivir los símbolos) haciéndonos tomar conciencia de cómo somos seres que habitamos en el lenguaje inevitablemente (no hay una realidad objetiva pura) y eso nos limita en nuestra capacidad de acceder al Misterio, a la realidad, salvo que ese lenguaje sea vivido metafóricamente, simbólicamente. Los símbolos son pues esenciales para liberarnos de una visión reduccionista, haciéndonos ver los límites de la razón y, a la vez, evitando que caigamos en el relativismo o escepticismo al señalar que los símbolos son una realidad objetiva (inconsciente colectivo, imaginal) que permiten salir de la prisión de la razón y el lenguaje literal hacia la realidad y el Misterio que los transciende.

La hermenéutica, sin embargo, se queda en el umbral de los símbolos, nos hace entender su importancia, pero no es capaz de salir nuestra mente para abrir el corazón a los símbolos. De esto se ha encargado tradicionalmente lo que en Occidente llamamos hermetismo o esoterismo. Jung ha señalado la sabiduría que estos caminos esotéricos tienen, si bien, interpretándolos en ambiguos términos psicológicos (en realidad son caminos espirituales). Otros autores como Henri Corbin, Rene Guenon y los perennialistas nos han mostrado el carácter espiritual de estos caminos esotéricos y su trascendencia. El esoterismo ha sido el encargado de iniciar en el mundo de los símbolos de modo vivencial, no solo teórico, caminos como la alquimia, la astrología, la teúrgia o la gnosis, han sido formas occidentales de abrir y transformar la conciencia para adquirir una conciencia simbólica viva. Algo que hoy nos falta en gran medida.

El hermetismo o esoterismo es una perspectiva espiritual que devuelve al ser humano su capacidad simbólica (su dignidad y el desarrollo de sus potencialidades más profundas, dirían los grandes humanistas del Renacimiento como Pico de la Mirandolla, Marsilio Ficino o Erasmo, todos ellos influidos fuertemente por el hermetismo). A través de los procesos iniciáticos esotéricos la persona salía de la mentalidad racionalista (mentalidad profana) a una nueva manera de ver la realidad que A. Faivre, discípulo de Henri Corbin, definía con 4 carácterísticas (mentalidad esotérica):

  • Mentalidad de las correspondencias (las realidades sensibles son reflejo de los arquetipos, los símbolos se hacen la base de lo real)
  • Visión pluridimensional y orgánica del cosmos (múltiples niveles de realidad, desde lo material a lo espiritual, interconectados).
  • Más importancia del mundo del imaginal, del mundo de los arquetipos colectivos, que del mundo sensible.
  • Búsqueda de una experiencia de transmutación, de integración de lo sensible y los arquetipos para lograr una conciencia que integre el mundo interno de los arquetipos y el mundo sensible ampliando y equilibrando nuestra manera de estar en la realidad.

El problema en Occidente es que las corrientes esotéricas occidentales están en un estado muy decaído y hasta deformado, como bien explicó Rene Guenon; lo más serio que se conserva son corrientes como la masonería, en un estado no operativo sino especulativo, es decir, que solo especula o reflexiona sobre los símbolos a un nivel ético, pero no tiene instrumentos de transformación profunda de las personas para abrirles al imaginal,  o bien, corrientes fragmentarias de residuos hermetismo, muchas veces, en forma muy degradada en diversos grupos que dicen ser esotéricos como el martinismo, rosacrucismo, etc… que, según Guenon, en realidad han perdido su carácter iniciático real y solo conservan el vinculo psicológico con las tradiciones a las que se refieren, en forma muchas veces muy fragmentaria o degradada. Hay que descartar los grupos claramente pseudoiniciáticos, que desconocen realmente qué es el esoterismo y lo han sustituido por teorías fantásticas (teosofismo p.e.), las corrientes comerciales de la new age o la adivinación y superticiones de todo tipo, o incluso grupos que podrían llamarse contrainiciáticos, de transmiten una espiritualidad invertida y maligna (sectas destructivas p. e.).

Es un panorama desolador que hace que muchos al oír hablar de hermetismo o esoterismo lo asimilen a esos grupos pseudoespirituales y tiendan a considerarlo algo sin interés. El esoterismo es, sin embargo, una perspectiva espiritual fundamental, que sin estar destinado a todos, tiene la función de abrir al mundo de los arquetipos de un modo vivencial y llevar a las personas a una vivencia que transciende la mentalidad materialista y racionalista habitual.

