UNA RESPONSABILIDAD SIN CULPA SANA, PUEDE SER UNA RESPONSABILIDAD NARCISISTA

ADAN Y EVAEn algunos discursos actuales, que he escuchado en el ámbito de las escuelas de desarrollo personal o de la espiritualidad, que considero cercana a la new age, se afirma, a veces, la idea de que la culpa es una conciencia siempre tóxica y debe ser sustituida por la responsabilidad.

 
Imagino que con este discurso se intenta promover entre las personas una actitud de cuidado hacia sí mismas y hacia los demás, ayudándoles a salir de una gestión insana de la culpa. Tras reflexionarlo, mi impresión es que el simplificar el discurso sobre estos temas no ayuda realmente a ese objetivo y que, por el contrario, puede ser otro modo de continuar en una actitud insana frente a la culpa real.

 
El filósofo Paul Ricoeur en su libro “Finitud y culpabilidadmostró la profunda madurez que supone la conciencia de la culpa. Estudiando los símbolos con los que la humanidad se ha representado el enigma de su participación en el mal, señalaba cómo inicialmente el mal era representado como algo puesto fuera de la intimidad del ser humano (una mancha externa, la transgresión a una ley externa) hasta que con la aparición de la conciencia de culpa, el ser humano fue capaz de hacerse responsable de manera humilde de la realidad del mal interior que le acompaña.

 
En la culpa, el ser humano se da cuenta no solo de su finitud, que le permite hacer el mal moral, sino también la profunda herida que le divide internamente causada por el mal sufrido y que termina llevando, muchas veces, al mal moral. La toma de conciencia de la culpa no es solo la toma de conciencia de nuestra finitud, sino de nuestra vulnerabilidad o herida, todo un reto para el narcisismo omnipotente infantil y, a la vez, una oportunidad para pasar a un estado de mayor madurez y humildad, que nos llevará al cuidado y el amor humilde a nosotros y a los demás.

 
Viktor Frankl señalaba la importancia de dar un sentido a la llamada tríada trágica que todo ser humano experimenta (la muerte, el sufrimiento inevitable y la culpa inexcusable) para poder madurar como seres humanos. El que demos sentido a la culpa real es lo que permitirá llegar a una actitud de cuidado y responsabilidad frente a los otros y a nosotros, o, en caso contrario, nos encerrará en una forma de culpa insana narcisista. La culpa insana es un modo de evitar la responsabilidad, nos encierra en una experiencia autopunitiva centrada en sí misma, que impidide la apertura a un sentido y a un compromiso ético.

 
Una gestión insana de la culpa puede hacerse, al menos, de dos modos:

Por un lado, negando la culpa (nuestra vulnerabilidad o herida)  y manteniendo una imagen narcisista de responsabilidad, creyéndonos capaces de “salvar” o hacernos cargo, por nuestras propias fuerzas, de la vulnerabilidad de los otros (“el salvador narcisista”). Una responsabilidad que no acepte la culpa puede llevar a formas, no de cuidado, sino de narcisismo “salvador” (aventurerismo) que usa al otro para la propia “justificación”.

O bien, por otro lado,  proyectando la culpa en otros, incluso en todos, llegando a creer en una especie de culpabilidad colectiva (algo que, en la práctica, es una negación de la culpa personal, como han dicho Arendt, Jaspers, Frankl, Ricoeur… que hablan de la existencia de una responsabilidad política o social, pero de la necesidad de que la culpa se asuma o reclame siempre de forma individual) y que puede terminar llevando a una injusta actitud de miedo, agresividad y autoritarismo contra esos «otros» que consideramos «malos». Muchas educaciones autoritarias promueven este modo insano de gestión de la culpa que no lleva al cuidado, sino a una ética “justicialista” injusta.

 
Ni el uso de la culpa insana como modo de dominación (no de cuidado), ni la promoción de una responsabilidad narcisista sin culpa (sin conciencia de la propia vulnerabilidad o herida) llevan a una ética de la responsabilidad (Hans Jonas) o el cuidado (Gilligan). Pues estas éticas nacen de la conciencia y aceptación de la propia herida y la de los otros, sin negarla ni fusionarnos con ella, descubriendo un sentido en la misma: el cuidado, la responsabilidad hacia uno mismo y los otros.

