Diferencias entre esoterismo, religión, mística y cristianismo.

cristo y dialogo interreligioso

Hoy es difícil encontrar discursos sobre espiritualidad que diferencien bien el ámbito de lo espiritual del ámbito de lo psicológico (no están separados pero, en ocasiones, se confunden) así como que distingan entre las diversas perspectivas o grados que pueden encontrarse en la vivencia de la espiritualidad.

 
Como explica Edith Stein, la espiritualidad hace referencia a la dimensión humana que es capaz de apertura a una realidad más allá de lo psicológico (mental, emocional o conductual) y lo material; el ámbito en el que se descubren los valores transcendentes que dan sentido a la vida (Martin Velasco). La espiritualidad es la dimensión personal del ser humano (hay que tener en cuenta que muchos confunden la persona con el individuo, por ejemplo, Jung), pues es el lugar de la libertad y la responsabilidad que le lleva a transcenderse más allá de sus necesidades egocéntricas.

 
Ahora bien, esta espiritualidad puede vivirse con diversos grados de profundidad que es bueno conocer y distinguir sin separar.

 

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EL AMOR CRUCIFICADO: LA NOVEDAD DEL NODUALISMO CRISTIANO

 

crucifijo rafael arnaiz

Si ha habido un occidental que haya conocido, de un modo profundo y experiencial, el vedanta advaita (nodualismo) hindú, ese fue Henri LeSaux, Abhishiktananda (que significa “la alegría de Cristo”). LeSaux, monje benedictino, llegó a la India desde Francia, con el deseo de vivir una vida monástica más austera y con la convicción de la indiscutible superioridad del cristianismo frente al hinduismo y las religiones de Oriente.

 

 

R. Panikkar ha explicado cómo esta visión entró en crisis al encontrarse en 1949 con Ramana Maharshi, que produce en Le Saux una profunda impresión que le hace tomar en cuenta la verdad y santidad que también se daba en el seno del hinduismo.

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La “confusión” de la espiritualidad con la dimensión psicológica en el “neoespiritualismo” contemporáneo


nueva era

Una de las señas de identidad de lo que podríamos llamar las corrientes de “neoespiritualismo” contemporáneo (pseudoespiritual en realidad), que tienen no poco éxito entre quienes tienen la pretensión de recuperar el valor de la espiritualidad en la cultura actual, es la confusión que manifiestan estas corrientes (y a la que llevan a sus seguidores) entre la dimensión psíquica y la espiritual, al confundir la espiritualidad, por ejemplo, con los estados psíquicos alterados de conciencia o con las funciones más elevadas de la mente como la atención o la metacognición.

 
La espiritualidad es, precisamente, la capacidad de salir de la dimensión psíquica, que tiene el ser humano; la capacidad de transcendencia o salida de sí hacia el misterio de lo real con el que entra en comunión. Es una experiencia de comunión con la realidad en plenitud: con uno mismo, con los otros, con el misterio (lo divino) y la naturaleza, realizada de modo intuitivo y cordial (en el “corazón”). Esta experiencia es lo que tradicionalmente se ha llamado fe, que es una experiencia y no una creencia, como se fue transmitiendo en las formas más rígidas de cristianismo (si bien, la creencia forma parte también de la experiencia de la fe, pues ésta se necesita expresar en contenidos, las creencias no son baladíes). La fe como experiencia transciende pues la fe religiosa, si bien, ésta sea una de las formas profundas de vivir la espiritualidad. Seguir leyendo «La “confusión” de la espiritualidad con la dimensión psicológica en el “neoespiritualismo” contemporáneo»

NECESIDAD DE UN MONACATO LAICO, EL MONACATO DE LA ESCUCHA

visitacion

Para Raimon Panikkar el monacato “es una dimensión de todo ser humano… la dimensión que busca la integridad, la unificación y la comunión entre todas las dimensiones de la realidad” .

 
Si históricamente se entendió lo monástico como algo restringido a las personas que estaban vinculadas a instituciones monásticas, hoy no se considera monopolio de los monjes institucionales, sino una invariante antropológica, un arquetipo presente en todo ser humano.