Es pues urgente que se puedan generar corrientes de esoterismo vivo y equilibrado, conscientes de que no son la experiencia espiritual más plena (esta es la mística o monacato) como, en general, tienden a creer por error los grupos esotéricos más serios de las corrientes tradicionales actuales, como los grupos guenonianos o schuonianos. El esoterismo tendría una misión importante, devolver el Alma y la capacidad simbólica a las personas capacitadas, y a la sociedad, para prepararlas a abrirse o a vivir en toda su profundidad la fe y a la mística, las experiencias espirituales más plenas.

Una de las misiones del monacato laico hoy debería ser ayudar a generar estos grupos, de un modo que desarrollen una conciencia de su misión de una forma equilibrada (sabiendo que el esoterismo no es el centro sino un ámbito interno pero intermedio en el camino espiritual) y se genere un camino que haga recuperar la dimensión simbólica más profunda. Para ello, y por ser una corriente espiritual, el esoterismo ha de reavivarse a partir de una “energía” o “bendición” espiritual, no por el propio esfuerzo voluntarista. Guenon proponía, a los que querían vivificar la espiritualidad esotérica de Occidente, que se iniciaran en corrientes esotéricas orientales que están vivas y, con esa iniciación viva, reavivaran de modo análogo lo que quedase y pudiesen entender del hermetismo occidental. En Cristianía, contamos con la bendición del encuentro con una corriente esotérica taoísta viva (el taoísmo es el esoterismo chino), a través de la relación  con discípulos directos de Peter Yang, que puede ayudarnos a intentar reavivar los restos sanos del hermetismo a los que podamos acceder. Tenemos además las aportaciones teóricas de Rene Guenon y otros estudiosos serios de estos temas, que entendemos hay que leer con sentido crítico. Por último, la perspectiva monástica o mística cristiana, de la que queremos ser herederos, nos ayudara a colocar el esoterismo en el lugar que se corresponde, a no atribuirle un lugar central final que no posee. Por ello, una de las iniciativas de nuestro grupo será el crear un grupo de estudios simbólicos y litúrgicos, una de cuyas misiones debería ser hacer algo en esa dirección.

El peligro de estas corrientes herméticas es quedarse en el universo de los arquetipos o “imaginal” (Henri Corbin) o acceder solo al Dios apofático impersonal, que es una imagen reduccionista del Dios vivo revelado en la tradición judeocristiana. Este Dios que nos revela el cristianismo como Amor activo se manifiesta en la historia, que se convierte en lugar de salvación y en una dimensión esencial a integrar en un camino espiritual, si no queremos caer en el intimismo y el narcisismo espiritual. La experiencia espiritual nos ha de llevar a la ética y esto incluye la política en sentido amplio, más que partidista. En la liturgia cristiana debe haber siempre un llamado ético y crítico. En nuestras liturgias han de estar presentes los valores éticos universales y también la referencia a los marginados, a los pobres, a los excluidos… por el sistema, si queremos hacer una liturgia verdaderamente cristiana y no esotérica o espiritualista simplemente.

Por último, necesitamos la presencia y la labor de los místicos y místicas, personas que vivan la experiencia viva de comunión con Dios, con la naturaleza y con los hermanos en Cristo. Una experiencia espiritual, la mística o monástica, que integra todas las anteriores (ética, hermenéutica, hermética, política, de fe) y las transcienden en una experiencia final que ya no es solo interna o individual sino también comunitaria, eclesial e histórica. Solo los místicos y las místicas pueden hacer esta labor de revivificación litúrgica sin romper con la tradición ni quedarse en el tradicionalismo, sin caer en el intimismo espiritualista esotérico ni en el moralismo activista. Creo que Thomas Merton es un ejemplo hoy de un místico que hizo esta labor con su propuesta de una liturgia de las horas renovada y tradicional, contemplativa y comprometida, que plasmó en un libro (el libro de las horas). Este es el modelo de liturgia  horas que queremos tener de referencia en Cristianía.

El problemático discurso espiritual “nodualista” de John Martin

John Martin es un monje camaldulense indio, que proviene de la corriente espiritual inaugurada por Henri Le Saux (Abhishiktananda), un monje benedictino que se inculturó en la espiritualidad vedadanta advaita del hinduismo, llegando a ser considerado un cristiano advaitin. Ahora bien, Martin difunde una visión “nodualista” del cristianismo que creo que se aleja bastante de la visión de Henri Le Saux (Abhishiktananda), que siempre señaló las profundidades de la tradición del Vedanta, a la vez que consideró sus limitaciones frente a la novedad de la experiencia cristiana de la Encarnación y la Cruz.

En algunos ambientes cristianos se ha puesto de moda la corriente “nodualista”, que se está difundiendo a través de discursos muy problemáticos que creo que, ni reflejan bien la experiencia nodualista hindú, ni realmente transmiten adecuadamente la experiencia espiritual cristiana. El discurso nodualista de John Martin, en mi opinión, participa de esta ambigüedad.