 

En el caso Eichmann, el funcionario nazi que fue juzgado en Jerusalén por los crímenes contra la humanidad con los que colaboró en su labor como funcionario hitleriano, Hannah Arendt señaló como él sentía haber actuado con responsabilidad. Eichmann aceptaba ser responsable de los actos realizados pero no culpable. Una responsabilidad sin culpa, se puede olvidar de la vulnerabilidad propia y la de los otros, por lo que no mueve al cuidado de los demás, sino a una realización perfecta (narcisista) del propio deber sin compasión hacia uno mismo y hacia los demás.

 
El cristianismo y las tradiciones espirituales nos señalan, además, que para poder “sanar” con el amor estas heridas morales, que constituyen nuestra división interna y que daña nuestra libertad,  necesitamos de una realidad transcendente, amorosa, que nos inserte en la economía del amor con la cual colaboremos. Esta realidad es Dios. Como decía Simone WeilSolo Dios es capaz de amar a Dios. Lo único que nosotros podemos hacer es renunciar a nuestros sentimientos propios para dejar paso a ese amor en nuestra alma”.

 
Para Bernardo de Claraval, Dios se hizo hombre para experimentar nuestra vulnerabilidad (enfermedad, muerte, culpa) y así poder realmente curarnos desde dentro. Solo él que ha sufrido la enfermedad sabe lo que ésta es. De este modo, no se limitó a darnos simplemente un ejemplo moral (como decía Pedro Abelardo) sino que nos regaló, desde dentro, un torrente de vida nueva, vivida por él mismo; vida desde el amor pero también ofrecida con la humildad del que ha sufrido, y dada gratuitamente, por puro amor y cuidado.

 
Nuestra tradición nos transmite una serie de símbolos y enseñanzas, que a veces, se han interpretado literalmente y se han usado como modos de dominación o de manipulación. Ahora bien, el valor de los símbolos no puede ser negado. Como nos enseñó Paul Ricoeur (y Raimon Panikkar con él) los símbolos “dan que pensar”, no son formas infantiles de pensar, sino modos narrativos y metafóricos de expresar verdades profundas que transciende la pura racionalidad instrumental. Decía Thomas Merton que era un error creer que los místicos llegaron a serlo “a pesar de los dogmas”, más bien, llegaron a serlo profundizando en los dogmas de modo crítico y humilde. Llegaron a ser místicos, “gracias a ellos”(los dogmas).

 
Respecto a este asunto, me preocupan ciertos mensajes que a veces se realizan por parte de estudiosos y teólogos del cristianismo, que buscan legítimamente “repensar los símbolos” para que sigan siendo significativos y vivos, pero que en muchos casos, más que repensar lo que hacen es suprimir elementos esenciales del contenido de estos símbolos, sustituyéndolo por los mensajes de las filosofías de moda del momento. Y hoy son muchos los que señalan el narcisismo que caracteriza nuestra cultura y sociedad.

 
En este sentido, me sorprende cómo, a veces, parece que se asume este discurso, que puede ser muy narcisista, de una responsabilidad sin culpa, para negar el valor y la profundidad que transmiten dogmas como el pecado original, bien entendido, desde una culpa sana.

 

Una culpa sana nos llevará al amor y el cuidado humilde.

 

La culpa bien entendida es un verdadero camino para llegar, de un modo humilde, a la responsabilidad; la negación de la culpa ( de la propia vulnerabilidad-herida), sustituyéndola por la responsabilidad, puede ser un modo insano de gestionar la culpa, que no llevará al cuidado real, pues nos quedaremos en un narcisismo aventurero de salvadores o sanadores que se creen «no heridos».

 

La consecuencia probable es que nos quememos de tal modo que renunciemos ya a compromisos de ningún tipo. El moralismo narcisista suele terminar en amoralidad desencantada.

Sin referencia a la alteridad no podemos conocernos

amor

La conciencia del yo surge simultáneamente a la toma de conciencia de la existencia del otro, hablar de nacimiento del sujeto, supone hablar, a la vez, de descubrir los propios límites y descubrir el Misterio que somos y que es la realidad. Sujeto es el que se sujeta a los límites y, a la vez, el que se pone por debajo de la fantasía narcisista de onmipotencia infantil. El que es humilde es el que se conoce.