 
Para que las tradiciones espirituales monásticas puedan ser vividas fuera de los monasterios, es necesario que las formas tradicionales se abran y acojan a personas que no son, ni quieren ser, monjes institucionales. El monacato laico no puede nacer simplemente del deseo subjetivo y de la lectura de libros monásticos por quienes se sienten atraídos por el arquetipo monástico; necesita el contacto con personas que viven ese monacato.

 

 

CRISTIANÍA quiere ser un camino para vivir esa dimensión monástica presente en todos, de un modo laico y de inspiración cristiana, nacido del contacto real con el monacato tradicional.

 

 

El nuevo monje enfatiza la dimensión de integración más que la dimensión de renuncia, solo quiere renunciar a lo que no es éticamente aceptable, pero sabe del peligro de dualismo y elitismo de la vieja espiritualidad monástica e intenta evitar ese error.

 
De este modo, el nuevo monje, laico o institucional, vive las aspiraciones primordiales del arquetipo monástico, manteniendo lo esencial de ellas y, a la vez, viviéndolas de un modo más humanizado y equilibrado.

 

 

 

Nuevo modo de vivir las aspiraciones monásticas esenciales:

 
1) El nuevo monje desea comprometerse en la afirmación de la vida y de la dignidad de la persona.

 
2) Busca una acción contemplativa, prioriza más la diferencia entre el ser y el tener que entre el ser y el hacer.

 
3) Enfatiza la relación entre silencio y palabra. El silencio se puede corromper en aislamiento. El verdadero silencio es escucha, por ello, promueve el diálogo y la escucha.

 
4) Quiere vivir en comunión con la tierra y en comunidad con sus semejantes.

 
5) Quiere vivir la dimensión transhistórica en la propia historia.

 
6) Toma conciencia de la tempiternidad (lo eterno no está separado de lo temporal).

 
7) Busca el desarrollo de las potencialidades de la persona: vivir la integración del cuerpo, la afectividad (es posible un monacato en pareja) y el compromiso social.

 
8) Primado de la santidad, pero encarnándose en la secularidad.

 
9) Cuidado de lo pequeño y efímero, de lo vulnerable.

UNA RESPONSABILIDAD SIN CULPA SANA, PUEDE SER UNA RESPONSABILIDAD NARCISISTA

ADAN Y EVAEn algunos discursos actuales, que he escuchado en el ámbito de las escuelas de desarrollo personal o de la espiritualidad, que considero cercana a la new age, se afirma, a veces, la idea de que la culpa es una conciencia siempre tóxica y debe ser sustituida por la responsabilidad.

 
Imagino que con este discurso se intenta promover entre las personas una actitud de cuidado hacia sí mismas y hacia los demás, ayudándoles a salir de una gestión insana de la culpa. Tras reflexionarlo, mi impresión es que el simplificar el discurso sobre estos temas no ayuda realmente a ese objetivo y que, por el contrario, puede ser otro modo de continuar en una actitud insana frente a la culpa real.

 
El filósofo Paul Ricoeur en su libro “Finitud y culpabilidadmostró la profunda madurez que supone la conciencia de la culpa. Estudiando los símbolos con los que la humanidad se ha representado el enigma de su participación en el mal, señalaba cómo inicialmente el mal era representado como algo puesto fuera de la intimidad del ser humano (una mancha externa, la transgresión a una ley externa) hasta que con la aparición de la conciencia de culpa, el ser humano fue capaz de hacerse responsable de manera humilde de la realidad del mal interior que le acompaña.

 
En la culpa, el ser humano se da cuenta no solo de su finitud, que le permite hacer el mal moral, sino también la profunda herida que le divide internamente causada por el mal sufrido y que termina llevando, muchas veces, al mal moral. La toma de conciencia de la culpa no es solo la toma de conciencia de nuestra finitud, sino de nuestra vulnerabilidad o herida, todo un reto para el narcisismo omnipotente infantil y, a la vez, una oportunidad para pasar a un estado de mayor madurez y humildad, que nos llevará al cuidado y el amor humilde a nosotros y a los demás.