En el hinduismo, el estudio de las Upanishad, los textos más místicos de esta tradición, se denomina vedanta y pueden encontrarse, dentro del vedanta, tres perspectivas fundamentales: La perspectiva nodualista o vedanta advaita de Shankara, el nodualismo cualificado de Ramanuja y el dualismo de Madhava.

Hay diferencias esenciales entre cualquiera de estas perspectivas hindúes y la experiencia cristiana (a la vez que hay ciertas analogías): el advaita considera el mundo una ilusión o una realidad “relativa o menor” (el cristianismo afirma la realidad del mundo y la salvación del mismo por Dios), el dualismo cualificado de Ramanuja no cree que el mundo sea una ilusión, lo considera real, si bien, no habla del mundo como creado sino como “emanado o manifestado” (no hay en el mundo el grado de autonomía que el judeocristianismo le atribuye) y el dualismo de Madhava considera que el mundo, siendo una realidad diferente de Dios, es una realidad eterna, por ello, podemos considerar esta perspectiva como un verdadero dualismo asimétrico (considera dos principios eternos si  bien uno es mucho más valioso y pleno (Dios) que el otro -materia-).  Hay pues diferencias, no de matiz, sino esenciales entre estas perspectivas espirituales hindúes y la experiencia cristiana.

John Martin cree encontrar estas tres perspectivas en el cristianismo y para ilustrarlo toma frases de los evangelios que, para él, expresan estas tres perspectivas: hay textos que serían ejemplos de la nodualidad advaita («El Padre y yo somos Uno«, por ejemplo), textos que expresarían el no dualismo cualificado («Yo estoy en el Padre y el Padre está en mi«) y textos que expresarían la perspectiva dualista («Mi padre es más grande que yo» ). La novedad cristiana sería que estas perspectivas no se contraponen sino que se integran. Parece que para Martin hay un grado de profundidad diferente en cada una de estas perspectivas (como afirman muchos seguidores de Shankara), de modo que la más profunda sería la nodual, luego la nodual cualificada tendría una profundidad menor y por último la dual, siendo la integración de todas ellas, la experiencia espiritual más plena. Esta experiencia de integración sería la que habría vivido Cristo.

Desde un punto de vista de la hermenéutica tradicional cristiana es un error creer que en los textos evangélicos hay grados, todo el Misterio de Cristo se expresa en cada perícopa o fragmento de los Evangelios, son diferentes visiones con igual profundidad. Sorprende que Martin atribuya diferente grado de profundidad a los textos en el Evangelio, sin justificar su afirmación.

Por otro lado, interpretar una frase como “El Padre y yo somos uno” sin tener en cuenta el resto del texto evangélico es un error de exégesis. No se puede leer esta frase fuera del contexto de la Encarnación con que comienza el mismo Evangelio de la que está extraída (el Evangelio de Juan). Para el cristianismo, el Logos (Hijo) se encarnó, no el Padre, hay pues diferencias entre el Padre y el Hijo en la Historia de la salvación, lo que en teología se denomina la Trinidad económica (en la historia). Un principio que Karl Rahner se encargo de explicitar es que la Trinidad económica es la Trinidad inmanente y viceversa, es decir, las diferencias que se han dado en la historia (precisamente por ser una dimensión real y no una ilusión o realidad menor como cree el nodualismo advaita) expresan diferencias en el mismo Ser de la divinidad. “ El Padre y yo somos uno”  no supone , por ello, una expresión nodualista advaita en el Evangelio, al menos en el sentido que se entiende habitualmente , pues esa Unidad, a la que se refiere el Evangelio, incluye la diferencia, pluralidad, la Trinidad.

Reducir la novedad cristiana, como parece que hace John Martin, a la integración de estas tres perspectivas (que por otro lado no se dan el cristianismo como las entiende el hinduismo) parece que expresa muy lejanamente la experiencia cristiana.

Los cristianos han experimentado en Cristo una novedad y plenitud que les hace reconocerlo como el Salvador universal, pues no se ha dado en la historia un acontecimiento espiritual como el acontecimiento cristiano. La experiencia de Cristo, plenamente histórico y humano y plenamente Dios, supone una experiencia que no es la misma que la experiencia nodualista hindú (pues el advaita desvaloriza la historia) ni se equipara a otras experiencias religiosas. Tampoco es equiparable a la experiencia del nodualismo cualificado (la Bhakti propia de este nodualismo cualificado no es igual al Amor cristiano) ni tampoco se puede identificar con el dualismo. En la experiencia cristiana se pueden descubrir e integrar elementos similares a los de las otras perspectivas, como las diversas perspectivas del vedanta, a la vez que se transcienden. Esto no supone negar la verdad y santidad de otras tradiciones, y la necesidad de aprender de ellas muchas de las verdades y dones que Dios les ha revelado (hay en ellas un Cristo oculto en lenguaje cristiano decía Panikkar). El diálogo interreligioso es esencial hoy y el aprender de lo mucho que nos pueden enseñar otros caminos espirituales. A la vez, eso no implica olvidar la novedad cristiana y aportarla (no disolverla) en el diálogo con las otras tradiciones que también deben aprender del cristianismo.