 


Creer que podemos conocernos preguntándonos solo «¿Quién soy yo?» sin referencia al contexto relacional (sin referencia al tú o al Otro), es la mejor manera de responder a esta pregunta desde las imágenes mentales que hemos construido y no desde el encuentro con la realidad, que es precisamente el encuentro con el tú, la experiencia de la alteridad (una realidad que me transciende).

 
El verdadero conocimiento propio supone haber descubierto el Misterio de la alteridad, pues es precisamente la alteridad la que, por un lado, pone límites a la fantasía sobre quiénes somos y, por otro, nos abre al Misterio de la realidad.

 
El descubrimiento de la alteridad, su valor y misterio (y la alteridad nos incluye a nosotros pues somos un misterio para nosotros mismos) hace que pongamos el peso en vivir en la realidad, más que vivir en la construcción de imágenes mentales que me definan (autocentramiento).

 
El narcisista es precisamente alguien centrado continuamente en construir su imagen, que confunde con su identidad. El narcisista está centrado en “saber” quien es, pero sin abrirse a la alteridad, pues esto supondría descubrir que esa imagen que se construyó o se va construyendo sucesivamente (a veces, la imagen de vivir más allá del ego, en la nodualidad) es una fantasía egocentrada, muy dolorosa en realidad. El narcisista vive con una profunda herida, al estar desconcectado de sí mismo y de los demás, viviendo solo en las imágenes de la mente- a veces imágenes muy sofisticadas y que supuestamente han transcendido la mente, pero que no se abren a la realidad- alteridad- .

 
Sin salir de la identificación con las imágenes mentales que construimos, o nos han construido otros y hemos asumido, mediante el encuentro con la alteridad, con la realidad que me hace tomar conciencia de mis límites y del Misterio de lo real, nuestro supuesto conocimiento de nosotros es un puro narcisismo.

 
La tradición judeocristiana (pero no solo ella) pone mucho énfasis en que busquemos el conocimiento de nosotros mismos de un modo relacional, mediante el encuentro con el Otro, con la alteridad, con la realidad más allá de las imágenes subjetivas. Y que este conocimiento no sea algo meramente conceptual o teórico, sino existencial; de ahí, que suponga una respuesta práxica y ética, comprometida a esa realidad del otro que, a la vez que nos transciende, nos fundamenta. El amor es el verdadero conocimiento y el amor tiene una dimensión afectiva y otra efectiva. Sin estas dos dimensiones no hay verdadero conocimiento existencial.

 
De ahí que la pregunta “¿Quién soy yo?” sea por sí misma insuficiente, si no hay referencia a algo que me transciende, si no hay referencia al Otro. El otro, que no es una cosa ni un Ser todopoderoso que me invade y aliena, sino un rostro como el mío (también vulnerable) en el que nos descubrimos como necesitados de cuidado mutuo e íntimamente relacionados.

 
Precisamente la palabra interior, interioridad o intimidad, que parecen referirse a lo más personal, están construidas sobre la partícula latina “inter”, es decir, “entre”. Lo más personal es relacional, lo más profundo es, a la vez, comunión con la alteridad. Por eso, sin abrirnos a la experiencia de la alteridad no podemos llegar a nuestra profundidad.

 
Los profetas bíblicos expresan esta necesidad de la alteridad, para conocernos más allá de las imágenes, de diversos modos: Por ejemplo,  con la pregunta “¿Cuál es tu Voluntad?” para señalar la importancia de conocer existencialmente (de modo práxico y comprometido), más que vivir centrados en la búsqueda de saber quién soy yo, construyendo una imagen que me dé identidad.  O a través de la expresión “Heme aquí” (hinnení) que es otro modo que tienen los profetas de expresar la conciencia de su identidad, pues es una toma de conciencia del propio yo, siempre en relación a un tú, con el cual están interrelacionados y al que responden. Jesús se conoce a sí mismo siempre de un modo relacional, su identidad es siempre en relación con un Tú, el Padre, con el que forma una unidad trinitaria o nodual ,no una uniformidad monista.