 
Viktor Frankl señalaba la importancia de dar un sentido a la llamada tríada trágica que todo ser humano experimenta (la muerte, el sufrimiento inevitable y la culpa inexcusable) para poder madurar como seres humanos. El que demos sentido a la culpa real es lo que permitirá llegar a una actitud de cuidado y responsabilidad frente a los otros y a nosotros, o, en caso contrario, nos encerrará en una forma de culpa insana narcisista. La culpa insana es un modo de evitar la responsabilidad, nos encierra en una experiencia autopunitiva centrada en sí misma, que impidide la apertura a un sentido y a un compromiso ético.

 
Una gestión insana de la culpa puede hacerse, al menos, de dos modos:

Por un lado, negando la culpa (nuestra vulnerabilidad o herida)  y manteniendo una imagen narcisista de responsabilidad, creyéndonos capaces de “salvar” o hacernos cargo, por nuestras propias fuerzas, de la vulnerabilidad de los otros (“el salvador narcisista”). Una responsabilidad que no acepte la culpa puede llevar a formas, no de cuidado, sino de narcisismo “salvador” (aventurerismo) que usa al otro para la propia “justificación”.

O bien, por otro lado,  proyectando la culpa en otros, incluso en todos, llegando a creer en una especie de culpabilidad colectiva (algo que, en la práctica, es una negación de la culpa personal, como han dicho Arendt, Jaspers, Frankl, Ricoeur… que hablan de la existencia de una responsabilidad política o social, pero de la necesidad de que la culpa se asuma o reclame siempre de forma individual) y que puede terminar llevando a una injusta actitud de miedo, agresividad y autoritarismo contra esos «otros» que consideramos «malos». Muchas educaciones autoritarias promueven este modo insano de gestión de la culpa que no lleva al cuidado, sino a una ética “justicialista” injusta.

 
Ni el uso de la culpa insana como modo de dominación (no de cuidado), ni la promoción de una responsabilidad narcisista sin culpa (sin conciencia de la propia vulnerabilidad o herida) llevan a una ética de la responsabilidad (Hans Jonas) o el cuidado (Gilligan). Pues estas éticas nacen de la conciencia y aceptación de la propia herida y la de los otros, sin negarla ni fusionarnos con ella, descubriendo un sentido en la misma: el cuidado, la responsabilidad hacia uno mismo y los otros.

 

En el caso Eichmann, el funcionario nazi que fue juzgado en Jerusalén por los crímenes contra la humanidad con los que colaboró en su labor como funcionario hitleriano, Hannah Arendt señaló como él sentía haber actuado con responsabilidad. Eichmann aceptaba ser responsable de los actos realizados pero no culpable. Una responsabilidad sin culpa, se puede olvidar de la vulnerabilidad propia y la de los otros, por lo que no mueve al cuidado de los demás, sino a una realización perfecta (narcisista) del propio deber sin compasión hacia uno mismo y hacia los demás.

 
El cristianismo y las tradiciones espirituales nos señalan, además, que para poder “sanar” con el amor estas heridas morales, que constituyen nuestra división interna y que daña nuestra libertad,  necesitamos de una realidad transcendente, amorosa, que nos inserte en la economía del amor con la cual colaboremos. Esta realidad es Dios. Como decía Simone WeilSolo Dios es capaz de amar a Dios. Lo único que nosotros podemos hacer es renunciar a nuestros sentimientos propios para dejar paso a ese amor en nuestra alma”.

 
Para Bernardo de Claraval, Dios se hizo hombre para experimentar nuestra vulnerabilidad (enfermedad, muerte, culpa) y así poder realmente curarnos desde dentro. Solo él que ha sufrido la enfermedad sabe lo que ésta es. De este modo, no se limitó a darnos simplemente un ejemplo moral (como decía Pedro Abelardo) sino que nos regaló, desde dentro, un torrente de vida nueva, vivida por él mismo; vida desde el amor pero también ofrecida con la humildad del que ha sufrido, y dada gratuitamente, por puro amor y cuidado.