Una vez que el discurso de Martin parece perder el centro cristiano (y poner su centro realmente en el nodualismo advaita) hace una lectura que minimiza la experiencia espiritual de la tradición espiritual cristiana, creyendo que los místicos y místicas cristianas no han experimentado nada más que un grado “no pleno” de experiencia espiritual, el nodualismo cualificado. Una conclusión que no tiene base (además de ser injusta), pues como vimos la experiencia cristiana no puede asimilarse a ninguna de las perspectivas hindúes- tampoco a la del nodualismo cualificado- y,  es más, por integrar mejor la pluralidad y la Unidad, el cristianismo es un tipo de “nodualismo” mucho más pleno que el que tradicionalmente se ha dado a conocer en el hinduismo.

Henri Le Saux (Abhishiktananda) consideró, después de conocer el vedanta advaita de un modo experiencial, que el cristianismo tenía una profundidad mayor que el vedanta advaita, pues la Encarnación y la Cruz eran novedades que el advaita común desconocía y que le daban al cristianismo una profundidad desconocida para otras tradiciones. En este punto parece que John Martin se ha alejado mucho del Maestro.

LA ORACIÓN CRISTIANA EN SU DIÁLOGO CON OTRAS FORMAS DE ORACIÓN

Soy laica o seglar, como quieran llamarme, cristiana católica; me llamo Mª Antonia Fernández , soy sencillamente del “pueblo de a pie”, pero he trabajado mucho mi fe, mi compromiso y mi cultura religiosa. Hoy soy mayor, pero esto no me quita ni compromiso, ni el permanecer activa y no pasiva ante las situaciones que se van presentando, referida a mi vida espiritual. Todavía no tengo Alzheimer.

Me ha sorprendido enormemente la lectura del Documento episcopal sobre “Orientaciones para la Oración cristiana”, no esperaba encontrarme en estos momentos con un escrito ni tan extenso, ni tan prolijo, ni tan conceptual, ni tan reiterativo como para recordarnos tantos conceptos teológicos, cuando todos entendemos que el tema que se enuncia es más bien de es de carácter espiritual y pedagógico.

El texto comienza por citar dos objetivos ,

1.“Mostrar  la naturaleza y la riqueza de la oración y la experiencia espiritual enraizada en la Revelación y tradición cristianas”;

y 2.”Recordar aspectos esenciales; ofrecer criterios que ayuden a discernir qué elementos de otras tradiciones religiosas, hoy muy difundidas pueden ser integrados en una praxis cristiana de oración”

Después de haber leído, releído y trabajado punto por punto el Documento, he sacado en conclusión que, en efecto, como dice María Toscano “Cuando uno se enfrenta a los temas de espiritualidad no puede enfrentarse a ellos como se enfrenta a los temas académicos, hay que enfrentarse con rigor porque los temas académicos van dirigidos a la mente y al razonamiento, mientras que los espirituales hablan desde el espíritu y quien los toca, debe ponerse al servicio del espíritu que habla”. ( Cfr.Colección Catedra Josefa Segovia nº8 CITeS.2018)

Creo, con sinceridad que el verdadero objetivo, de todo el escrito, es más bien, el segundo objetivo, por más que la mayor extensión del texto se centre mayormente en el primero, de carácter totalmente teológico.  No deseo hacer ningún comentario a este objetivo primero, puesto que he leído ya muchas réplicas por personas bien documentadas que lo hacen mejor que lo haría yo, pero quizá si decir que este tipo de Teología no nos llega al sencillo pueblo cristiano. Hay que comenzar ya a presentar Documentos que estén más acordes con el lenguaje y la situación real del siglo en que vivimos.

Pero la lectura de los puntos que se dedican al segundo objetivo me ha dejado muy confusa porque parecen negar todos los criterios del Concilio Vaticano II sobre Ecumenismo y diálogo interreligioso; parece que quienes han escrito el Documento ignoran a su vez que la Iglesia es “comunión” y consiguientemente, que hay que contar con todos los criterios, y no sólo con aquellos que comparten lo que unos cuantos piensan, y finalmente, cuando se va a enseñar a otros lo que hay que hacer y creer a partir de unos “métodos y técnicas” provenientes de otras fuentes, hay que conocerlas a fondo y haberse empapado de ellas. Lo que el Documento denota es que esas experiencias no se han dado y naturalmente no se pueden transmitir.