 
Cuando en la tradición judeocristiana se habla de la necesidad de conocernos a nosotros mismos, es sobre todo, para vivir en la realidad y ésta es entendida como abrirme a una alteridad que me transciende y que también yo soy para mí mismo (soy un misterio).

 
San Agustín, por ejemplo, decía “que me conozca y te conoceré”. En su expresión se señalan dos términos en ese proceso de autoconocerse, Yo y el Otro, la alteridad que me saca de mi identificación con la imagen egocentrada. Creer que esa frase es una manera de reducir el conocimiento de Dios al conocimiento de mí mismo sería desconocer la experiencia de San Agustín. Me “conozco” para salir de mi mismo al encuentro con la alteridad que me transciende y, a la vez, al conocer esa alteridad me conozco a mi mismo.

 
Quizá haya sido Santa Teresa quien mejor lo expresó en su poesía:

 
“Alma, buscarte has en mí y buscarme has en ti”.

 
Sin la referencia al Otro que me transciende no puedo conocerme y sin el autoconocimiento humilde de mis límites (y el Misterio u Otro que soy para mí mismo) no puedo conocer la Realidad- alteridad.

 
Abrirse de verdad a la alteridad (único modo de conocerme sin identificarme con conceptos mentales desconectados de mi verdadera realidad personal) supone no solo un mero conocimiento intelectual sino un compromiso ético con el Otro, una respuesta de cuidado y amor. Creer que podemos conocernos, sin abrirnos a la alteridad- algunos hasta creen que esta alteridad no existe- y sin cuidar éticamente de los demás (y de nosotros mismos, pues también somos un Misterio) es una de las formas de vivir en el narcisismo psicológico o espiritual, pues el narcisista no es capaz de concebir el compromiso ético sin sospechar una actitud siempre de perfeccionismo o interés oculto.

 

 

Cuidado, pues, con los discursos espirituales que solo animan a conocerse a sí mismo sin abrirse a la alteridad o reduciendo la alteridad a algo meramente conceptual o mental.

El Proyecto de Cristianía

Cristianía es el nombre que Raimon Panikkar da a la experiencia mística cristiana, que está en el origen de la religión y  de la cultura laica de Occidente, integrándolas a ambas.

En sus orígenes, el monacato cristiano, un movimiento espiritual laico, que integraba lo religioso y lo secular en su perspectiva, sirvió de vehículo principal a la Cristianía.

Posteriormente, el monacato institucional fue decayendo,  una parte de la mística fue perseguida por la propia religión y  parte de sus herederos se convertirieron en enemigos de lo religioso, convirtiéndose algun@s también en padres y madres de la laicidad occidental.

La cristianía no es monopolio de la religión, pues una parte de esa experiencia mística se separó de la religión y se convirtió en una de las corrientes que fundaron la laicidad occidental moderna. Tampoco es monopolio de la laicidad pues ésta terminó rechazando toda espiritualidad.

En la verdadera experiencia de la Cristianía se integran la laicidad y la religión, sin fusionarse y sin rechazarse, de un modo no dual, que las transforma a ambas mediante un reencuentro mutuo, enriquecedor y respetuoso.

Cristianía, como proyecto, nace de esta experiencia de superación del conflicto entre laicidad y religión, y propone un camino de práctica espiritual integral que contenga instrumentos para promover, tanto la madurez humana como la espiritual,  en la sociedad, los grupos y las personas:

  • Con una perspectiva inclusiva, respetuosa tanto de la cultura y la espiritualidad  religiosa como de la secular.
  • Anclado en la tradición y sabiduría monástica cristiana (la vieja cristianía), abierta a tod@s.
  • Heredero de los valores del humanismo laico (la nueva cristianía).
  •  Primando el diálogo y  la vivencia intercultural, interreligiosa e interespiritual.
  • Centrado en el cuidado de la persona en su relación con ella misma, con los demás, con el Misterio y la naturaleza.
  • Basado en el autoconocimiento humilde.
  • La meditación amorosa contemplativa.
  • La escucha activa.
  • Y el compromiso ético, ecológico y social.
 cristiania