 
Nuestra tradición nos transmite una serie de símbolos y enseñanzas, que a veces, se han interpretado literalmente y se han usado como modos de dominación o de manipulación. Ahora bien, el valor de los símbolos no puede ser negado. Como nos enseñó Paul Ricoeur (y Raimon Panikkar con él) los símbolos “dan que pensar”, no son formas infantiles de pensar, sino modos narrativos y metafóricos de expresar verdades profundas que transciende la pura racionalidad instrumental. Decía Thomas Merton que era un error creer que los místicos llegaron a serlo “a pesar de los dogmas”, más bien, llegaron a serlo profundizando en los dogmas de modo crítico y humilde. Llegaron a ser místicos, “gracias a ellos”(los dogmas).

 
Respecto a este asunto, me preocupan ciertos mensajes que a veces se realizan por parte de estudiosos y teólogos del cristianismo, que buscan legítimamente “repensar los símbolos” para que sigan siendo significativos y vivos, pero que en muchos casos, más que repensar lo que hacen es suprimir elementos esenciales del contenido de estos símbolos, sustituyéndolo por los mensajes de las filosofías de moda del momento. Y hoy son muchos los que señalan el narcisismo que caracteriza nuestra cultura y sociedad.

 
En este sentido, me sorprende cómo, a veces, parece que se asume este discurso, que puede ser muy narcisista, de una responsabilidad sin culpa, para negar el valor y la profundidad que transmiten dogmas como el pecado original, bien entendido, desde una culpa sana.

 

Una culpa sana nos llevará al amor y el cuidado humilde.

 

La culpa bien entendida es un verdadero camino para llegar, de un modo humilde, a la responsabilidad; la negación de la culpa ( de la propia vulnerabilidad-herida), sustituyéndola por la responsabilidad, puede ser un modo insano de gestionar la culpa, que no llevará al cuidado real, pues nos quedaremos en un narcisismo aventurero de salvadores o sanadores que se creen «no heridos».

 

La consecuencia probable es que nos quememos de tal modo que renunciemos ya a compromisos de ningún tipo. El moralismo narcisista suele terminar en amoralidad desencantada.

EN LA VERDADERA CONTEMPLACIÓN, EL ESTADO DE ADVERTENCIA O ATENCIÓN ES TRANSCENDIDO

 

san juan de la cruz

 

En la actualidad ciertas corrientes espirituales pretenden identificar la contemplación con el estado mental de silencio o atención. Algunos creen incluso que ese estado de atención transciende la mente, pues identifican la mente con el pensamiento formal.

 
San Juan de la Cruz definió la oración contemplativa como “estarse a solas con atención amorosa a Dios”.

 

 

De esa descripción algunas corrientes de espiritualidad actuales, del ámbito del mindfulness o de lo que denomino pseudonodualidad (corrientes monistas de espiritualidad) extraen la conclusión de que la contemplación es un estado de “atención sin yo”.

 

 

Se hace una lectura que olvida la última parte de la definición de san Juan de la Cruz, que incluye un abrirse a Dios, a una dimensión transcendente, con la que entramos en relación personal.

 
Como recuerda el experto en San Juan de la Cruz, Juan Antonio Marcos esta atención amorosa “es en esencia de carácter personal y… podemos identificarla, en buena medida, con la misma fe”. Supone el abrirse a una realidad que nos transciende, en la que confiamos (fe) y que nos lleva a confiar también en el ser humano y en la creación.

 

 

En la contemplación nos abrimos a una realidad que transciende la mente (incluso en sus formas más allá del pensamiento) y,  a la vez, nos reconocemos limitados y no fusionados (humildad) con esa realidad, unidos en el amor.

 
De ahí, que  en la contemplación se tome conciencia de que la verdadera realidad no se reduce a la experiencia espiritual que estamos viviendo (aunque sea una experiencia más allá del pensamiento y sin yo), la realidad a la que apunta la contemplación transciende nuestra experiencia espiritual y, por ello, el pensamiento no sería un obstáculo que hay que superar en el camino hacia Dios o el Misterio, sino una dimensión totalmente necesaria (para evitar un estado mental de pura fusión) , que se plenifica en la experiencia, no encerrándose en sí mismo.