La oración , en mi experiencia, es un caminar hacia lo invisible de nuestro propio ser y de toda la creación y hacia el silencio que lo envuelve todo, hasta irse encontrando con el Misterio de amor que vive en nosotros. Allí, no hay peligro alguno, simplemente hay luz y ha desaparecido el “ espejo” de que habla S. Pablo. Sólo hay paz , y sólo cabe admirar y contemplar. Dios aquí se vale de todos los caminos posibles, y desde siempre. Tenemos la suerte de que habla todos los idiomas y conoce todas las culturas, pero siempre dice y dirá lo que tiene que decir, a cada persona y a toda la humanidad

A partir de esta experiencia una encuentra sentido a todo lo que le rodea. El camino desaparece porque todo lo invade la presencia luminosa de ese Misterio. No hay nada que criticar, nada que temer, porque entonces  todo  es Presencia, todo oración.

¿ A qué se tiene miedo como para ver peligro en aquello que ayuda a la gente a llegar a esta experiencia de trascendencia y de amor?. La esencia de la fe, nunca se pierde por estar en una búsqueda de lo trascendente sea cual sea el instrumento del que nos sirvamos. Y no teman, que cuando hay sinceridad en esa búsqueda, se llega a la acción y al compromiso. No se puede escuchar al Señor en el interior de nuestro ser y no transmitir lo que Él es.

Es muy triste que se esté advirtiendo de peligros en un siglo globalizado qué está intentando asimilar toda la fuerza y trascendencia de lo invisible a partir de la Ciencia y no sólo de los planteamientos religiosos.

Termino con una cita de Simone  Weil muy de nuestro siglo: “Aquel que no ha oído nunca la palabra en el secreto de si mismo, aun cuando manifieste su adicción a todos los Dogmas, sean de la iglesia que sean, no está en contacto con la verdad, la verdad se recibe en la intimidad de la oración profunda, nunca en la plaza pública. Dios se manifiesta en la palabra íntima y esa es la que transforma la vida del ser humano”

María Antonia Fernández, miembro de la Asociación Cristianía

DOS FORMAS ACTUALES DE NARCISISMO ESPIRITUAL: La Pseudonodualidad y el culto al maestro espiritual

Con el olvido de la tradición cristiana viva se ha dado un retroceso espiritual en nuestra cultura hasta el punto de que, por un lado, algunos han llegado a negar la importancia de la dimensión espiritual en el ser humano, cayendo en el materialismo, y otros están difundiendo formas de nueva espiritualidad que, en realidad, son regresivas y están enfermas por el narcisismo que las caracteriza. Las posturas ultraconservadoras y fundamentalistas, que también tienen una gran difusión hoy, no solo no ayudan a sanar esta regresión espiritual, sino que son expresión de la misma enfermedad.

En esta ocasión, me gustaría referirme a dos manifestaciones de esta espiritualidad enferma, la espiritualidad narcisista, que pretende presentarse como la verdadera contemplación o la verdadera mística, y que serían: el discurso nodual enfermo o pseudonodualidad y el discurso basado en el culto al maestro espiritual.

El discurso nodual enfermo o Pseudonodualidad

La salida del narcisismo infantil, con su deseo de omnipotencia, es el camino de la madurez humana y espiritual. Las espiritualidades sanas ayudan y potencian esta salida del narcisismo al Amor, desde una actitud de humildad, que acepta la propia limitación, también dentro del propio camino espiritual, y potencian la apertura a una transcendencia, a una realidad más allá de mí mismo a la que me abro y con la que entro en relación. Si hay algo que al narcisista espiritual le disguste es abrirse de verdad a la relación con sí mismo, con los demás, con la naturaleza y con Dios.

Hoy hay espiritualidades que parecen describir el camino espiritual como una vía para salir de la limitación y para superar la relación con otro (confundiendo la relación con el dualismo), alcanzando así, de un modo imaginario, la realización de los deseos enfermizos de onmipotencia infantil. Una de las formas en que se presenta esta espiritualidad narcisista, que está teniendo más éxito, es como un supuesto camino de nodualidad.

Esta supuesta visión nodual narcisista considera a la mente como el obstáculo en ese camino de superación de toda limitación y piensa que la oración, por ser personal y relacional, es una forma “inferior” de experiencia espiritual. Cree que la contemplación es simplemente un estado de “presencia” que supera la mente, reduciéndola a un estado alterado o diferenciado de conciencia, que estaría por encima de la oración, que sería una forma dualista de expresión espiritual.