 
En la verdadera experiencia mística el pensamiento no es algo a superar ni algo que tenga una función meramente instrumental para “vivir” en el mundo, sino un elemento intrínseco de la misma experiencia. Una experiencia solo de silencio es incompleta. Y si se identifica con la contemplación es enfermiza.

 
Reducir la contemplación (como parecen decir algunos) a un estado de fusión, sin yo, que nos lleva a descubrir que Dios es una “idea mental” a ser superada, nada tiene que ver con la verdadera contemplación. Esta forma de entender la contemplación, más bien, es un buen ejemplo de cómo muchas de las llamadas espiritualidades nodualistas, que algunos están hoy difundiendo, son una forma de narcisismo espiritual y de gnosticismo que no se abren a la verdadera transcendencia.

 
El budismo también lo confirma. Como recuerda el experto en Dzogchen, Elias Capriles, el budismo considera que la mente tiene muchos más niveles que simplemente el pensamiento. El budismo dzogchen habla de tres reinos mentales: el reino sensual (sensaciones, emociones), el reino con forma (pensamiento) y el reino sin forma (estados trasnspersonales de fusión con el todo, que siguen siendo mentales). Ninguno de estos niveles es la experiencia de contemplación real.

 
Muchos de los modernos neognósticos pseudonoduales confunden los estados mentales sin forma, estados de silencio (abismamiento) y de unión con el todo, con la verdadera contemplación que supone una apertura a algo que nos transciende, el Misterio o Dios. La experiencia contemplativa verdadera fundamenta la realidad de la persona (la persona no es una mera construcción mental, pues una cosa es la persona y otra el individuo) y, a la vez, abre a alguien distinto de ella, que la transciende, Dios.

 
La verdadera contemplación es una gracia, algo recibido de Dios (el Misterio), supone una toma de conciencia de una realidad que nos transciende y no el encerrarse un estado, logrado por la práctica meditativa de la atención amable, hasta alcanzar a una modalidad de la mente de tipo fusional sin yo, cerrada a la transcendencia. Así también lo recuerda el Dzogchen, nada producido por el propio esfuerzo es el estado de iluminación.

 
Por eso, San Juan de la Cruz dirá “cuando se sienta el alma poner en silencio y escucha, aún el ejercicio de la advertencia amorosa ha de olvidar”. El silencio y la escucha a la que se refiere San Juan de la Cruz es la acción de la gracia, un estado recibido de Dios (el alma es puesta en él, no lo logra por su propio esfuerzo a través de la práctica meditativa).

 

 

En ese estado (diferente del estado de atención amorosa autocentrado) la práctica de la meditación es un obstáculo, pues es una práctica mental que puede llevar a identificar la práctica de la atención con la verdadera experiencia contemplativa, cerrando a la persona en la mente (en la modalidad sin forma de la mente) y no abriéndola a la transcendencia.

 
Este es uno de los peligros que hoy puede darse en los nuevos discursos de espiritualidad nodualista (pseudonodualista en realidad), que se están difundiendo, y que parecen ser  formas enfermas de espiritualidad.

La espiritualidad más profunda siempre tiene una dimensión religiosa

 

manos rezando

El proceso de secularidad, que se caracteriza por la independización de muchas realidades que antes pertenecían al ámbito religioso, ha supuesto la legítima separación de la noción de espiritualidad de su identificación con la religión.

 

 

La espiritualidad, antes siempre ligada a lo religioso, se considera ahora una dimensión humana, que no necesariamente ha de vivirse de modo religioso. Esta dimensión, según Viktor Frankl, hace referencia a la existencia en el ser humano de una realidad más allá de lo meramente corporal o psíquico, la realidad del espíritu.

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El Misterio está más allá del Silencio: Peligros del “Silencio»


virgen del silencioEl conocimiento de uno mismo es el comienzo del camino espiritual, así lo señalan las tradiciones espirituales.
Este conocimiento, se nos dice, lleva a descubrir el Misterio de lo real, lleva a descubrir a Dios y a toda la realidad en él. Como aconsejaba Cervantes, siguiendo la tradición humanista cristiana: «Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. De conocerte saldrá el no hincharte como la rana, que quiso igualarse al buey.» 