Es habitual también que estos caminos de pseudonodualidad afirmen que las religiones son simplemente un instrumento para llegar a esa experiencia de nodualidad (en realidad de narcisismo espiritual), pretendiendo que la religión es superada en ese estado de nodualidad, que es capaz de superar toda limitación o todo sesgo. Si hay algo típico del narcisismo espiritual es creer que la propia experiencia espiritual es la verdad y supera todo sesgo, buscando así satisfacer el deseo de omnipotencia a través de la construcción de estados alterados de conciencia no abiertos a la relación, es decir, autocentrados.

La tradición cristiana nos ayuda mucho a evitar estos peligros espirituales, por un lado, al recordar que nuestra experiencia espiritual nunca es plena, siempre es limitada, y por tanto, es una experiencia de fe más que de conocimiento. La humildad siempre es esencial para salir de ese deseo de onmipotencia narcisista que guía a muchas espiritualidades, que confunden ese deseo narcisista que es su verdadero motor, con el verdadero deseo de buscar la verdad y abrirse a ella, deseo de transcendencia y no solo de profundidad, acompañado siempre de la aceptación de la propia limitación.

La mente es necesaria y foma parte esencial de la experiencia espiritual cristiana ( y de toda experiencia espiritual sana) pues nos ayuda a discernir y evita que creamos que las experiencias internas nos dan acceso a la realidad y nos liberan de nuestra limitación, recordándonos el ser críticos (humildes) pues toda experiencia esta mediada por la mente, si bien, no se reduzca a ella. Quien cree que la experiencia es solo «estado de presencia» vive en una ilusión, como nos recuerda Paul Ricoeur o Raimon Panikkar, la experiencia es presencia más interpretación, no solo presencia.

En el cristianismo, la religión no es simplemente un instrumento a desechar  una vez lograda «la experiencia espiritual» sino una revelación de Dios, una realidad transcendente a la que nos abrimos y que es necesaria y se mantiene siempre en la experiencia espiritual. Precisamente la religión ayuda a salir de un camino meramente intimista o interno, haciendo que nos encontremos con Dios también “desde fuera”, por su propia iniciativa, aunque sus formas puedan disgustar a nuestra sensibilidad en ocasiones, obligándonos a discernir y a abrirnos a una realidad más allá de nuestra experiencia subjetiva. El narcisismo espiritual quiere evitar esta apertura a una realidad que nos transciende, pues no soporta encontrarse con otro que cuestione el propio deseo de onmipotencia.

El cristianismo nos recuerda que la espiritualidad es apertura a otro, un camino de transcendencia, de salida del centramiento en mí mismo, un camino siempre relacional. Por ello, la oración cristiana es siempre una oración de relación y la contemplación no es la superación de esa oración de relación, sino su plenitud, una apertura al Otro (Dios) sin fusión ni separación, siempre de modo relacional- eso que al narcisista le desgrada tanto: abrirse a la realidad de otro y a la realidad de la propia limitación-.

Creer que la contemplación es la superación de la relación es un signo de narcisismo (es satisfacer imaginariamente el deseo de eliminación del otro, propio del narcisismo); lo que caracteriza la contemplación no es que sea una experiencia de conciencia sin objeto, sino que sea infusa, es decir, que se produce de modo gratuito por al acción de otro, de Dios, es una apertura plena a ese Otro por acción de ese mismo otro y colaboración nuestra. Hay formas alteradas de conciencia que son sin objeto y nada tienen de contemplación, sino que son formas graves de narcisismo espiritual. Por eso, es peligroso el discurso pseudonodual que ignora peligrosamente estas sutilezas y que en ocasiones se quiere hacer presentar como verdadera espiritualidad.

El Discurso espiritual enfermo del Culto al Maestro

Conscientes muchos de que los discursos de muchas espiritualidades modernas están muy influidos por el narcisismo espiritual creen que el antídoto es el “someterse” sin discernimiento a un supuesto maestro espiritual. Esto suele ser más frecuente en quienes se han introducido en espiritualidades de tipo oriental.

En las espiritualidades precristianas, por su visión negativa de la historia, de la realidad espaciotemporal, era muy habitual el exponer la necesidad de un maestro que nos diera la iniciación al mundo espiritual del que estábamos privados. Sin el maestro y sin esa iniciación era prácticamente imposible acceder al mundo espiritual.

El cristianismo cuestiona esta visión con el Misterio de la Encarnación y la Resurrección, cuya consecuencia es la existencia en todo ser humano de un “existencial sobrenatural” como dice Karl Rahner, una apertura a la Gracia, que puede actualizarse en la historia más allá de que se reciba una iniciación espiritual formal o no. En Cristo, la Gracia se ha derramado sobre todos más allá de los cauces formales antiguos.

Esto no niega la necesidad relativa de esa iniciación y la gran ayuda que supone, pero no la absolutiza. En el cristianismo es la Iglesia la encargada de ser ese sacramento de salvación en la historia, no tanto los maestros individuales concretos. Esto es lo que expresó muy bien San Agustín al combatir la herejía (una herejía es una visión espiritual reduccionista que enferma) donatista, que creía que la eficacia de los sacramentos dependía de la santidad de los ministros. La misma iglesia visible, siendo necesaria, no tiene el monopolio de la Gracia en el cristianismo, no es por tanto absolutizada.

El cristianismo integra y da plenitud la vieja visión espiritual de la importancia de las mediaciones (maestros) a la vez que relativiza la absolutización que en algunas espiritualidades se hace del Maestro.

El acompañamiento espiritual es una gran ayuda pero no es una necesidad absoluta en el cristianismo. Sí lo es, que la experiencia espiritual sea un abrirse a otro también en la historia, no solo una experiencia interna, y para ello, la iglesia es el signo e instrumento en la historia de la salvación, no los maestros concretos, que solo son mediaciones al servicio de la iglesia ( y ésta a su vez está al servicio de Dios y de los seres humanos y no de sí misma).

El culto al maestro es un tipo de narcisismo por proyección, nos identificamos con el maestro al que sacralizamos e idealizamos ( al identificarnos con él en realidad nos idolatramos a nosotros mismos a través de él), creyendo que sometiéndonos sin discernimiento a él nos llevará a alcanzar el deseo de onmipotencia infantil que desea salir de toda limitación y evitar toda verdadera relación con el otro.

Conclusión

Es muy importante volver a conocer la tradición cristiana para poder discernir los peligros de muchas espiritualidades actuales, que nos seducen por satisfacer nuestras tendencias narcisistas pero nos enferman en vez de sanarnos.

Cristianía intenta ser cauce para hacer accesible la tradición contemplativa cristiana a tod@s ayudando a discernir un camino espiritual humilde y sano, en medio de una sociedad espiritualmente enferma.

De la Simple Experiencia Espiritual a la Existencia Cristiana, para crecer en Humanidad

En estos tiempos de postmodernidad y postcristianismo (tiempos en realidad de regresión espiritual) es habitual, en el ámbito de la espiritualidad, escuchar discursos que oponen la “experiencia espiritual” a la fe (confundida con la creencia), dando a entender que la experiencia espiritual es más profunda que la fe.

En 1959 Jung fue uno de los primeros en expresar esta misma idea en una entrevista en la BBC, en la que al preguntarle si creía en Dios, respondió: “No necesito creer en Dios; lo conozco”. Hoy se ha generalizado esta idea de que la espiritualidad es ante todo un conocimiento, si bien un conocimiento no de tipo teórico sino experiencial, con el riesgo de reducir la espiritualidad al acceso subjetivo (aspecto esencial, a la vez que no el único) que el ser humano tiene de lo espiritual.

Como señaló Leonardo Boff el término “experiencia” hace referencia a un tipo de conocimiento. La etimología de la palabra expresa bien a que conocimiento se refiere: “ex – peri – ciencia”, siendo “ex” una partícula latina que indica “salir de sí”, “peri”, un prefijo griego que significa “alrededor de, por todos los lados” y “ciencia” un modo de hablar del conocimiento. Para Boff el término experiencia haría referencia a un tipo de conocimiento (ciencia) que se logra al salir el ser humano de sí (inmediatez, superación de la separación objeto-sujeto) y abrirse al objeto por todos sus lados o aspectos (no solo los aspectos racionales). La experiencia hace referencia a un tipo de conocimiento, el conocimiento más pleno, de aquello que se manifiesta o muestra a la conciencia (órgano del conocimiento).

En las espiritualidades anteriores a la tradición judeocristiana, la espiritualidad era entendida como un conocimiento, que, o bien, abría a la persona al universo espiritual (valores- arquetipos suprahistóricos) para que guiaran su conducta sin fusionarse con ellos (humanismo espiritual o exoterismo); o bien, llevaba a una supuesta salida de la historia y a la fusión con esas realidades espirituales (gnosis, esoterismo). La forma más plena de experiencia espiritual, la mística (Presencia de la Transcendencia en el seno más profundo de la inmanencia en comunión sin fusión) también se daba en el núcleo de las espiritualidades esotéricas o humanistas precristianas, transcendiéndolas, sin llegar todavía esta mística a poder reconocer la plena realidad y valor espiritual de la historia (la alteridad), como hará la tradición judeocristiana.