 

El conocimiento de nosotros mismos debe llevarnos a la humildad no al «endiosamiento».

 
Ahora bien, ese proceso de conocimiento de nosotros y de la realidad, en ocasiones produce estados alienantes, que más que ayudarnos a abrirnos a la realidad, nos encierran en imágenes “infladas” de nosotros mismos. Para evitar eso, junto al proceso de autoconocimiento, simultáneamente, ha de darse el conocimiento de la alteridad, de la realidad que me transciende, del Misterio. El proceso de autoconocimiento sano es siempre relacional, supone la apertura a un Misterio (la realidad del otro y de mí mismo) que transciende mi mente.

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Sin referencia a la alteridad no podemos conocernos

amor

La conciencia del yo surge simultáneamente a la toma de conciencia de la existencia del otro, hablar de nacimiento del sujeto, supone hablar, a la vez, de descubrir los propios límites y descubrir el Misterio que somos y que es la realidad. Sujeto es el que se sujeta a los límites y, a la vez, el que se pone por debajo de la fantasía narcisista de onmipotencia infantil. El que es humilde es el que se conoce.

 


Creer que podemos conocernos preguntándonos solo «¿Quién soy yo?» sin referencia al contexto relacional (sin referencia al tú o al Otro), es la mejor manera de responder a esta pregunta desde las imágenes mentales que hemos construido y no desde el encuentro con la realidad, que es precisamente el encuentro con el tú, la experiencia de la alteridad (una realidad que me transciende).

 
El verdadero conocimiento propio supone haber descubierto el Misterio de la alteridad, pues es precisamente la alteridad la que, por un lado, pone límites a la fantasía sobre quiénes somos y, por otro, nos abre al Misterio de la realidad.

 
El descubrimiento de la alteridad, su valor y misterio (y la alteridad nos incluye a nosotros pues somos un misterio para nosotros mismos) hace que pongamos el peso en vivir en la realidad, más que vivir en la construcción de imágenes mentales que me definan (autocentramiento).

 
El narcisista es precisamente alguien centrado continuamente en construir su imagen, que confunde con su identidad. El narcisista está centrado en “saber” quien es, pero sin abrirse a la alteridad, pues esto supondría descubrir que esa imagen que se construyó o se va construyendo sucesivamente (a veces, la imagen de vivir más allá del ego, en la nodualidad) es una fantasía egocentrada, muy dolorosa en realidad. El narcisista vive con una profunda herida, al estar desconcectado de sí mismo y de los demás, viviendo solo en las imágenes de la mente- a veces imágenes muy sofisticadas y que supuestamente han transcendido la mente, pero que no se abren a la realidad- alteridad- .

 
Sin salir de la identificación con las imágenes mentales que construimos, o nos han construido otros y hemos asumido, mediante el encuentro con la alteridad, con la realidad que me hace tomar conciencia de mis límites y del Misterio de lo real, nuestro supuesto conocimiento de nosotros es un puro narcisismo.

 
La tradición judeocristiana (pero no solo ella) pone mucho énfasis en que busquemos el conocimiento de nosotros mismos de un modo relacional, mediante el encuentro con el Otro, con la alteridad, con la realidad más allá de las imágenes subjetivas. Y que este conocimiento no sea algo meramente conceptual o teórico, sino existencial; de ahí, que suponga una respuesta práxica y ética, comprometida a esa realidad del otro que, a la vez que nos transciende, nos fundamenta. El amor es el verdadero conocimiento y el amor tiene una dimensión afectiva y otra efectiva. Sin estas dos dimensiones no hay verdadero conocimiento existencial.

 
De ahí que la pregunta “¿Quién soy yo?” sea por sí misma insuficiente, si no hay referencia a algo que me transciende, si no hay referencia al Otro. El otro, que no es una cosa ni un Ser todopoderoso que me invade y aliena, sino un rostro como el mío (también vulnerable) en el que nos descubrimos como necesitados de cuidado mutuo e íntimamente relacionados.