El judaísmo será la primera tradición que entenderá la espiritualidad como fe, es decir, más que como una experiencia (conocimiento) como una existencia, un modo de existir (una salida de sí para encontrarse con el Misterio en la historia, al que el corazón- toda la persona- libremente se adhiere). La fe tiene una dimensión experiencial (conocimiento inmediato) y, a la vez, la conciencia de que la experiencia subjetiva es siempre limitada, que hay una realidad más allá de nuestra experiencia, a la que solo la confianza en lo Real (el Misterio) nos permite acceder. La fe tiene en cuenta la realidad de la historia, la realidad de la alteridad más allá de mi interioridad, y eso le hace tomar conciencia de la alteridad del Misterio no reducible a mi experiencia de él, a la vez que accesible a mí porque así Él (el Misterio) lo desea en la Historia de Salvación. La fe se realiza en el cumplimiento de la Ley para el judaísmo.

Con la Encarnación de Jesucristo, toda la historia se vuelve lugar de salvación si vivimos en ella desde Cristo. La fe se libera (integrándola y transcendiéndola) de la Ley para poder vivirse en toda la historia desde la Gracia. La Iglesia será el signo y el instrumento de esa salvación para tod@s en la historia (sin monopolizarla). De este modo, la espiritualidad cristiana será ante todo un modo de vivir, de existir y no solo una “experiencia”, un conocimiento, una gnosis. Pablo llamará a la espiritualidad cristiana una “epignosis”, un conocimiento por encima de la gnosis, que en realidad es una praxis, una manera de existir. No es pues solo una realidad interior, es una realidad interior y exterior, histórica y suprahistórica, individual y colectiva, humana y divina.

La fe cristiana no es una simple creencia, pues supone un encuentro personal con el Misterio (y desde ese encuentro una apertura a las enseñanzas que el Misterio transmite- creencias-) y tampoco es una simple experiencia o conocimiento– aun el de la experiencia mística es limitado-, pues transciende el conocimiento que podamos tener del Misterio; es una existencia vivida en la confianza por y desde Cristo abriéndose al Espíritu que se expresa en toda la realidad ( interior y exterior, “sopla donde quiere”…) que nos lleva al Padre, lo Real.

Las antiguas experiencias religiosas eran concebidas como experiencias de gnosis (conocimiento); con el judeocristianismo la espiritualidad es concebida como fe, que integra la experiencia (conocimiento) y lo que va más allá de mi experiencia, a través de la confianza (fe). Es una espiritualidad manifestada de un modo más pleno, pues se muestra explícitamente esa dimensión que va más allá de la experiencia. En las antiguas experiencias espirituales (más allá de su discurso gnóstico) también podemos encontrar la fe, pero de un modo implícito, por ello, menos pleno.

La fe cristiana, al concebir la espiritualidad como una existencia en relación con un Misterio (Dios) que se hace como nosotros (encarnación) dándonos una dignidad que las viejas religiones nos negaban, nos ayuda a liberarnos de dos de los peligros que tiene la religión:

  1.  El utilizar la religión para dar satisfacción imaginaria a los deseos de omnipotencia infantil que busca la fusión (dominación del Otro) liberándonos imaginariamente de todo límite.  La fe judeocristiana al descubrir la realidad de la historia, de la alteridad, pone límites a ese deseo infantil.
  2. El utilizar la religión para promover la dominación de las personas haciéndolas sentir culpables por no ser perfectas, divinas, atemporales… La fe cristiana ha supuesto la liberación de la culpa y el miedo a la historia, a la existencia, al descubrir que Dios mismo se hace historia, se abaja por amor, liberando y dignificando la existencia, animándonos a nosotros a contribuir a dignificar la existencia de todos, en especial, de los más pequeños y vulnerables (por desgracia, muchas veces el cristianismo ha sido enseñado promoviendo todo lo contrario, la culpa y la dominación).

La fe puede decirse que sería la espiritualidad más plena, pues integra y transciende la experiencia religiosa anterior y alcanza su cumbre en la Mística Cristiana, que es una fe pura o simple en Cristo, en la que se produce la unión con Dios (el Misterio) sin fusionarse con él y en él la unión con toda la realidad.  

Una Mística que es una praxis, una existencia, que integra lo interno y lo externo, y no una simple experiencia interna que termina experimentándose en lo externo (vuelta al mercado al final del camino que se dice en el zen) sin llegar a descubrir el valor en sí de lo externo (no solo el valor por su carácter de manifestación del Misterio) como ocurría en la vieja mística.

Olvidar las novedades del cristianismo, que han dignificado al ser humano y le han liberado de miedos y culpas, para construir un mundo más humano y, por ello, más divino, supondría un retroceso a formas más autoritarias y deshumanizadas de vivir la espiritualidad. De ahí, la importancia de recordarlas.