 
Precisamente la palabra interior, interioridad o intimidad, que parecen referirse a lo más personal, están construidas sobre la partícula latina “inter”, es decir, “entre”. Lo más personal es relacional, lo más profundo es, a la vez, comunión con la alteridad. Por eso, sin abrirnos a la experiencia de la alteridad no podemos llegar a nuestra profundidad.

 
Los profetas bíblicos expresan esta necesidad de la alteridad, para conocernos más allá de las imágenes, de diversos modos: Por ejemplo,  con la pregunta “¿Cuál es tu Voluntad?” para señalar la importancia de conocer existencialmente (de modo práxico y comprometido), más que vivir centrados en la búsqueda de saber quién soy yo, construyendo una imagen que me dé identidad.  O a través de la expresión “Heme aquí” (hinnení) que es otro modo que tienen los profetas de expresar la conciencia de su identidad, pues es una toma de conciencia del propio yo, siempre en relación a un tú, con el cual están interrelacionados y al que responden. Jesús se conoce a sí mismo siempre de un modo relacional, su identidad es siempre en relación con un Tú, el Padre, con el que forma una unidad trinitaria o nodual ,no una uniformidad monista.

 
Cuando en la tradición judeocristiana se habla de la necesidad de conocernos a nosotros mismos, es sobre todo, para vivir en la realidad y ésta es entendida como abrirme a una alteridad que me transciende y que también yo soy para mí mismo (soy un misterio).

 
San Agustín, por ejemplo, decía “que me conozca y te conoceré”. En su expresión se señalan dos términos en ese proceso de autoconocerse, Yo y el Otro, la alteridad que me saca de mi identificación con la imagen egocentrada. Creer que esa frase es una manera de reducir el conocimiento de Dios al conocimiento de mí mismo sería desconocer la experiencia de San Agustín. Me “conozco” para salir de mi mismo al encuentro con la alteridad que me transciende y, a la vez, al conocer esa alteridad me conozco a mi mismo.

 
Quizá haya sido Santa Teresa quien mejor lo expresó en su poesía:

 
“Alma, buscarte has en mí y buscarme has en ti”.

 
Sin la referencia al Otro que me transciende no puedo conocerme y sin el autoconocimiento humilde de mis límites (y el Misterio u Otro que soy para mí mismo) no puedo conocer la Realidad- alteridad.

 
Abrirse de verdad a la alteridad (único modo de conocerme sin identificarme con conceptos mentales desconectados de mi verdadera realidad personal) supone no solo un mero conocimiento intelectual sino un compromiso ético con el Otro, una respuesta de cuidado y amor. Creer que podemos conocernos, sin abrirnos a la alteridad- algunos hasta creen que esta alteridad no existe- y sin cuidar éticamente de los demás (y de nosotros mismos, pues también somos un Misterio) es una de las formas de vivir en el narcisismo psicológico o espiritual, pues el narcisista no es capaz de concebir el compromiso ético sin sospechar una actitud siempre de perfeccionismo o interés oculto.

 

 

Cuidado, pues, con los discursos espirituales que solo animan a conocerse a sí mismo sin abrirse a la alteridad o reduciendo la alteridad a algo meramente conceptual o mental.

Pensamiento Crítico, Espiritualidad y Democracia

PENSAR Y ESTAR COMPLETAMENTE VIVO SON LO

Desde ciertos discursos espirituales que se están poniendo de moda en nuestra época se nos lanza una continua llamada a “no juzgar” y a desconfiar del pensamiento. Pareciera que un signo de que alguien tiene una “experiencia espiritual” es que ya no necesita argumentar sus posiciones, simplemente las afirma desde su experiencia y está más allá del pensar, por lo que considera que quien emite juicios críticos y ejercita la capacidad de discernimiento está en el ego narcisista.

 
Estos discursos espiritualistas siguen anclados en la metáfora platónica que ve el conocimiento como una “salida de la caverna”; parece que esto se interpreta como que la verdad se alcanza solo a través de un proceso de interiorización progresivo, como si pudiésemos confiar en nuestra interioridad de un modo acrítico; eso sí, siempre y cuando superemos el pensamiento. Evidentemente hay una parte de verdad en esta posición, pero no podemos reducir la espiritualidad a este mensaje.

 

 

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